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– ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ganamos! ¡Ganamos! -gritaban.

Entonces nos abuchearon divertidísimos al ver a un chico y una chica en la carretera. Pasaron docenas de coches de ésos llenos de caras jóvenes y «guturales voces juveniles», como dice el refrán. Los odiaba a todos. ¿Quiénes se creían que eran para abuchear a los que estaban en la carretera? ¿Es que por ser estudiantes traviesos y porque sus padres trinchaban el roast beef los domingos por la tarde tenían derecho a ello? ¿Quiénes eran ellos para burlarse de una chica en una situación difícil con el hombre al que quería? Nosotros nos ocupábamos de nuestras cosas. Pero no había modo de que nos cogiese nadie. Tuvimos que caminar de regreso a la ciudad, y lo peor de todo es que necesitábamos tomar un café y tuvimos la desgracia de ir a parar al único sitio abierto, una heladería para estudiantes, y todos los chicos estaban allí y nos recordaban. Ahora veían que Terry era mexicana, una paleta de Pachuco; y que el tipo que la acompañaba era algo peor todavía.

Con su preciosa nariz orgullosamente levantada Terry salió de allí y caminamos juntos en la oscuridad, al lado de la cuneta de la autopista. Yo llevaba las bolsas. Respirábamos niebla en el frío aire nocturno. Finalmente, decidí esconderme del mundo con ella una noche más, ¡que se fuera al diablo el día siguiente! Fuimos a un motel y conseguimos una pequeña suite confortable por unos cuatro dólares -ducha, toallas, radio, de todo-. Nos abrazamos estrechamente. Hablamos larga y seriamente y nos duchamos y discutimos de nuestras cosas, primero con la luz encendida y después apagada. Había algo que estaba demostrándose. La estaba convenciendo de algo, y ella aceptó, y firmamos el pacto en la oscuridad, sin aliento, luego contentos, como corderillos.

Por la mañana nos aferramos audazmente a nuestro nuevo plan. Cogeríamos un autobús hasta Bakersfield y trabajaríamos en la vendimia. Tras unas cuantas semanas haciendo eso nos dirigiríamos a Nueva York del modo adecuado: en autobús. Fue maravillosa la tarde del viaje a Bakersfield con Terry: nos sentamos en la parte de atrás, relajados, charlando, viendo desfilar el campo y sin preocuparnos de nada. Llegamos a Bakersfield al caer la tarde. El plan consistía en abordar a todos los mayoristas de frutas de la ciudad. Terry dijo que durante la vendimia viviríamos en tiendas de campaña. La idea de vivir en una tienda y recoger uva en las frescas mañanas californianas me atraía mucho. Pero no había trabajo, y sí mucha confusión, y todos nos daban indicaciones y ningún trabajo se materializó. Con todo, cenamos en un restaurante chino y volvimos a la tarea con nuevas fuerzas. Cruzamos la frontera hasta un pueblo mexicano. Terry parloteó con sus hermanos de raza preguntando por un trabajo. Ya era de noche y la calle del pequeño pueblo mexicano resplandecía de luz: cines, puestos de fruta, máquinas tragaperras, tiendas de precio único y cientos de destartalados camiones y coches destrozados llenos de barro aparcados por todas partes. Pululaban por allí familias enteras de vendimiadores mexicanos comiendo palomitas de maíz. Terry hablaba con todo el mundo. Empezaba a desesperarme. Lo que yo necesitaba -y Terry también- era un trago, Así que compramos un litro de oporto californiano por treinta y cinco centavos y fuimos a beber a los depósitos del ferrocarril. Encontramos un sitio donde los vagabundos habían hecho agujeros para encender fuego. Nos sentamos allí y bebimos. A nuestra izquierda había vagones de carga, tristes y manchados de rojo bajo la luna; enfrente estaban las luces de Bakersfield y su aeropuerto; a nuestra derecha, un enorme cobertizo de aluminio. Era una noche agradable, una noche caliente, una noche de beber vino, una noche de luna, una noche para abrazar a tu novia y charlar y desentenderse de todo lo demás y pasarlo bien. Que fue lo que hicimos. Terry bebió bastante, casi tanto o más que yo, y habló sin parar hasta medianoche. No nos movimos de aquellos agujeros. Ocasionalmente pasaban vagabundos, madres mexicanas con sus hijos pasaban también, y el coche patrulla de la pasma también vino a vigilar, y un policía se bajó a echar un vistazo; pero la mayor parte del tiempo estuvimos solos y unimos nuestras almas cada vez más hasta que hubiera sido terriblemente duro decirse adiós. A medianoche nos levantamos y nos dirigimos a la autopista.

Terry tenía una nueva idea. Iríamos haciendo autostop hasta Sabinal, su pueblo natal, y viviríamos en el garaje de su hermano. Yo estaba de acuerdo en ello, y en cualquier otra cosa. En la carretera, hice que Terry se sentara sobre mi saco para que pareciera una mujer en apuros y en seguida se detuvo un camión y corrimos hacia él alborozados. El hombre era un buen hombre; su camión era pobre. Avanzó ruidosa y torpemente por el valle. Llegamos a Sabinal en las tristes horas anteriores al alba. Yo había terminado el vino mientras Terry dormía, y estaba pasadísimo. Bajamos del camión y caminamos hacia la tranquila plazuela del pequeño pueblo californiano: un apeadero junto a la frontera. Fuimos en busca de un amigo del hermano de Terry que nos diría dónde estaba éste. No había nadie en casa. Cuando empezaba a amanecer me tumbé de espaldas sobre el césped de la plazuela del pueblo y repetía una y otra vez y otra:

– ¿Por qué no quieres decirme lo que ha hecho en Weed? ¿Qué ha hecho en Weed? ¿Dime que hizo? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Qué ha hecho en Weed?

Eran frases de la película La fuerza bruta, cuando Burgess Meredith habla con el capataz del rancho. Terry se reía. Le parecía bien todo lo que yo hacía. Hubiera podido seguir tumbado allí hasta que las beatas vinieran a la iglesia y no le habría importado. Pero finalmente decidí que debíamos arreglarnos para ver a su hermano, y la llevé a un viejo hotel cerca de las vías y nos metimos en la cama.

Por la mañana, luminosa y soleada, Terry se levantó pronto y fue a buscar a su hermano. Dormí hasta mediodía; cuando me asomé a la ventana de repente vi un tren de carga con cientos de vagabundos tumbados en las plataformas, todos muy alegres con sus bultos por almohadas y leyendo tebeos, y algunos comiendo las ricas uvas californianas recogidas sobre la marcha.

– ¡Hostias! -grité-. Esto es la tierra prometida.

Todos venían de Frisco; dentro de una semana regresarían en el mismo plan, a lo grande.

Terry llegó con su hermano, el amigo de éste, y su hijo. Su hermano era un mexicano bastante dado a la priva, un buen tipo. Su amigo era un enorme mexicano gordo y fofo que hablaba inglés sin demasiado acento y se mostraba muy deseoso de agradar. Noté que miraba a Terry con muy buenos ojos. El hijo de ésta se llamaba Johnny, tenía siete años, ojos oscuros y dulces. Bueno, aquí estábamos, y empezó otro día disparatado.

El hermano se llamaba Rickey. Tenía un Chevvy del año 38. Nos amontonamos en él y partimos con rumbo desconocido.

– ¿Adónde vamos? -pregunté.

El amigo me lo explicó (se llamaba Ponzo, o así le llamaban todos). Apestaba. Descubrí por qué. Se dedicaba a vender estiércol a los granjeros; tenía un camión. Rickey siempre tenía tres o cuatro dólares en el bolsillo y se la sudaba todo. Siempre decía:

– Muy bien, hombre, allá vamos… ¡vamos allá! ¡vamos allá! -y allá iba. Se lanzó a más de cien por hora en el viejo trasto. Íbamos a Madera, pasado Fresno, a ver a unos granjeros para el estiércol. Rickey tenía una botella.

– Hoy beberemos, mañana trabajaremos. ¡Vamos hombre, pégale un toque!

Terry iba sentada detrás con su hijo; me volví hacia ella y vi reflejada en su rostro la alegría de estar de nuevo en casa. Ante nosotros corría locamente el hermoso campo verde del octubre californiano. Yo estaba encantado otra vez y dispuesto a lo que fuera.