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– ¿Qué va a hacer la física por mí? -eructó Weber.

– Ganar la guerra.

– Sigue.

– Proporcionarnos infinita energía reutilizable.

– ¿Y?

– Explicar la vida.

– No quiero que expliquen la vida, sólo quiero vivirla según mis términos.

– Nadie consigue eso, Weber… ni siquiera el Führer.

– Cuéntame cómo va a hacer que ganemos la guerra.

– A lo mejor no has oído hablar de la bomba atómica.

– Oí que Heisenberg casi se vuela la cabeza con una en junio.

– De modo que has oído hablar de Heisenberg.

– Pues claro -dijo Weber, mientras se sacudía pelusas imaginarias de la bragueta-. Y del químico Otto Hahn. O te creías que yo no asomo la oreja al pasillo de vez en cuando.

– Entonces no te aburriré.

– Pero ¿de qué va el asunto? Lo de las bombas atómicas.

– Olvídalo, Weber.

– Me entra más fácil cuando estoy borracho.

– Vale. Se coge un poco de material fisionable…

– Me he perdido.

– Acuérdate de Goethe

– ¡Goethe! Joder. ¿Qué dijo él sobre «material fisionable»?

– Dijo: «¿Cuál es el camino? No hay camino. Adelante hacia lo desconocido».

– Lúgubre cabrón -comentó Weber, mientras volvía a hacerse con la botella-. Empieza otra vez.

– Existe un cierto tipo de material, un material muy raro, que cuando se junta en una masa crítica -calla y escucha- puede crear hasta ochenta generaciones de fisión -cállate, Weber, déjame que lo suelte de un tirón- antes de que el calor extraordinario haga estallar la masa. Eso significa…

– Me alegro de que digas eso.

– …que, si eres capaz de imaginártelo, una fisión libera doscientos millones de descargas de electrones de energía y que eso se doblaría ochenta veces antes de que se detuviera la reacción en cadena. ¿Qué crees que produciría eso, Weber?

– La explosión más grande que haya conocido la humanidad. ¿Es eso lo que dices?

– Una ciudad entera arrasada con una bomba.

– Has dicho que ese material fisionable es bastante raro.

– Procede del uranio.

– ¡Aja! -exclamó Weber, a la vez que se incorporaba-. Joachimstahl.

– ¿Qué pasa con ella?

– La mina de uranio más grande de Europa. Y está en Checoslovaquia… que es nuestra -dijo Weber, abrazado a la botella de schnapps.

– Hay una aún más grande en el Congo Belga.

– ¡Aja! Que también es nuestra, porque…

– Sí, Weber, ya lo sabemos, pero sigue siendo un proceso químico muy complicado conseguir el material fisionable a partir del uranio. Lo que encontraron se llamaba U 235, pero sólo obtuvieron trazas que se descomponían casi al instante. Entonces un tal Weizsacker se puso a pensar en lo que les pasaba a los neutrones de más que liberaba la fisión del U 235, algunos de los cuales serían capturados por el U 238, que entonces se convertiría en U 239, que entonces se descompondría en un nuevo elemento que bautizó como Ekarhenium.

– Voss.

– ¿Sí?

– Me estás aburriendo de la hostia. Bebe un poco más de esto y prueba a decirlo todo al revés. A lo mejor tiene más sentido, quién sabe.

– Ya te he dicho que era complicado -dijo Voss-. En cualquier caso, encontraron una manera para fabricar el material fisionable de forma comparativamente fácil en una pila atómica, que emplea grafito y una cosa llamada agua pesada, que antes sacábamos de la planta Norsk Hydro de Noruega, hasta que los británicos la sabotearon.

– Me acuerdo de algo de eso -comentó Weber-. De modo que los ingleses saben que estamos construyendo esa bomba.

– Saben que disponemos de la ciencia necesaria, está en todas esas revistas que vas tirando por mi habitación, pero ¿tenemos la capacidad? Se trata de una empresa industrial enorme; construir la pila atómica es sólo el primer paso.

– ¿Cuánto de ese Ekarhe… de esa mierda hace falta para hacer la bomba?

– Un kilo, a lo mejor dos.

– No es mucho… para volar una ciudad entera.

– Volar no es la palabra más adecuada, Weber -puntualizó Voss-. Vaporizarla, más bien.

– Pásame ese schnapps.

– Harán falta años para construir esa cosa.

– A esas alturas nadaremos en sorbete.

Weber acabó la botella y se fue a la cama. Voss se quedó despierto y leyó la parte de su madre de la carta, que contenía descripciones detalladas de los eventos sociales y resultaba extrañamente reconfortante. Su padre, el general Heinrich Voss, apartado de la guerra en retiro forzoso, después de cometer el error de expresar sus opiniones acerca de la Orden del Comisario -según la cual todos los judíos o partisanos hallados en la campaña rusa habían de ser entregados a las SS para su «tratamiento»-, añadía una nota irascible a pie de página y una jugada de ajedrez. En esa ocasión su movimiento iba seguido de la palabra «jaque» y la línea: «Todavía no lo sabes pero te tengo dominado». Voss sacudió la cabeza, escéptico. No tuvo ni que pensar. Arrastró hacia sí la silla con el tablero, ejecutó el movimiento de su padre y después el suyo, que garabateó en una nota y metió en un sobre para el correo de la mañana.

A las 10:00 a.m. del 19 de noviembre dio inicio la primera conferencia del día con una discusión en torno a un mapa ampliado de Stalingrado y sus inmediaciones. No se había realizado ningún intento de alterar el mapa para representar el auténtico estado de la ciudad. Todo lo que mostraba era sectores limpiamente agrupados, rojo para los rusos, gris para los alemanes, como los distritos postales en tiempos de paz.

A las 10.30 los teletipos cobraron vida y empezaron a sonar los teléfonos. El general Zeitzler salió de la sala a atender una llamada y volvió al cabo de unos minutos con el anuncio de que se había desatado una ofensiva rusa a las 5:20 a.m. Mostró cómo una fuerza rusa de tanques se había abierto paso a través de los sectores rumanos y se dirigía en ese momento al sudeste hacia el río Don, y que se había desencadenado actividad a lo largo de todo el frente para mantener a las fuerzas alemanas en sus posiciones. Habían enviado un cuerpo Panzer al encuentro de la avanzada rusa. Todo estaba controlado. Voss realizó las alteraciones necesarias en el mapa. Volvieron a la situación de Stalingrado y dejaron a Zeitzler manoseando la banderita del cuerpo Panzer y pasándose una mano por su barbilla de lija.

Al mediodía del día siguiente llegó a Rastenburg la noticia de que había comenzado una segunda ofensiva rusa a gran escala al sur de Stalingrado, con tan gran número de tanques e infantería que resultaba inconcebible que Inteligencia no los hubiese puesto sobre aviso.

Enrollaron y recogieron el mapa de Stalingrado.

Estaba claro que las intenciones rusas eran el cerco completo al Sexto Ejército. Voss se sentía enfermo y vacío mientras Zeitzler lo arrastraba a él y a su memoria inagotable adondequiera que fuese. Acompañaba a Zeitzler en sus conversaciones telefónicas con el Führer y vomitaba información para que el jefe del Estado Mayor la empleara en una apuesta desesperada por recalcarle a Hitler lo angustioso de las circunstancias y la necesidad de permitir que el Sexto Ejército se retirase. El Führer paseaba a zancadas por el gran salón del Berghof maldiciendo a los eslavos y aporreando mesas hasta someterlas.

El domingo 22 de noviembre era el Totensonntag, el Día de Difuntos, y tras un oficio discreto oyeron que las dos fuerzas rusas estaban a punto de encontrarse y que el cerco era una conclusión cantada. El Führer salió del Berghofhacia Leipzig para volar hasta Rastenburg.

Mientras Voss acometía la tarea monumental de redactar las órdenes para el desalojo en fases del Sexto Ejército, el Führer detuvo su tren de camino a Leipzig y llamó a Zeitzler para prohibir expresamente cualquier retirada.