Firmado,
Remi Boncoeur
La nota tenía la tinta corrida y estaba amarillenta.
Entré por la ventana y allí estaba durmiendo con su novia, Lee Ann: dormían en una cama que él había robado en un barco mercante, según me dijo después; imagínese al mecánico de cubierta de un mercante deslizándose por encima de la borda en medio de la noche con una cama, y dirigiéndose después a base de remos hasta la costa. Esto explica un poco cómo era Remi Boncoeur.
El motivo por el que voy a ocuparme de todo lo que sucedió en Frisco es porque enlaza con todas las demás cosas de la carretera. Remi Boncoeur y yo nos habíamos conocido en la universidad años atrás; pero lo que realmente nos unió fue mi antigua mujer. Remi la conoció primero. Vino a mi dormitorio una noche y dijo:
– Paradise, levántate, ha venido a verte el viejo profesor.
Me levanté y cuando me puse los pantalones cayeron al suelo unas cuantas monedas. Eran las cuatro de la tarde; en la universidad solía pasarme el día entero durmiendo.
– De acuerdo, de acuerdo, pero no tires el dinero. He encontrado a la mejor chica del mundo y esta noche voy a ir con ella a la Guarida del León.
Y me arrastró fuera de allí para llevarme a conocerla. Una semana después la chica estaba saliendo conmigo. Remi era un francés alto y moreno (parecía un estraperlista marsellés); como era francés hablaba un americano burlesco; su inglés era perfecto, su francés era perfecto. Le gustaba vestir bien, un poco como un estudiante, y salía con rubias llamativas y gastaba un montón de dinero. Nunca me reprochó que le hubiera quitado a la chica; al contrario, eso siempre nos había unido aún más; era un amigo leal y me quería de verdad, Dios sabe por qué.
Cuando me lo encontré aquella mañana en Mili City estaba pasando esos días malos y deprimentes que tienen los jóvenes hacia los veinticinco años. Andaba a la espera de un barco, y para ganarse la vida trabajaba de vigilante en los barracones del otro lado del desfiladero. Su novia Lee Ann tenía una lengua muy larga y no había día en que no le llamara al orden. Se pasaban la semana entera ahorrando para salir los sábados a gastarse cincuenta dólares en sólo tres horas. Remi andaba por la casa en pantalones cortos y con un disparatado gorro militar en la cabeza. Lee Ann llevaba la cabeza llena de rulos. Vestidos así, se pasaban toda la semana riñendo. Nunca había oído tal cantidad de insultos en toda mi vida. Pero el sábado por la noche, sonriéndose amablemente uno al otro, salían como un par de personajes importantes de Hollywood y bajaban a la ciudad.
Remi se despertó y me vio entrar por la ventana. Su potente risa, una de las risas más potentes del mundo, resonó en mis oídos.
– ¡Aaaaah Paradise! Entra por la ventana siguiendo las instrucciones al pie de la letra. ¿Dónde has estado? Llegas con dos semanas de retraso. -Me dio palmadas en la espalda, le pegó un codazo a Lee Ann en las costillas, se apoyó en la pared y rió y gritó; dio puñetazos en la mesa para que todo Mili City se enterara de mi llegada-. ¡Aaaah! -resonaba por el desfiladero-. ¡Paradise! ¡El único y genuino Paradise! -gritaba.
Yo acababa de pasar por el pequeño pueblo pesquero de Sausalito y lo primero que dije fue:
– Debe haber un montón de italianos en Sausalito.
– ¡Debe haber un montón de italianos en Sausalito! -gritó con toda la fuerza de sus pulmones-. ¡Aaaaah! -se golpeó el pecho, cayó de la cama, casi rodó por el suelo-. ¿Has oído lo que ha dicho Paradise? ¿Que hay un montón de italianos en Sausalito? ¡Aaaah! ¡Venga! ¡Yupiiii! -se puso colorado como un pimiento de tanto reírse-. Me vas a matar, Paradise, eres el tipo más divertido del mundo, y ahora estás aquí, por fin has llegado, entró por la ventana, tú lo has visto, Lee Ann, siguió las instrucciones y entró por la ventana. ¡Aaaah! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!
Lo más raro era que en la puerta de al lado de Remi vivía un negro llamado señor Nieve, cuya risa, lo juro con la Biblia en la mano, era indudable y definitivamente la risa más potente de todo este mundo. Este señor Nieve empezaba a reírse cuando se sentaba a cenar y su mujer, una vieja también, decía algo sin importancia; entonces se levantaba, aparentemente sufriendo un ataque, se apoyaba en la pared, miraba al cielo, y empezaba; salía dando traspiés por la puerta, se apoyaba en las paredes de las casas de sus vecinos y parecía borracho de risa; se tambaleaba por las sombras de Mili City lanzando un alarido triunfante como si llamase al mismo demonio que debía inducirle a obrar así. No sé si alguna vez consiguió terminar de cenar. Existe la posibilidad de que Remi, aún sin advertirlo, se hubiera contagiado de la risa de este señor Nieve. Y aunque Remi tenía problemas en su trabajo y una vida amorosa difícil con una mujer de lengua muy afilada, por lo menos había aprendido a reírse mejor que casi ninguna otra persona del mundo, y en seguida comprendí que nos íbamos a divertir mucho en Frisco.
La situación era ésta: Remi dormía con Lee Ann en la cama, y yo dormía en la hamaca junto a la ventana. Yo no debía locar a Lee Ann. En una ocasión Remi soltó un discurso acerca de esto.
– No quiero encontraros jugando cuando creáis que no os estoy mirando. No se puede enseñar una nueva canción al viejo profesor. Es un refrán original mío.
Miré a Lee Ann. Era una chica tremendamente atractiva, una criatura color de miel, pero sus ojos reflejaban odio hacia nosotros. Ambicionaba casarse con un hombre rico. Procedía de un pueblecito de Oregón. Maldecía el día en que había conocido a Remi. En uno de sus espectaculares fines de semana, él había gastado cien dólares con ella, y pensó que había dado con un rico heredero. En vez de eso, estaba colgada en esta casa, y a falta de otra cosa seguía allí. Tenía un empleo en Frisco; tenía que coger diariamente el autobús Greyhound en el cruce. Nunca se lo perdonaría a Remi.
Yo me quedaría en casa y escribiría un brillante relato original para un estudio de Hollywood. Remi volaría en un avión estratosférico con el guión bajo el brazo y nos haríamos ricos; Lee Ann iría con él; se la presentaría al padre de un amigo suyo, que era un director famoso íntimo de W. C. Fields. Así que la primera semana permanecí en la casa de Mili City escribiendo furiosamente un siniestro relato sobre Nueva York que creía podría gustarle a un director de Hollywood, pero el problema era que resultó demasiado triste. Remi casi ni pudo leerlo y se limitó a llevarlo a Hollywood unas cuantas semanas después. Lee Ann estaba harta de nosotros y nos odiaba demasiado como para molestarse en leerlo. Pasé muchísimas horas lluviosas bebiendo café y haciendo garabatos. Por fin, le dije a Remi que no podía seguir así; quería un trabajo; dependía de ellos hasta para el tabaco. Una sombra cruzó el rostro de Remi: siempre le entristecían las cosas más divertidas. Tenía un corazón de oro.
Se las arregló para conseguirme el mismo trabajo que éclass="underline" vigilante de los barracones. Pasé por los trámites necesarios, y ante mi sorpresa los hijoputas me contrataron. El jefe de la policía local me tomó juramento, y me dieron una insignia, una porra, y ya era una especie de guarda jurado. Me pregunté lo que dirían Dean y Carlo y el viejo Bull Lee si me vieran así. Tenía que llevar unos pantalones azul marino a juego con mi chaqueta negra y un gorro de policía; durante las dos primeras semanas tuve que ponerme unos pantalones de Remi. Como Remi era tan alto, y tenía tripa debido a las voraces comidas que se atizaba para matar el aburrimiento, mi primera noche de trabajo parecía Charlie Chaplin. Remi me dio su linterna y su 32 automática.
– ¿Dónde conseguiste esta pistola? -le pregunté.
– Cuando venía hacia la costa el verano pasado bajé del tren en North Platte, Nebraska, para estirar las piernas, y la vi en un escaparate, y como es un modelo raro la compré en seguida y volví al tren con el tiempo justo.
Y yo traté de contarle lo que significaba para mí North Platte, y cómo compré whisky con mis compañeros, pero él me dio unas palmadas en la espalda y dijo que era el hombre más divertido del mundo.