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– Paradise -me respondió jadeando-, ya te he dicho muchas veces que el presidente Truman ha dicho que debemos reducir el coste de vida -y le oí alejarse gruñendo y resoplando en la oscuridad. Ya he descrito lo malo que era el sendero que llevaba a nuestra casa, cuesta arriba y cuesta abajo. Remi escondió los alimentos entre la alta yerba y regresó-. Sal, no puedo llevarlo todo yo solo. Voy a dividir la comida en dos cajas y me ayudarás.

– ¡Pero estoy de servicio!

– Yo vigilaré mientras no estás. Las cosas se están poniendo feas. Tenemos con acabar con esto del mejor modo posible, y no hay vuelta de hoja. -Se secó la cara-. ¡Puf! Te lo he repetido muchas veces, Sal, somos amigos y estamos metidos juntos en esto. No hay otro modo de hacerlo. Los Dostioffkis, la bofia, las Lee Anns, todos los canallas del mundo andan detrás de nosotros. Tenemos la obligación de evitar que nos impongan su modo de vida. Tienen un montón de modos para cazarnos aparte de sus asquerosas manos. Recuérdalo. No se puede enseñar al viejo profesor una nueva canción. Gingiol

– ¿Qué vamos a hacer con el asunto de nuestro embarque? -le pregunté finalmente. Llevábamos dos meses y medio haciendo estas cosas. Yo ganaba cincuenta y cinco dólares a la semana y le mandaba a mi tía una media de cuarenta. Sólo había pasado una noche en San Francisco durante todo este tiempo. Mi vida se limitaba a la casa, a las peleas de Remi y Lee Ann, y a las noches en los barracones.

Remi había desaparecido en la oscuridad en busca de la otra caja. Hice esfuerzos con él por aquella vieja carretera del Zorro. Apilamos los víveres, que llegaban hasta el techo, en la mesa de la cocina de Lee Ann. Ella se despertó y se frotó los ojos.

– ¿Sabes lo que el presidente Truman ha dicho?

Lee Ann estaba encantada. De repente empecé a darme cuenta de que en América todos somos unos ladrones natos. Yo mismo me estaba contagiando. Hasta empecé a inspeccionar las puertas para ver si estaban cerradas. Los otros policías empezaban a sospechar de nosotros; veían que no podían fiarse; su instinto infalible les decía lo que pasaba por nuestras mentes. Años de experiencia les habían enseñado a conocer a tipos como Remi y yo.

Durante el día, Remi y yo cogíamos la pistola e intentábamos cazar codornices en las colinas. Una vez Remi se arrastró hasta un metro de las cloqueantes aves y disparó su 32. Falló. Su potente risa resonó por los bosques de California y por América entera.

– Ha llegado el momento de que tú y yo vayamos a ver al Rey de las Bananas.

Era sábado; nos arreglamos y bajamos hasta la estación de autobuses del cruce. Llegamos a Frisco y callejeamos. Las risotadas de Remi resonaban en todos los sitios a los que íbamos.

– Tienes que escribir un relato sobre el Rey de las Bananas -me advirtió-. No engañes al viejo profesor poniéndote a escribir sobre otra cosa. El Rey de las Bananas es el tema obligatorio. Ahí tenemos al Rey de las Bananas.

El Rey de las Bananas era un viejo que vendía plátanos en la esquina. Yo me aburría, pero Remi me dio un codazo en las costillas y hasta me agarró por el cuello de la camisa.

– Cuando escribas sobre el Rey de las Bananas escribirás realmente sobre cosas de interés humano.

Le dije que me la sudaba el Rey de las Bananas.

– Hasta que no comprendas la importancia del Rey de las Bananas no sabrás de nada acerca de las cosas de interés humano que hay en el mundo -dijo Remi enfáticamente.

Había un viejo carguero oxidado en la bahía que servía de baliza. Remi estaba empeñado en ir remando hasta él, así que una tarde Lee Ann preparó la merienda y alquilamos un bote y fuimos hasta él. Remi llevó algunas herramientas. Lee Ann se desnudó y se tumbó a tomar el sol en el puente. Yo la observaba desde la toldilla. Remi bajó a la sala de máquinas y daba martillazos buscando unos revestimientos de cobre inexistentes. Me senté en la cámara de oficiales que estaba hecha una pena. Era un barco muy viejo y había sido construido con cariño, tenía hermosas tallas de madera y arquetas empotradas. Era el fantasma del San Francisco de Jack London. Soñé en aquella soleada cámara. Ratas corrían por la despensa. Una vez, hacía tiempo, aquí había comido un capitán de ojos azules.

Bajé a reunirme con Remi en las entrañas del barco. Él tiraba de todo lo que le parecía medio suelto.

– No hay nada -me dijo-. Creí que habría cobre, pensaba que por lo menos quedaría alguna vieja tuerca. Este barco ha sido saqueado por una banda de ladrones.

El barco llevaba años en la bahía. El cobre había sido robado por una mano que ya ni era mano.

– Me gustaría -le dije a Remi-, dormir en este viejo barco alguna de estas noches, cuando haya niebla y todo cruja y se oiga el chapoteo de las boyas.

Remi estaba asombrado; su admiración hacia mí se duplicó.

– Sal -me dijo-, te daré cinco dólares si tienes el valor de hacer eso. ¿No te das cuenta que esto puede estar habitado por los espíritus de sus antiguos capitanes? No sólo te daré cinco dólares. Además te traeré remando hasta aquí, te prepararé la comida y te proporcionaré mantas y una vela.

– De acuerdo -le respondí.

Remi corrió a decírselo a Lee Ann. Me apetecía mucho subir hasta un mástil y dejarme caer encima de ella, pero mantuve la promesa hecha a Remi. Aparté la vista.

Entretanto comencé a ir a Frisco más a menudo; probé todo lo que dicen los libros que hay que hacer para ligar a una chavala. Hasta pasé una noche entera con una en el banco de un parque sin éxito. Era una rubia de Minnesota. Había muchísimos maricas. Fui varias veces a Frisco con la pistola y cuando en el retrete de un bar se me acercaba un marica sacaba la pistola y decía:

– ¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? -y el tipo salía disparado.

Nunca entendí por qué hacía eso; conozco a maricas de todo el país. Debía tratarse de la soledad de San Francisco y del hecho de que tenía una pistola. Tenía que enseñársela a alguien. Pasaba junto a una joyería y tuve el súbito impulso de romper el cristal del escaparate, apoderarme de los anillos y pulseras más caros, y correr a regalárselos a Lee Ann. Después nos largaríamos juntos a Nevada. Había llegado el momento de marcharme de Frisco o me volvería loco.

Escribí largas cartas a Dean y Carlo, que ahora estaban en casa del viejo Bull en un delta de Texas. Decían que estaban dispuestos a venir a reunirse conmigo a Frisco en cuanto esto y lo otro estuviera listo. Entretanto todo comenzó a desplomarse entre Remi y Lee Ann y yo. Llegaron las lluvias de setiembre y con ellas arreciaron los líos. Remi había volado a Hollywood con Lee Ann, llevando mi triste y estúpido guión de cine y no pasó nada. El famoso director estaba borracho y no les hizo ningún caso; anduvieron por la playa de Malibú rondando la mansión del tipo; riñeron delante de otros invitados; volvieron en avión.

Lo que terminó por colmar el vaso fueron las carreras de caballos. Remi reunió todos sus ahorros, unos cien dólares, me prestó uno de sus trajes, cogió a Lee Ann del brazo, y nos llevó al hipódromo del Golden Gate, cerca de Richmond, al otro lado de la bahía. Para demostrar el buen corazón que tenía, cogió la mitad de los víveres robados, los metió en una enorme bolsa de papel marrón y se los llevó a una pobre viuda que conocía en Richmond y que vivía en un grupo de casas muy parecido al nuestro con mucha ropa tendida al sol de California. Fuimos con él. Había muchos niños tristes y harapientos. La mujer le dio las gracias. Era la hermana de un marino al que Remi conocía vagamente.

– No es nada, señora Carter -dijo Remi con su tono más elegante y educado-. Hay de sobra en el sitio de donde viene.

Proseguimos hasta el hipódromo. Hizo increíbles apuestas de veinte dólares a ganador, y antes de la séptima carrera lo había perdido todo. Con los dos últimos dólares que nos quedaban para comer algo hizo una nueva apuesta y también perdió. Tuvimos que volver a Frisco haciendo autostop. Me encontraba otra vez en la carretera. Un señor nos cogió en su rutilante coche. Yo me senté delante con él. Remi intentaba contarle no sé qué historia de que había perdido la cartera en la tribuna principal del hipódromo.