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—Con suavidad —murmuró Leo—. Mi espejo vórtice…

La mano de Silver buscó la de Leo. Leo estaba abrumado por un deseo de disculparse ante Silver, ante los cuadrúmanos, ante Dios. No sabía ante quién más… Yo os he llevado a todo esto…Lo siento…

—Si conectas un canal, Silver —dijo Leo desesperadamente, la cabeza inmersa en el pánico… todas esas criaturas…—. Estamos a tiempo de rendirnos…

—Nunca —dijo Silver. Apretó aún más su mano y sus ojos azules se clavaron en los de él—. Y yo estoy decidiendo por todos, no sólo por mí. Seguimos adelante.

Leo apretó los dientes y asintió. Los segundos retumbaban en su cerebro, al mismo ritmo que el martilleo de su corazón. La lanzadera de Seguridad crecía en el monitor.

—¿Por qué no disparan ahora? —preguntó Silver.

—¡Fuego! —ordenó Van Atta. Los esquemas del ordenador de Bannerji se estaban alineando, los números titilaban, las luces convergían. Van Atta vio que la doctora Yei ya no estaba en su asiento. Probablemente estaba escondida en el aseo. Esta dosis de realidad y de consecuencias reales era, sin duda, demasiado para ella. Igual que esos malditos políticos, pensó Van Atta con desprecio, que llevan a la gente al desastre y desaparecen cuando comienzan los disparos…

—¡Fuego, ahora! —repitió a Bannerji, cuando el ordenador indicaba estar listo, con el blanco en la mira.

Bannerji movió su mano hacia el botón de disparo, pero dudó.

—¿Tiene una orden para esto? —preguntó de repente.

—¿Sí tengo qué? —dijo Van Atta.

—Una orden. Se me ocurre que, desde un punto de vista técnico, esto podría ser considerado un acto de eliminación arriesgado. Y eso requiere una orden firmada por el autor de la solicitud, es decir usted; de mi supervisor, es decir la administradora Chalopin y del oficial a cargo del Departamento de Eliminaciones Arriesgadas.

—Chalopin lo envió conmigo. ¡Eso ya lo hace oficial, señor!

—Pero no del todo. El oficial a cargo del Departamento de Eliminaciones Arriesgadas es Laurie Gompf y está en Rodeo. Usted no tiene su autorización. La orden está incompleta. Lo siento, señor. —Bannerji se retiró de la consola de armas y se zambulló en el asiento desocupado del ingeniero, con los brazos cruzados—. Me podría costar mi puesto si llevo a cabo un acto de eliminación arriesgada sin una orden adecuada. El impreso de Valoración de Impacto Ambiental también debe cumplimentarse.

—¡Esto es un motín! —gritó Van Atta.

—No, no lo es —lo corrigió Bannerji cordialmente—. Esto no es el ejército.

Van Atta tenía el rostro encendido. Lanzó una mirada de furia a Bannerji, que se contemplaba las uñas. Con un insulto, Van Atta se dejó caer en el asiento de la consola de armas y volvió a fijar la mira. Tendría que haberlo sabido. Si quieres que una cosa se haga bien la tienes que hacer tú mismo. Dudó. Los parámetros de ingeniería de las naves de Salto, del tipo D le pasaban por la mente. ¿En qué lugar de esa estructura compleja un disparo no solamente pondría fuera de funcionamiento las varillas, sino que haría que los propulsores principales estallaran por completo?

Por cierto, se trataba de una incineración. Y, si fuera necesario, le echaría la culpa a Bannerji por las muertes de las cuatro o cinco personas no cuadrúmanas a bordo. Yo hice lo que pude, señora… Si él hubiera hecho su trabajo como se lo pedí desde un primer momento…

Los esquemas giraban en la pantalla. Tendría que haber un punto en la estructura… sí. Aquí y allá. Si pudiera destruir tanto ese nexo de control como esas líneas refrigerantes, podría provocar una reacción descontrolada que resultaría en… una promoción, probablemente, después de que se hubieran calmado los ánimos. Apmad lo besaría. Como si fuera un médico heroico, que logró, él solo, impedir que una plaga de malformaciones genéticas invadiera la galaxia…

El esquema del blanco volvió a alinearse. La palma sudada de Van Atta rodeaba la llave de disparo. En un momento… sólo en un momento…

—¿Qué está haciendo con eso, doctora Yei? —preguntó Bannerji, en un tono de desconcierto.

—Estoy aplicando la psicología.

La cabeza de Van Atta pareció explotar, con un ruido aterrador. Cayó hacia adelante, se cortó el mentón con la consola, golpeó los teclados, haciendo que el programa de disparo desapareciera de la pantalla. Veía estrellas dentro de la lanzadera, puntos borrosos, de color verde y púrpura. Se incorporó respirando con dificultad.

—Doctora Yei —objetó Bannerji—, si tiene la intención de dejar inconsciente a este hombre, tiene que golpearlo mucho más fuerte.

Yei retrocedió con miedo cuando vio que Van Atta comenzaba a salir de su asiento.

—No quería correr el riesgo de matarlo…

—¿Por qué no? —murmuró Bannerji entre dientes.

Van Atta, furioso, apretó con sus manos la muñeca de Yei. Le quitó la pieza de metal de la mano.

—No puede hacer nada bien, ¿verdad? —gruñó.

Yei respiraba con dificultad y sollozaba. Fors, con el traje espacial pero sin el casco, asomó una vez más la cabeza desde el compartimento trasero.

—¿Qué diablos está pasando aquí?

Van Atta arrojó a Yei hacia Fors. Bannerji, que se movía incómodo en su asiento, no era, por cierto, de confiar.

—Sujeta a esa perra loca. Acaba de intentar matarme con una llave inglesa.

—¿Ah, sí? A mí me dijo que la necesitaba para ajustar la posición del asiento —comentó Fors. Sostenía con firmeza los brazos de Yei. Por más que lo intentara, sus esfuerzos, como siempre, eran débiles y fútiles.

Van Atta regresó el asiento de la consola de armas y volvió a pedir el programa de disparo. Volvió a fijar la mira y conectó la visión del panorama exterior. La configuración del Hábitat y de la nave D-620 aparecía nítidamente en la pantalla. La luz solar, fría y distante, hacía brillar la estructura. Los esquemas convergían y la encerraban.

La nave D-620 se sacudió, giró y desapareció.

Los láseres dispararon, pero eran sólo rayos de luz que se perdían en el espacio vacío.

Van Atta protestó y golpeó la consola con los puños. Unas gotitas de sangre le salían del mentón.

—¡Se han escapado! ¡Se han escapado! ¡Se han escapado!

Yei sonrió.

Leo estaba suspendido lánguidamente en su asiento. La risa le hacía burbujas en la garganta.

—¡Lo logramos!

Ti se sacó los auriculares y también estaba sentado no menos lánguidamente. Tenía el rostro pálido. Los Saltos agotan a los pilotos. Leo se sentía como si tuviera todo revuelto en su interior, pero las náuseas pasaron rápidamente.

—Su espejo funcionó de maravillas —dijo Ti.

—Sí. Tenía miedo que fuera a explotar durante el esfuerzo y las tensiones del Salto.

Ti le miró indignado.

—Eso no fue lo que dijiste. Pensé que eras un ingeniero maniático de las verificaciones.

—Mira, yo nunca había hecho una cosa así antes —protestó Leo—. Uno nunca sabe. Sólo hago las suposiciones más factibles. —Se incorporó—. Aquí estamos. Lo logramos. Pero, ¿qué sucede en el exterior? ¿Ha sufrido algún daño el Hábitat? Silver, mira qué puedes obtener del comunicador.

Silver estaba demasiado pálida.

—¡Dios mío! —pestañeó—. Así que eso era un Salto. Parece como seis largas horas del suero de la doctora Yei comprimidas en un segundo. ¿Vamos a hacer esto muchas veces?

—Espero que sí —dijo Leo.

Se desató y se acercó a ella para ayudarla.

El espacio en torno al agujero de gusano estaba vacío y sereno. La visión paranoica de Leo de un Salto hacia un ataque militar ya no tendría lugar, pensó con alegría. Pero, aguardad, una nave se estaba acercando a ellos. No era una nave comercial. Parecía una nave oficial… peligrosa…