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– Estupendo, estupendo, no hay nada mejor. Yo llevo tres días sin comer. Y viviré ciento cincuenta años.

Era un montón de huesos, un muñeco roto, un palo escuálido, un maníaco. Podría haberme recogido un hombre gordo y rico que me propusiera:

– Vamos a pararnos en este restaurante y comer unas chuletas de cerdo con guarnición.

Pero no. Aquella mañana tenía que cogerme un maníaco que creía que el ayuno controlado mejoraba la salud. Tras ciento cincuenta kilómetros se mostró indulgente y sacó unos emparedados de mantequilla, de la parte trasera del coche. Estaban escondidos entre su muestrario de viajante. Vendía artículos de fontanería por Pennsylvania. Devoré el pan y la mantequilla. De pronto, me empecé a reír. Estaba solo en el coche esperando por él que hacía visitas de negocios en Allentown, y reí y reí. ¡Dios mío! Estaba cansado y aburrido de la vida. Pero aquel loco me llevó hasta Nueva York.

De repente, me encontré en Times Square. Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square; y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido: cogiendo, arrebatando; dando, suspirando, muriendo sólo para ser enterrados en esos horribles cementerios de más allá de Long Island. Las elevadas torres del país, el otro extremo del país, el lugar donde nace la América de Papel. Me detuve a la entrada del metro reuniendo valor para coger la hermosísima colilla que veía en el suelo, y cada vez que me agachaba la multitud pasaba apresurada y la apartada de mi vista, hasta que por fin la vi aplastada y desecha. No tenía dinero para ir a casa en autobús. Paterson está a unos cuantos kilómetros de Times Square. ¿Podía imaginarme caminando esos últimos kilómetros por el túnel de Lincoln o sobre el puente de Washington hasta Nueva Jersey? Estaba anocheciendo. ¿Dónde estaría Hassel? Anduve por la plaza buscándole; no lo encontré, estaba en la isla de Riker, entre rejas. ¿Y Dean? ¿Y los demás? ¿Y la vida misma? Tenía una casa donde ir, un sitio donde reposar la cabeza y calcular las pérdidas y calcular las ganancias, pues sabía que había de todo. Necesitaba pedir unas monedas para el autobús. Por fin, me atreví a abordar a un sacerdote griego que estaba parado en una esquina. Me dio veinticinco centavos mirando nerviosamente a otro lado. Corrí inmediatamente al autobús.

Llegado a casa devoré todo lo que había en la nevera. Mi tía se levantó y me miró.

– Pobre Salvatore -dijo en italiano-. Estás delgado, muy delgado. ¿Dónde has andado todo este tiempo?

Había llegado con dos camisas y dos jerseys encima; mi saco de lona contenía los pantalones que había destrozado en los campos de algodón y los maltrechos restos de mis huaraches. Mi tía y yo decidimos comprar un frigorífico eléctrico nuevo con el dinero que le había mandado desde California; sería el primero que habría en la familia. Se acostó, y yo no me podía dormir y fumaba sin parar tendido en la cama. Mi manuscrito a medio terminar estaba encima de la mesa. Era octubre, estaba en casa, podía trabajar de nuevo. Los primeros vientos fríos sacudían la persiana; había llegado justo a tiempo. Dean se había presentado en mi casa, había dormido varias noches aquí esperándome; pasó varias tardes charlando con mi tía mientras ella trabajaba en la alfombra que tejía con las ropas que la familia iba desechando a lo largo de los años. Ahora estaba terminada y extendida en el suelo de mi dormitorio, compleja y rica como el propio paso del tiempo; finalmente, Dean se había ido dos días antes de mi llegada, cruzándose conmigo probablemente en algún lugar de Pennsylvania u Ohio, camino de San Francisco. Tenía allí su propia vida; Camille acababa de conseguir un apartamento. Nunca se me había ocurrido ir a verla mientras vivía en Mili City. Ahora era demasiado tarde y también había perdido a Dean.

SEGUNDA PARTE

1

Pasó más de un año antes de que volviera a ver a Dean. Durante todo ese tiempo permanecí en casa, terminé mi libro y empecé a ir a la facultad gracias a la ley de veteranos de guerra. En Navidades de 1948 mi tía y yo fuimos cargados de regalos a visitar a mi hermano en Virginia. Me había escrito con Dean y me dijo que volvía otra vez al Este; y yo le contesté que si era así podría encontrarme en Testament, Virginia, entre Navidades y Año Nuevo. Y un día, cuando todos nuestros parientes sureños estaban sentados en la sala de Testament, hombres y mujeres tristes con el viejo polvo sureño en los ojos que hablaban en voz baja y quejosa del tiempo, la cosecha y esa cansada recapitulación general de quién había tenido hijos, quién se había hecho una casa nueva, y cosas así, un Hudson 49 cubierto de barro se detuvo en la sucia carretera de delante de la casa. No tenía ni idea de quiénes eran. Un joven cansado, musculoso y sucio, en camiseta, sin afeitar, con los ojos irritados, llegó al porche y tocó el timbre. Abrí la puerta y de repente me di cuenta de que era Dean. Había viajado desde San Francisco hasta la puerta de mi hermano Rocco en Virginia, y en un tiempo asombrosamente corto, porque yo le había dicho en mi última carta dónde me encontraba. Dentro del coche vi a dos personas durmiendo.

– ¡Hostias! ¡Dean! ¿Quién está en el coche?

– Hola, hola, tío, son Marylou. Y Ed Dunkel. Necesitamos inmediatamente un sitio donde lavarnos. Estamos cansadísimos.

– ¿Pero cómo habéis venido tan rápido?

– ¡Ah, tío, el Hudson vuela!

– ¿Dónde lo conseguiste?

– Lo compré con mis ahorros. He trabajado en el ferrocarril y ganaba cuatrocientos dólares al mes.

La confusión fue total durante la hora siguiente. Mis parientes del Sur no tenían ni idea de lo que pasaba, o de quién o qué eran Dean, Marylou y Ed Dunkel; estaban atontados. Mi tía y mi hermano Rocky fueron a la cocina a consultar. Había, en total, once personas en la pequeña casa sureña. Y no sólo eso, pues mi hermano había decidido hacía poco cambiarse de casa y ya se habían llevado la mitad de los muebles; él, su mujer y su hijo iban a instalarse en un sitio más cerca de Testament. Habían comprado muebles nuevos para la sala de estar y los viejos serían para la casa de mi tía en Paterson, aunque todavía no estaba decidido cómo se haría el traslado. En cuanto Dean se enteró de esto se ofreció a llevarlos en su Hudson. Él y yo llevaríamos los muebles a Paterson en un par de viajes rapidísimos y volveríamos por mi tía después del segundo. Eso nos ahorraría un montón de dinero y de problemas. Quedamos de acuerdo en eso. Mi cuñada preparó un banquete y los tres viajeros se sentaron a comer. Marylou no había dormido desde Denver. Me parecía que ahora era mayor y estaba más guapa.

Me enteré de que Dean había vivido perfectamente con Camille en San Francisco desde aquel otoño de 1947; tenía un trabajo en el ferrocarril y ganó un montón de dinero. Se convirtió en padre de una niña muy mona, Amy Moriarty. Después, y de repente, un día perdió la cabeza mientras paseaba por una calle. Vio un Hudson del 49 en venta y corrió al banco por todos sus ahorros. Compró el coche en el acto. Ed Dunkel estaba con él. Ahora no tenían ni un centavo. Dean trató de tranquilizar a Camille y dijo que regresaría dentro de un mes.