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El personal del Ministerio del Aire escudriñó los restos del avión siniestrado durante días y no halló nada aparte de metal chamuscado y polvo negro. El cofre negro de metal y su dirección escrita en blanco con plantilla habían dejado de existir. El coronel de las SS Weiss, según instrucciones de Hitler, llevó a cabo una investigación interna entre el personal del aeródromo y la tripulación de tierra. A Voss se le exigió que aportara sus inicíales al manifiesto junto a las cuatro cajas de archivos: posteridad para su perjurio.

El hielo empezó a fundirse, tanques cuyas orugas habían quedado soldadas a las estepas se liberaron y la guerra siguió su curso, aun sin el mejor ingeniero de la construcción de la historia de Alemania.

4

18 de noviembre de 1942, Wolfsschanze, Rastenburg, Prusia Oriental.

Voss quería arrancarse los ojos y enjuagarlos en solución salina, ver cómo la arenilla se hundía hasta el fondo. El bunker estaba en silencio y el Führer de viaje, en el Berghofde Obersalzberg. Voss había rematado su trabajo hacía horas pero seguía ante la mesa de operaciones, con la barbilla apoyada en los puños blancos y juntos, la vista puesta en el mapa donde había un cráter mellado en un punto del río Volga. Stalingrado había sido golpeada y perforada, pinchada y escariada hasta convertirse en un agujero sucio de papel gastado.

Voss lo miraba con creciente intensidad y empezaba a distinguir la ciudad ennegrecida y cubierta de nieve, las cadavéricas fincas, las vigas retorcidas y sarmentosas de las fábricas bombardeadas, las fachadas picadas de viruela, las calles llenas de cascotes y cuerpos rígidos y congelados y, en paralelo, adoptando un negro de medianoche en el paisaje blanco y cada vez más viscoso por el frío, el Volga, la línea de comunicación entre el norte y el sur de Rusia.

Estaba sentado en esa posición mucho después de su hora de irse a la cama, contemplando la línea gris del frente tensada ya hasta adquirir la delgadez de una cuerda de piano desde que el Sexto Ejército alemán proyectara una burbuja hasta Stalingrado, por su hermano. Julius Voss era comandante de la 113 División de Infantería del Sexto Ejército. Su división no era una de las que luchaban como una jauría de perros callejeros entre las ruinas de Stalingrado, sino que estaba hundida en la nieve en algún lugar de la estepa pelada, al este del punto donde el río Don había decidido virar al sur hacia el mar de Azov.

Julius Voss era digno hijo de su padre. Brillante deportista, había conseguido una plata en espada en las Olimpiadas de Berlín de 1936. Montaba a caballo como si el animal formara parte de sí mismo. En su primera cacería, a los dieciséis años, había rastreado a un ciervo durante un día entero y le había disparado en el ojo a trescientos metros de distancia. Era un oficial del Ejército perfecto y destacado, amado por sus hombres y admirado por sus superiores. Era inteligente y, a pesar de su brillantez, no presentaba un atisbo de arrogancia. Karl pensaba mucho en él. Le quería. Julius había sido su defensor en el colegio, dado que el deporte no era el fuerte de Karl y, al ser demasiado listo para el gusto de nadie, la vida podría haber sido un infierno sin un hermano tres años mayor y, además, popular. De modo que Karl tomaba el turno de cuidar de su hermano.

La posición alemana no era tan fuerte como pudiera parecer a primera vista. Los rusos habían desplegado diez divisiones en la ciudad y sus alrededores, en un combate sangriento y brutal calle por calle que se prolongaba desde septiembre. A esas alturas, a menos que pudieran asestar el golpe mortal durante el siguiente mes, daba la impresión de que el resto del Ejército alemán estaría condenado a pasar otro invierno al raso. Morirían más hombres y habría pocas posibilidades de que el Sexto Ejército recibiera refuerzos hasta la primavera. La situación estaba destinada a desembocar en un punto muerto y congelado de cuatro meses.

La puerta de la sala de operaciones se abrió de golpe, rebotó contra la pared y volvió a cerrarse con un portazo. Se abrió más despacio para revelar a Weber, de pie en el umbral.

– Eso está mejor -dijo, tratando de humedecer los labios con la lengua, evidentemente borracho, la frente brillante, los ojos encendidos, la piel grasienta-. Sabía que te encontraría aquí, aburriendo a los mapas otra vez.

Entró en la sala dando tumbos.

– No se puede aburrir a los mapas, Weber.

– Tú sí. Míralos, pobres desgraciados. Desquiciados de tedio. No les hablas, Voss, ése es tu problema.

– Que te den, Weber. Te has metido diez schnapps en el cuerpo y no se puede hablar contigo.

– ¿Y tú? ¿Qué haces tú? ¿El preclaro y creativo genio militar del capitán Karl Voss va a resolver el problema de Stalingrado… esta noche, o tendremos que esperar veinticuatro horas más, aún?

– Sólo pensaba…

– No me lo digas. Deja que lo adivine. Sólo pensabas en lo que te dijo el Reichsminister Fritz Todt antes de su accidente de avión…

– ¿Y por qué no?

– Porque resulta enfermizo en un hombre de tu edad. Deberías estar pensando en… en mujeres… -dijo Weber, y apoyando las dos manos en la mesa acometió unas enérgicas, explícitas e inverosímiles embestidas.

Voss apartó la vista. Weber se derrumbó sobre la mesa. Cuando Voss volvió a mirar, tenía la cara de su compañero ante las narices, dándole a él el punto de vista de la esposa: la cabeza en la almohada, el marido sudoroso, chabacano, borracho, con la piel rosada y los ojos húmedos.

– No tendrías que sentirte culpable sólo porque Todt te hablara -dijo Weber, que volvió a lamerse los labios con los ojos cerrados como si imaginara un beso próximo.

– No me siento culpable por eso. Me siento…

– No me lo digas, no quiero saberlo -le interrumpió Weber, sentándose e indicándole que callara con la mano-. Aburre a tus mapas, Voss. Sigue. Pero te diré una cosa -volvió a acercársele, con un aliento de mil demonios-: Paulus tomará Stalingrado antes de Navidad y estaremos en Persia para la primavera que viene, nadando en sorbete. El petróleo será nuestro, y también el grano. ¿Cuánto durará Moscú?

– Los rumanos del frente del río Don han informado de concentraciones masivas de tropas en su sector noroeste -anunció Voss, impasible y contundente.

Weber se incorporó con las piernas colgando y le hizo un gesto que quería decir «bla, bla, bla» con la mano.

– Los putos rumanos -dijo-. Tienen goulash por cerebro.

– Eso son los húngaros.

– ¿Qué?

– Los que comen goulash.

– ¿Qué comen los rumanos?

Voss se encogió de hombros.

– Es un problema -dijo Weber-. No sabemos en qué consiste el cerebro de los rumanos pero, si quieres saber mi opinión, debe de ser yogur… no… el suero de encima del yogur.

– Me aburres, Weber.

– Vamos a tomarnos una copa.

– Tú ya estás como una cuba.

– Venga -insistió, y agarró a Voss por los hombros y lo sacó a empujones por la puerta, mientras sus mejillas se tocaban al atravesarla, amantes horribles.

Weber apagó las luces de un manotazo. Se pusieron los abrigos y volvieron a sus dependencias. Weber entró a trompicones en su habitación mientras Voss apartaba de la cama la partida de ajedrez que jugaba por correo con su padre. Weber reapareció, triunfante, con schnapps. Se derrumbó sobre la cama y se arrancó una revista de debajo de las nalgas.

– ¿Qué es esto?

– Die Naturwissenscbafen.

– Puta física -exclamó Weber, y tiró la revista-. Si te apetece algo…

– …físico, sí, ya sé, Weber. Pásame el scknapps, necesito lobotomizarme para continuar.

Weber le pasó la botella y apuntaló su cabeza mojada con la almohada de Voss, poniéndola en posición a base de golpes de su cráneo de piedra. Voss bebió del líquido transparente, que encendió una ruta hasta su colon.