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—La limpieza —dijo Leo, con un tono acusador, por encima del hombro a la muchacha cuadrúmana a cargo ahora de Nutrición—, se considera un ejercicio para el estudiante.

El segundo problema había sido encontrar un lugar donde trabajar. Pramod había sugerido uno de los módulos abandonados del Hábitat, un cilindro de cuatro metros de diámetro. Les llevó otras dos horas de trabajo hacer agujeros en el lateral para poder acceder y cubrir un extremo con toda la masa metálica conductiva que encontraron. Luego cubrieron la masa con más placas externas del módulo del Hábitat. Intentaron que el resultado tuviera una textura lo más parecida a un cristal, colocando la masa en una concavidad hueca con un arco cuidadosamente calculado que abarcaba el diámetro del módulo.

Ahora la masa de chatarra de titanio pendía, ingrávida, en el centro del módulo. Las piezas rotas del espejo vórtice y las latas de alimentos debidamente aplastadas estaban unidas por una bobina de cable de titanio puro que un cuadrúmano había extraído de Almacenes. El metal, de un gris intenso, brillaba bajo la luz de sus lámparas de trabajo, Leo echó una última mirada a la cámara. Cuatro cuadrúmanos en trajes de trabajo manejaban cada uno una unidad láser asegurada a la pared y frenaban la masa de titanio. Los instrumentos de medición de Leo flotaban junto a él, atados a su cinturón, listos para su uso. Había llegado el momento. Leo tocó el control de su casco y oscureció la placa de recubrimiento.

—Comenzad a disparar —dijo Leo por el intercomunicador de su traje.

Cuatro rayos de luz láser dispararon al unísono, en dirección a la chatarra. Durante los primeros minutos, pareció no suceder nada. Luego comenzó a brillar, un rojo oscuro, rojo brillante, amarillo, blanco… Entonces una de las ex latas de aumentos comenzó a ablandarse y a introducirse en la mezcla. Los cuadrúmanos continuaban suministrando energía. La masa comenzaba a desplazarse lentamente, según una de las lecturas de Leo, aunque el efecto todavía no era visible a simple vista.

—Unidad Cuatro, aumenta la energía aproximadamente en un diez por ciento —ordenó. Uno de los cuadrúmanos movió una palma inferior, en señal de acatamiento, y tocó su caja de control. El movimiento se detuvo. Bien, el plan estaba funcionando. Había tenido el horrible presentimiento de que la masa fundida de metal se estrellaría contra la pared. O aún peor, que se estrellaría fatalmente contra alguien. Pero los mismos rayos que la habían fundido parecían poder controlar su movimiento, por lo menos en ausencia de otras fuerzas más potentes.

Ahora la fundición era obvia. El metal se había convertido en un liquido blanco brillante que flotaba en el vacío, intentando adquirir la forma de una esfera perfecta. Chico, ¡conseguiremos que quede sin imperfecciones!, pensó Leo con satisfacción.

Verificó los controles. Ahora se estaban acercando a un momento crítico: ¿cuándo parar? Tenían que suministrar suficiente energía para lograr una fundición absolutamente uniforme, sin que quedaran grumos en el centro de la pasta. Pero no demasiada. Si bien no era visible al ojo humano, Leo sabía que en este momento había vapores que salían de la burbuja. Era parte de la pérdida que había estimado.

Pero lo más importante de todo era ver cuál sería el próximo paso. Tendría que recuperar cada kilocaloría que aplicaban a esa masa de titanio. En los planetas, la forma que intentaba lograr se habría obtenido en un molde de cobre, con mucha, mucha agua que redujera el calor hasta el punto deseado, en este caso rápidamente. Se llamaba enfriamiento por rociamiento de un único cristal. Bueno, al menos había imaginado cómo lograr la parte del enfriamiento…

—Dejad de disparar —ordenó Leo.

Y allí estaba suspendida la esfera de metal fundido, de color azul y blanco, con la violenta energía calorífica contenida en su interior, perfecta. Leo verificó una y otra vez la posición centrada y ordenó al láser número dos que le diera un lanzamiento de medio segundo, no para fundir, sino para obtener el punto exacto.

—Muy bien —dijo Leo por el intercomunicador—. Ahora saquemos todo lo que no quedará en este módulo y verifiquemos todo lo que quedará. Lo último que nos falta es que a alguien se le caiga la llave en la olla.

Hizo que los cuadrúmanos sacaran los equipos por los agujeros que se habían hecho en los lados del módulo. Dos de sus operadores de láser salieron, dos se quedaron con Leo. Revisó una vez más la posición y luego todos permanecieron junto a las paredes.

Conectó los canales del intercomunicador de su traje.

—¿Listo, Zara? —dijo.

—Listo, Leo —la piloto cuadrúmana respondió desde su remolcador, ahora adosado a la popa del módulo.

—Ahora recuerda, lentamente y con cuidado. Pero con firmeza. Piensa que tu nave remolcadora es un bisturí y que estás a punto de operar a uno de tus amigos o algo así.

—Bien, Leo. —Había un deje de sonrisa en su voz. No te jactes demasiado, muchacha, rogó Leo internamente.

—Adelante cuando estés lista. y —Adelante. Aguardad allí arriba.

En un primer momento no hubo ningún cambio perceptible. Luego las fajas que sostenían a Leo comenzaron a tirar de él suavemente. Era el módulo del Hábitat lo que se desplazaba, no la bola fundida de titanio, recordó. El metal no se movía. Era la pared del fondo la que avanzaba hacia la masa de metal.

Estaba funcionando. ¡Por Dios, estaba funcionando! La burbuja de metal tocó la pared del fondo, se esparció y se colocó en su molde hueco.

—Aumenta la aceleración un punto más —ordenó Leo por el intercomunicador.

El remolcador aumentó la aceleración y el círculo de titanio fundido se desparramó. Sus bordes alcanzaron el diámetro deseado, unos tres metros de ancho. El brillo intenso ya casi había desaparecido. Se estaba formando una superficie de titanio de un espesor controlado, listo —después del enfriamiento— para un moldeado explosivo en el último proceso.

—Mantenía así. ¡Eso es!

¿Enfriamiento por partes? Bueno, no exactamente, Leo era consciente de que probablemente no lograrían una congelación interna perfecta. Pero sería buena, lo suficientemente buena… siempre que fuera lo suficientemente buena como para que no lo tuvieran que derretir y volver a repetir el proceso. Eso era lo máximo que Leo se atrevía a pedir. Tendrían el tiempo justo para hacer una de estas succiones. No dos. ¿Y cuándo llegaría la amenazadora respuesta de Rodeo? Pronto, con seguridad.

Se preguntó de qué iba a servir la nueva tecnología de gravedad en los problemas de fabricación en el espacio. Por cierto, el término «revolucionar» parecía demasiado vacío. ¡Qué lástima que no la tengamos ahora!, pensó Leo. Y aún así —sonrió, debajo de su casco— lo estaban haciendo muy bien.

Miró el medidor de temperatura que había en la pared del fondo. La pieza se estaba enfriando casi con la rapidez que había esperado. Todavía tenían un par de horas hasta que hubiera perdido el calor suficiente como para sacarla de la pared y manejarla sin peligro de deformación.

—Muy bien, Bobbi. Os dejo a ti y a Zara a cargo —dijo Leo—. Todo parece estar bien. Cuando la temperatura baje unos quinientos grados centígrados, retrasadlo. Intentaremos estar listos para el enfriamiento final y la segunda etapa del proceso.

Con cuidado, sin querer agregar una vibración adicional a las paredes, Leo soltó sus cinturones de sujeción y se acercó al agujero de salida. Desde esa distancia, tenía una visión general de la D-620, ya cargada hasta la mitad. Y detrás, Rodeo. Era mejor que se fuera ahora.