– Aquí conservan doce días a los difuntos antes de abandonarlos a las panteras y a los lobos hambrientos de las montañas. Mantengan la calma y dirijan algunas palabras al muerto. Toda la tribu se lo agradecerá.
– No cuenten conmigo para este tipo de melindres -dijo Külwein, que se alejó.
El dolor de estómago había vuelto a aparecer, pero se controló y mantuvo la cabeza alta.
– No puedes juzgar las costumbres y las creencias de los tibetanos -dijo Pakula-. Creen que los muertos, y yo lo creo también, escuchan consejos prudentes, también sobre el camino que deben seguir en el más allá. El viaje de los muertos es muy peligroso.
– No conseguirá convencerme -respondió el alemán, que salió de la habitación.
Se rieron de él. Eric llamó «amigo mío» al cadáver, mientras Pierre susurraba una vaga plegaria. Helena salió más airosa recitando unos versos de las Euménides, de Esquilo: «Conservo mi antiguo privilegio, no me quedo sin honores, / a pesar de tener mi lugar bajo tierra, en las tinieblas cerradas al sol».
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El dolor no había cesado de torturarlo. Aumentó durante la noche. Al amanecer, Külwein se sentía muy mal. Ni las sabias fórmulas ni los poderes de Pakula y de Helena habían podido aliviar el mal que le corroía las entrañas.
– No podrá continuar -dijo Pierre.
– Tenemos que salvarlo -murmuró Helena cogiendo al enfermo de la mano.
– Voy a ver dónde está Pakula.
Eric salió.
– Me voy a morir -susurró Külwein.
– No, Pakula le va a pedir a los caravaneros que nos lleven a Srinagar.
– Me van a abandonar, ¿no?… Ah…
Se retorció sobre su cama. La delog sabía que un tigre le corroía las entrañas… Aunque en realidad no las corroía, sino que se las desgarraba a golpe de zarpazos y dentelladas.
– ¡Aguante!
Él la contempló con mirada lúgubre. Intentó agarrarle la mano, pero no le quedaban fuerzas. Sus grandes proyectos se esfumaban. No sería el primero en explicar los fenómenos paranormales, ni en darle un sentido a la vida, ni en poner en cuestión las creencias ni en racionalizar lo sobrenatural.
– Seguro que Pakula sabe cómo curarme…
– No puede hacer nada, créame. En Srinagar, los médicos ingleses descubrirán cómo ponerlo en pie y podrá volver con nosotros.
– Sabe muy bien que no podré hacerlo. El monzón llegará pronto y ningún peregrino…, ninguna caravana se arriesgará a aventurarse por los caminos…
Helena le secó el sudor de la frente.
– ¿Cree usted que es verdad…?
– ¿El qué?
– Lo que dijo el Mkhan-po… ¿Me están castigando?
– Ha infringido la regla del silencio impuesta por un lama con un poder considerable. Por orgullo, Helmut, por orgullo… Hay que tener un alma de niño para adentrarse por esas regiones donde reina la magia, y usted la ha perdido. Debe recuperar la sencillez y hallar una fe, se lo aconsejo. Un poco de credulidad no es mala. Crea en las maravillas de este mundo y se curará.
Pakula y los hermanos Neuwald aparecieron, acompañados de algunos montañeses.
– ¡Buenas noticias, Helmut! Se va usted con los caravaneros. Y nosotros le acompañaremos. Dentro de dos semanas, estará recuperado -afirmó Eric.
Külwein no reaccionó. Los ladakhis lo ayudaron a levantarse y lo sostuvieron. Toda la población presenció la escena. Reculó al ver al alemán. Se oyó un cuchicheo. Sabían que un demonio le devoraba las entrañas. Una tropa de viajeros con sombreros de fieltro la esperaba. Un chino-paquistaní la guiaba. Al ver a Külwein, reclamó una cantidad suplementaria.
– Quiero cinco monedas de oro más.
– Ya habíamos pactado el precio -replicó Pakula.
– Sí, pero le han echado un mal de ojo. Estoy asumiendo un gran riesgo al llevarlo con nosotros.
El chamán se volvió hacia sus compañeros.
– Quiere cinco monedas de oro. Tiene miedo de Külwein.
Helena no vaciló y le entregó cinco soberanos de oro al mercader. El oro conjuró la mala suerte. Inmediatamente, cogieron a Külwein, lo envolvieron en una cálida pelliza y lo sujetaron a la grupa de un yak. Pierre y Eric lo seguían.
– Mis pensamientos están con usted. Velaré por usted a pesar de la distancia -dijo Helena dándole un último y caluroso apretón de manos.
Pakula y Helena contemplaron la caravana que se alejaba. Enseguida no fue más que un punto que bajaba por el camino.
La vida retomó su curso. Los montañeses aparecieron con el caldero mortuorio, cuya llegada las mujeres y los niños celebraban como si fuera un trofeo de guerra. Los ancianos cogieron el cadáver y lo sacaron. Se oyó un asqueroso ruido de succión.
– Van a limpiar el caldero y a preparar la sopa. Será la última comida en honor del muerto -explicó Pakula-. Seremos los primeros.
– Vámonos -se apresuró a decir Helena.
– Sí, hay que irse -dijo Pakula contemplando el cielo.
Helena levantó la cabeza. Un nubarrón negro en forma de lanza, inmóvil, amenazaba el cielo.
– El Anciano de la Montaña -dijo el chamán.
– Sí, siento su presencia.
– Nos han enviado a su emisario de los infiernos.
– Debemos retomar el camino de Leh. Es más seguro. Al diablo con los soldados. Encontraremos un medio de franquear la frontera.
– Vencerás al Anciano; acabo de tener una visión de tu combate… Pero…
– ¿Qué?
– Ese combate no sucederá mañana, ni este año…, y tampoco estaré contigo.
– ¡Sin ti, moriré!
– No, sobrevivirás a esa prueba y a otras. Tu poder se hace más fuerte cada día, aunque no seas consciente. Eres más fuerte que el Mkhan-po, y muy pronto sobrepasarás a nuestro desaparecido maestro.
Helena pensó en Kut Humi. Le pareció imposible alcanzar ese grado de conocimiento. Suspiró. Iban a retomar el camino. Cuando los yaks estuvieron preparados, el chamán le mostró un punto en el este, una ensenada con forma de V en los glaciares azulados.
– ¡En marcha hacia Leh! -gritó.
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Una fortaleza! -gritó Helena.
– Namgyal, la inexpugnable -precisó Pakula-. Llegaremos a Leh cuando la luna esté en lo más alto del cielo.
Namgyal coronaba el pico de la Victoria e impedía el paso al valle alto. Más allá de la masa oscura y de sus estandartes verdes y azules, a unos cincuenta kilómetros, una barrera blanca de más de seis mil metros separaba el Ladakh del Tíbet.
Sus miradas de emoción intentaban trazar caminos y pasos cuyos contornos y marcas se adivinaban en el manto blanco de los macizos. No eran los únicos embargados de esperanza ante la visión de ese paisaje. Los peregrinos marcaban el paso y rezaban. El viaje se volvía concreto. Eso era el Tíbet: esas cordilleras altaneras, esa inmensidad virgen, la morada de los dioses, el refugio de Buda.
Pakula los devolvió a la realidad:
– Lo más duro está todavía por hacer. Leh se encuentra bajo la tutela del marajá de Cachemira, aliada de los ingleses. Ningún extranjero de raza blanca está autorizado a cruzar la frontera.
Los habían levantado para conmemorar la muerte de Buda o de los santos. Los stupas sagrados, centinelas apostados en los flancos de la ciudad, protegían los centenares de tiendas de los viajeros. La noche glacial no era un impedimento para que los devotos dieran vueltas alrededor de esos bulbos adornados con balaustradas y dominados por un poste y parasoles. Rezaban mientras frotaban los monumentos con la mano derecha, perpetuando así el culto ancestral de la pradakshina. Unas antorchas iluminaban sus caras y la luna transformaba en plata las telas de fieltro de las tiendas.
Después de un giro brusco, los dos viajeros se encontraron ante el muro santo de la ciudad. La capital del Ladakh estaba pegada a la parte rocosa de una montaña. Se decía que la sangre de los enemigos vencidos por el rey Tashi Namgyal impregnaba las piedras.