13
Durante los quince días siguientes permanecimos juntos para bien o para mal. Cuando despertamos decidimos hacer autostop juntos hasta Nueva York; ella sería mi novia en la ciudad. Me imaginé que tendría grandes complicaciones con Dean y Marylou y todo el mundo: una nueva época. Pero antes teníamos que trabajar y ganar dinero suficiente para el viaje. Terry estaba dispuesta a emprenderlo de inmediato con los doce dólares que me quedaban. No me gustaba la idea. Y como un maldito estúpido, consideré el problema durante un par de días mientras leíamos los anuncios de los extraños periódicos de LA -unos periódicos que yo nunca había visto en la vida- en cafeterías y bares, hasta que mis doce dólares se redujeron sólo a diez. Eramos muy felices en nuestro pequeño cuarto del hotel. En mitad de la noche, me levantaba porque no podía dormir, echaba la manta sobre el moreno hombro de la chiquilla, y examinaba la noche de LA. ¡Qué noches más brutales, calientes y llenas de sirenas eran! Una vieja pensión miserable de enfrente fue el escenario de una tragedia. El coche patrulla se detuvo y los policías interrogaban a un viejo de pelo gris. Llegaban sollozos de dentro. Lo oía todo junto al zumbido del anuncio de neón de mi hotel. Nunca me había sentido más triste en toda mi vida. LA es la ciudad más solitaria y la más brutal de toda América; Nueva York tiene un frío en invierno que te cala hasta los huesos, pero se nota cierta cordialidad en algunas de sus calles. LA es la jungla.
South Main Street, la calle por la que Terry y yo paseábamos comiendo perritos calientes, era un carnaval fantástico de luces y brutalidad. Policías de botas altas registraban a la gente casi en cada esquina. Los tipos más miserables del país pululaban por la aceras; todo eso, bajo aquellas suaves estrellas del sur de California que se pierden en el halo pardo del enorme campamento del desierto que es realmente LA. Se podía oler a tila, yerba, es decir marijuana, que flotaba en el aire junto a los chiles y la cerveza. El salvaje y enorme sonido del bop salía de las cervecerías; mezclado en la noche norteamericana con popurrís de música vaquera y boogie-woogie. Todos se parecían a Hassel. Negros violentos siempre riendo con gorras, bop y barba de chivo; después estaban los hipsters de pelo largo, completamente hundidos, que parecía que acababan de llegar de Nueva York por la ruta 66; después estaban las viejas ratas del desierto que llevaban paquetes y se dirigían a algún banco de la plaza; después estaban los ministros metodistas con mangas deshilachadas, y algún ocasional santo naturista muy joven con barba y sandalias. Hubiera querido conocerlos a todos, hablar con todos, pero Terry y yo estábamos demasiado ocupados intentando conseguir algo de dinero.
Fuimos a Hollywood para intentar trabajar en el drugstore del cruce de Sunset y Vine. ¡Vaya esquina! Enormes familias del contorno que se habían bajado de viejos coches permanecían en la acera esperando ver alguna estrella de cine, y la estrella de cine nunca aparecía. Cuando pasaba un coche lujoso se estiraban en el bordillo mirando con avidez: un tipo con gafas negras iba dentro junto a una rubia enjoyada.
– ¡Es Don Ameche! ¡Es Don Ameche!
– ¡No, no! ¡Es George Murphy! ¡Sí, George Murphy!
También andaban por allí, mirándose unos a otros, apuestos maricas muy jóvenes que habían ido a Hollywood para ser vaqueros. Se humedecían las cejas con el dedo mojado en saliva. Las chicas más guapas del mundo pasaban con sus pantalones; habían llegado para ser estrellas y acababan en las casas de citas. Terry y yo intentamos encontrar trabajo en un cine al aire libre. Pero no hubo modo. Hollywood Boulevard era un tremendo frenesí de coches; había pequeños accidentes por lo menos a cada minuto; todos corrían hacia la última palmera… y después estaba el desierto y la nada. Los ligones de Hollywood permanecían delante de ostentosos restaurantes, discutiendo exactamente como discuten los ligones de Broadway ante el Jacobs Beach, en Nueva York, sólo que aquí llevaban trajes ligeros y su lenguaje era más ridículo. Altos, cadavéricos predicadores, desfilaban también. Mujeres gordas y chillonas cruzaban el bulevar corriendo para ocupar un puesto en la cola de los programas de radio. Vi a Jerry Colonna comprando un coche en Buick Motors; estaba dentro del enorme escaparate atusándose el bigote. Terry y yo comimos en una cafetería del centro que estaba decorada como una gruta, con tetas de metal surgiendo por todas partes y enormes e impersonales nalgas pertenecientes a deidades marinas y neptunos muy falsos. La gente comía lúgubremente junto a cascadas, con el rostro verde de tristeza marina. Todos los policías de LA parecen guapos gigolos; evidentemente habían venido a la ciudad a hacer cine. Todo el mundo había venido a hacer cine, hasta yo. Finalmente Terry y yo nos vimos obligados a buscar trabajo en South Main Street, entre los derrotados mozos y las chicas que lavaban platos y que no hacían ningún esfuerzo por disimular su fracaso, pero ni siquiera allí lo encontramos. Todavía nos quedaban diez dólares.
– Tío, voy a recoger mi ropa a casa de mi hermana y haremos autostop hasta Nueva York -dijo Terry-. Vamos, tío. Podemos nacerlo. Si no sabes bailar el boogie te enseñaré yo. -Esta última frase era de una canción que cantaba sin parar.
Fuimos a casa de su hermana en el miserable barrio mexicano de más allá de Alameda Avenue. Yo esperé en un callejón oscuro pues su hermana no debía verme. Pasaban perros. Había muy pocas luces iluminando las miserables callejas. Oí que Terry y su hermana discutían en la noche suave y caliente. Estaba decidido a todo.
Terry apareció y me llevó de la mano hasta Central Avenue, que es la zona principal de la gente de color de LA. ¡Y vaya sitio más tremendo! Había bares de mala muerte con el tamaño justo para una máquina de discos, y en la máquina sólo sonaban blues, bop y jump. Subimos unas sucias escaleras y llegamos a casa de Margarina, una amiga de Terry, que tenía que devolverle una falda y un par de zapatos. Margarina era una mulata deliciosa; su marido era negro como el carbón y amable. En seguida salió y trajo una botella de whisky para agasajarme adecuadamente. Intenté pagar una parte, pero dijo que no. Tenían dos hijos pequeños. Los niños saltaban encima de la cama; era su cuarto de juegos. Me echaron los brazos al cuello y me miraron asombrados. La noche sonora y salvaje de Central Avenue -la noche de «Central Avenue Breakdown» de Hamp- aullaba y alborotaba fuera. Había canciones en los portales, canciones en las ventanas, canciones por todas partes. Terry cogió su ropa y dijimos adiós. Fuimos a uno de los bares y pusimos discos en la máquina. Una pareja de negros me susurró al oído algo acerca de tila. Un dólar. Dije que de acuerdo, que la trajera. El contacto entró y me indicó que le siguiera a los retretes del sótano, donde me quedé mudo cuando dijo:
– Cógelo, tío, cógelo.
– ¿Coger qué? -dije yo.
Él ya tenía mi dólar. Le asustaba hasta señalar el suelo. Allí había algo que parecía como un pequeño chorizo de mierda. El tipo era absurdamente cauteloso.
– Tengo que tener cuidado, las cosas se han puesto jodidas la pasada semana -dijo.
Cogí el pitillo envuelto en papel marrón y volví junto a Terry, y nos fuimos a la habitación del hotel dispuestos a ponernos altos. No sucedió nada. Era tabaco Bull Durham. Me pregunté por qué no tenía más cuidado con mi dinero.
Terry y yo teníamos que decidir ya y de una vez por todas qué hacer. Decidimos hacer autostop hasta Nueva York con el dinero que nos quedaba. Ella había conseguido cinco dólares de su hermana aquella noche. Teníamos unos trece o algo menos. Así que antes de que venciera de nuevo el alquiler diario de la habitación, empaquetamos nuestras cosas y cogimos un coche rojo hasta Arcadia, California, donde, situado bajo montañas coronadas de nieve, está el hipódromo de Santa Anita. Era de noche. Nos dirigíamos hacia el interior del continente americano. Cogidos de la mano caminamos varios kilómetros carretera adelante para dejar atrás la zona poblada. Era un sábado por la noche. Estuvimos bajo una luz con los pulgares extendidos. Hasta que de repente empezaron a pasar coches llenos de chicos jóvenes gritando y agitando banderas.