No sabíamos de qué hablaba. Cogió el volante y condujo el resto del camino a través del estado de Texas, unos ochocientos kilómetros, directamente hasta El Paso, llegando al amanecer y sin parar nada más que una sola vez para desnudarse, cerca de Ozona, y saltar y gritar entre los matorrales. Los coches pasaban zumbando y no le veían. Se escurrió dentro del coche otra vez y volvió a conducir.
– Ahora Sal, y tú también, Marylou, quiero que hagáis lo mismo que yo, quitaos toda la ropa. ¿Qué sentido tiene? Es lo que os estoy diciendo. Vuestros cuerpos tienen que tomar el sol. ¡Vamos! -íbamos hacia el Oeste, rumbo al sol; sus rayos llegaban a través del parabrisas-. Ofreced el vientre al sol.
Marylou obedeció; yo también pero más a desgana. Nos sentamos los tres en el asiento delantero. Marylou sacó crema y nos la aplicó en broma. De cuando en cuando nos cruzábamos con un gran camión; desde su alta cabina el conductor tenía una fugaz visión de una dorada beldad sentada desnuda entre dos hombres también desnudos; podía vérseles por la ventanilla trasera hacer eses durante unos momentos mientras se alejaban. Cruzábamos grandes llanuras cubiertas de matorrales, ya sin nieve. En seguida estuvimos en las rocas anaranjadas del Pecos Canyon. En el cielo se abrían lejanías azules. Bajamos del coche para ver unas ruinas indias. Dean lo hizo completamente desnudo. Marylou y yo nos pusimos los abrigos. Anduvimos entre las viejas piedras saltando y gritando. Unos turistas vieron a Dean desnudo en la llanura; no creían lo que veían sus ojos y se alejaron aturdidos.
Dean y Marylou aparcaron el coche cerca de Van Horn y follaron mientras yo dormía. Me desperté precisamente cuando rodábamos por el tremendo valle de Río Grande, a través de Clint e Ysleta hacia El Paso. Marylou saltó al asiento trasero, yo al delantero y continuamos la marcha. A nuestra izquierda, pasamos los vastos espacios de Río Grande, estaban las áridas y rojizas montañas de la frontera mexicana, la tierra de los tarahumaras; un suave crepúsculo jugaba en las cimas. Delante se veían las lejanas luces de El Paso y Juárez, sembradas por un inmenso valle tan grande que se podían ver varios trenes humeando al mismo tiempo en diversas direcciones como si aquello fuera el Valle del Mundo. Descendimos a él.
– ¡Clint, Texas! -dijo Dean. Había sintonizado en la radio la estación de Clint. Cada cuarto de hora ponían un disco; el resto del tiempo emitían anuncios de cursos por correspondencia-. Este programa se difunde por todo el Oeste -exclamó Dean excitado-. Tío, solía escucharlo noche y día en el reformatorio y en la cárcel. Todos escribíamos. Obtienes un diploma de segunda enseñanza por correo si pasas los exámenes. No hay joven matón del Oeste que no escriba en alguna u otra ocasión; no se oye otra cosa por la radio; sintonizas la radio en Sterling, Colorado, Lusk, Wyoming, no importa dónde, y allí está Clint, Texas, Clint Texas. Y la música siempre es música hillbilly y mexicana, es el peor programa de toda la historia del país y nadie puede remediarlo. Cuentan con una red potentísima; tienen cubierta toda la región. -Vimos la alta antena pasadas las casas de Clint-. ¡Oh, tío, la de cosas que te podría contar! -exclamó Dean, casi sollozando. Con la mirada puesta en Frisco y la costa, entramos en El Paso cuando se hacía de noche, y sin un centavo. Era imprescindible que consiguiéramos algo de dinero para gasolina o nunca llegaríamos.
Lo intentamos todo. Fuimos a una agencia de viajes, pero aquella noche no iba nadie al Oeste. La agencia de viajes es el sitio adónde se va a obtener asiento en un coche a cambio de compartir el precio de la gasolina, cosa legal en el Oeste. Siempre hay esperando tipos miserables con maletas destrozadas. Fuimos a la estación de los autobuses Greyhound para tratar de convencer a alguien de que nos diera el dinero en lugar de adquirir un billete para el Oeste. Pero fuimos demasiado vergonzosos para acercarnos a nadie. Nos paseamos melancólicamente por allí. Afuera hacía frío. Un estudiante se puso a sudar cuando vio a la atractiva Marylou e hizo grandes esfuerzos por disimularlo. Dean y yo nos consultamos la cosa y decidimos que no éramos macarras. En esto, un muchacho alocado y bruto, recién salido del reformatorio, se nos pegó, y él y Dean fueron a tomar una cerveza.
– ¡Venga, tío! Podemos pegarle a alguien un palo en la cabeza y cogerle dinero.
– ¡Tú eres mi hombre! -respondió Dean. Se alejaron rápidamente. Durante un momento me quedé preocupado; pero Dean sólo quería ver las calles de El Paso con el chico y divertirse un poco.
Marylou y yo esperamos en el coche. Ella me rodeó con sus brazos.
– ¡Coño! ¡Espera hasta que lleguemos a Frisco! -le dije.
– No me importa. De todos modos Dean me va a dejar.
– ¿Cuándo vas a volver a Denver?
– No lo sé. Me da lo mismo no ir. Podría volver al Este contigo.
– Tendremos que conseguir algo de dinero en Frisco.
– Conozco un restaurante donde podrías encontrar trabajo de cajero, y yo de camarera. También sé de un hotel donde nos fiarían. Seguiremos juntos. ¡Vaya! Me estoy poniendo triste.
– ¿Por qué estás triste, Lou?
– Por todo. ¡Joder! Me gustarla que Dean no estuviera tan loco -Dean venía hacia nosotros haciendo guiños y riéndose. Se metió en el coche.
– Vaya tipo más loco. Pero conozco a miles de tipos así, todos iguales, sus cabezas funcionan igual, ¡oh! las infinitas ramificaciones, no hay tiempo, no hay tiempo… -y puso el coche en marcha, se inclinó sobre el volante, y dejamos atrás El Paso-. Tenemos que recoger autostopistas. Estoy seguro de que encontraremos a alguien. ¡Allá vamos! ¡Adelante! -gritó a los de otro coche-. ¡Paso! -añadió y les adelantó y evitó a un camión y salimos de las afueras de la ciudad.
Al otro lado del río se veían las brillantes luces de Juárez y las tristes tierras áridas y las brillantes estrellas de Chihuahua. Marylou osbervaba a Dean disimuladamente como lo había observado durante todo aquel ir venir a través del país (con aire triste y hosco, como si pensara en cortarle la cabeza y esconderla en su bolso). Había en ella un amor rencoroso y triste hacia Dean, hacia este Dean tan asombrosamente él mismo, un amor siniestro y alocado, expresado con una sonrisa tierna y cruel que me dio miedo, un amor que ella sabía que jamás daría fruto porque cuando miraba aquel rostro huesudo de mandíbulas firmes, con su satisfacción varonil y tan enfrascado en lo suyo, comprendía que estaba demasiado loco. Dean estaba convencido de que Marylou era una puta; me confió que pensaba que era una mentirosa patológica. Pero cuando ella miraba también expresaba amor; y cuando Dean lo notaba siempre se volvía hacia ella con una sonrisa de falso enamorado, pestañeando y enseñando sus blancos dientes, cuando sólo un momento antes sólo pensaba en la eternidad. Entonces Marylou y yo nos reímos, y Dean no mostró ningún signo de desconfianza, sólo nos replicó con una despreocupada y alegre sonrisa que nos decía: «En cualquier caso lo estamos pasando bien, ¿verdad?» Y así eran las cosas.
Después de El Paso vimos una confusa y pequeña figura en la oscuridad con el dedo extendido. Era un autostopista en potencia. Nos detuvimos y luego dimos marcha atrás hasta llegar a su lado.
– ¿Cuánto dinero tienes, muchacho?
El chico no tenía dinero; era pálido, extraño, con una mano subdesarrollada, paralítica. Tendría unos diecisiete años y no llevaba ningún tipo de equipaje.
– ¿No es una monada! -dijo Dean volviéndose hacia mí con expresión seria-. Entra, amigo, te llevaremos.
El chico aprovechó la ocasión. Dijo que tenía una tía en Tulare, California, que era dueña de una tienda y que en cuanto llegásemos nos conseguiría dinero. Dean se retorcía de risa, era igual que aquel otro chico de Carolina del Norte.