Выбрать главу

La nave de Salto desapareció de su vista cuando se desplazaban en espiral alrededor de la estación, en dirección a la escotilla de lanzadera que les había sido asignada. El cuadrúmano que pilotaba la nave remolcadora, una muchacha de cabello oscuro y piel color cobre, llamada Zara, llevaba la camiseta y los shorts azules, propios de la tripulación de los remolcadores. La muchacha alineó con precisión la nave y la colocó en la rampa de aterrizaje. Leo se inclinó a pensar que Zara sería uno de los mejores pilotos de la tripulación, después de todo, a pesar de sus prejuicios por la edad: apenas quince años.

El suave vector de aceleración de la rotación de la estación en este radio tironeó a Leo y su asiento mullido giró sobre sus soportes para ponerse en posición erguida. Zara sonrió a Leo por encima del hombro. Obviamente, estaba excitada por la sensación. Silver, en el asiento junto a Zara, parecía más dudosa.

Zara completó la letanía formal de verificaciones con el control de tráfico de la Estación de Transferencia y apagó los sistemas. Leo suspiró, con un alivio lógico, ya que el control de tráfico no había hecho ninguna pregunta sobre el propósito de su plan de vuelo, «Recoger materiales para el Hábitat Cay». Tampoco había una razón para que tuvieran que hacerlo. Leo no tenía ninguna intención de excederse en sus poderes de autorización. Todavía.

—Mira, Silver —dijo Zara y dejó caer un lápiz de sus dedos. Cayó con suavidad sobre el piso mullido que ahora era pared y rebotó haciendo un arco. Zara lo volvió a tomar con su mano inferior.

Leo esperó con resignación a que también Silver lo intentara.

—Vamos. Tenemos que alcanzar a Ti —dijo luego.

—Bien. —Silver se incorporó con las manos superiores sobre el reposacabezas, soltó las inferiores y dudó. Leo extrajo el par de pantalones grises que había traído para la ocasión y la ayudó a ponérselos por los brazos inferiores, hasta la cintura. Silver sacudió las manos y los pantalones le cubrieron los brazos. Hizo una mueca. No estaba acostumbrada a esa ropa ajustada que le dificultaba los movimientos.

—Muy bien, Silver —dijo Leo—, ahora los zapatos que le pediste a esa muchacha a cargo de Hidroponía.

—Se los di a Zara para que los guardara.

—Oh —dijo Zara. Se tapó la boca con una de las manos.

—¿Qué?

—Los dejé en el compartimento de carga. —¡Zara! —Lo siento…

Silver suspiró detrás de la nuca de Leo. —Tal vez sus zapatos, Leo —sugirió. —No sé… —Leo se sacó los zapatos y Zara ayudó a Silver a ponérselos en las manos inferiores.

—¿Qué tal? —dijo Silver con ansiedad. Zara frunció la nariz.

—Se ven un tanto grandes. Leo se detuvo junto a ella para ver el efecto en la oscuridad. Parecían bastante absurdos. Leo se miró los pies como si nunca los hubiera visto antes. Cuando los llevaba puestos él, ¿se verían igual de ridículos? Sus calcetines, de repente, parecían gigantescos gusanos. Los pies eran apéndices insanos.

—Olvídate de los zapatos. Devuélvemelos. Dejemos que las perneras de los pantalones te cubran las manos.

—¿Y qué pasa si alguien me pregunta por mis pies? —preguntó Silver, preocupada.

—Te los amputaron —sugirió Leo—, debido a un caso terrible de entumecimiento durante tus últimas vacaciones en el continente antártico.

—¿Eso queda en la Tierra? ¿Qué pasa si empiezan a hacerme preguntas sobre la Tierra?

—Entonces… entonces yo los criticaré por su falta de cortesía. Pero la mayoría de la gente se inhibe ante este tipo de preguntas. Inclusive podemos usar la historia original de que la silla de ruedas está en Equipajes Extraviados y que vamos allí para recuperarla. Lo creerán. Vamos. Todos a bordo.

Silver se aferró con los brazos superiores al cuello de Leo, mientras que los inferiores abrazaban su cintura, haciendo una leve presión, ya que de repente había tomado conciencia de su nuevo peso. Su respiración era cálida.

Pasaron por el tubo flexible y entraron a la Estación de Transferencia en sí. Leo se dirigió al elevador que subía o bajaba a lo largo de la rampa, hasta el borde donde deberían encontrar los cubículos de descanso de pasajeros.

Leo esperaba un elevador vacío. Pero volvió "a detenerse y otros subieron. De repente, Leo sufrió un espasmo de terror ante la sola idea de que a Silver se le ocurriera entablar una conversación amistosa. Tendría que haberle dicho explícitamente que no hablara con extraños. Sin embargo, mantuvo una tímida reserva. El personal de la Estación de Transferencia lo miraba con ojos furtivos, pero Leo fijó la mirada en la pared y nadie intentó romper el silencio.

Leo se tambaleó cuando salió del elevador en el borde externo, donde las fuerzas de gravedad estaban maximizadas. Tenía que admitir que tres meses en condiciones de ingravidez habían causado los efectos inevitables. Pero, en una gravedad intermedia, su peso y el de Silver no llegaban a su peso normal en la Tierra. Leo se escabulló tan pronto como pudo del concurrido vestíbulo.

Golpeó la puerta numerada del cubículo. Se abrió. Una voz masculina dijo: «Sí, ¿qué?» Habían encontrado al piloto de Salto. Leo esbozó una sonrisa atractiva y entraron.

Ti estaba recostado en la cama. Llevaba pantalones, camiseta y calcetines oscuros. Estaba escrutando un visor manual. Miró a Leo con cierta irritación, hasta ahora desconocida. Luego abrió los ojos cuando vio a Silver. Leo la depositó con la misma ceremonia con lo que se pone un gato a los pies de la cama. Ninguna. Luego se dejó caer en la única silla del cubículo, para recuperar el aliento.

—Ti Gulik. Tengo que hablar con usted. Ti se había reclinado sobre el respaldo de la cama, las rodillas recogidas y el visor a un lado, olvidado. —¡Silver! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Quién es este tipo? —señaló a Leo con el pulgar.

—Es el profesor de soldadura de Tony. Leo Graf —respondió Silver. Con mucha habilidad, se dio la vuelta y se incorporó con sus manos superiores—.¡Qué rara me siento!

Levantó las manos superiores, como si estuviera haciendo equilibrio, pensó Leo. Parecía una foca apoya da en el trípode que formaban sus brazos inferiores. Puso de nuevo las manos superiores en la cama, para apoyarse y adoptar una postura de perro. La gravedad le había robado toda su gracia. No había duda. Los cuadrúmanos pertenecían a la ingravidez.

—Necesitamos su ayuda, teniente Gulik —comenzó a decir Leo, tan pronto como pudo—. Desesperadamente.

—¿A quién se refiere con nosotros? —preguntó Ti, en un tono sospechoso.

—Los cuadrúmanos.

—Ah —dijo Ti—. Bueno, en primer lugar, me gustaría señalar que ya no soy el teniente Gulik. Soy simplemente Ti Gulik. Estoy desempleado y es muy posible que no vuelva a tener un empleo. Gracias a los cuadrúmanos. O, en el último de los casos, a un cuadrúmano en especial. —Frunció el ceño y dirigió la mirada a Silver.

—Les dije que no era tu culpa —dijo Silver—. No quisieron escucharme.

—Por lo menos podrías haberme encubierto —dijo Ti, en un tono petulante —. Al menos, me debías eso.

Por la expresión en su rostro, bien podría haberle pegado.

—Un momento, Gulik —gruñó Leo—. Silver fue drogada y torturada para poder extraerle una confesión. Me da la impresión que las deudas aquí pasan por otro lado.

Ti se ruborizó. Leo calmó su disgusto. No podían permitirse el lujo de perder al piloto de la nave de Salto. Lo necesitaban demasiado. Por otra parte, ésta no era la conversación que Leo había ensayado. Ti debería volverse loco con esos ojos de Silver, la psicología de la recompensa y todo eso. Seguramente, él debía responder a su bondad. Si el joven no la apreciaba, no merecía tenerla… Leo hizo que sus pensamientos volvieran al asunto en cuestión.

—¿Ha oído hablar de esa nueva tecnología de gravedad artificial? —comenzó Leo, una vez más.