De pronto, todos estábamos excitados. Dean quería contarnos todo lo que sabía de Bakersfield en cuanto llegamos a las afueras de la ciudad. Nos enseñó las pensiones donde había dormido, los hoteles ferroviarios, los billares, los restaurantes baratos, los recodos a los que había saltado desde la locomotora a coger uvas, los restaurantes chinos donde había comido, los bancos del parque en los que había conocido a chicas, y otros lugares donde no había hecho más que sentarse a esperar. La California de Dean… salvaje, sudorosa, importante, el país donde se unen como los pájaros los solitarios, los excéntricos, los exiliados, el país donde en cierto modo todo el mundo tiene aspecto de guapo artista de cine decadente y hundido.
– ¡Tío!, he pasado muchísimas horas sentado en esa misma silla delante de aquel drugstore. -Lo recordaba todo: cada partida de cartas, cada mujer, cada noche triste. Y de repente pasamos por el sitio del ferrocarril donde Terry y yo nos habíamos sentado bajo la luna, bebiendo vino, junto a los agujeros de los vagabundos, en octubre de 1947, y traté de contárselo. Pero estaba demasiado excitado-. Aquí es donde Dunkel y yo pasamos toda la noche bebiendo cerveza y tratando de tirarnos a una camarera guapísima de Watsonville… No, Tracy, sí, Tracy… se llamaba Esmeralda… ¡oh tío! una cosa así…
Entretanto Marylou planeaba lo que iba a hacer cuando llegara a San Francisco. Alfred dijo que su tía le daría un montón de dinero en Tulare. El okie nos dirigió hacia las afueras de la ciudad en busca de su hermano.
A mediodía llegamos ante una casita cubierta de rosas y el okie entró y habló con unas mujeres. Esperamos un cuarto de hora.
– Empiezo a pensar que ese tipo no tiene más dinero que yo -dijo Dean-. Nos va a dejar aquí tirados. Seguro que nadie de su familia le dará dinero después de su loca fuga. -El okie salió cabizbajo y nos llevó hacia el centro.
– ¡Hostias! Tengo que encontrar a mi hermano.
Hizo indagaciones. Probablemente se sentía nuestro prisionero. Por fin fuimos a una gran panadería, y el okie salió con su hermano, que llevaba un mono y aparentemente trabajaba allí. Habló con él unos momentos. Nosotros esperábamos en el coche. El okie contaba a todos sus parientes sus aventuras y la pérdida de la guitarra. Pero consiguió dinero y nos lo dio. Estábamos en condiciones de llegar a Frisco.
Le dimos las gracias y nos abrimos.
La siguiente parada era en Tulare. Rodamos valle arriba. Yo iba tumbado en el asiento trasero, exhausto, totalmente desentendido de todo, y por la tarde, mientras dormitaba, el embarrado Hudson pasó zumbando junto a las tiendas de las afueras de Sabinal donde había vivido y amado y trabajado en el espectral pasado. Dean se inclinaba sobre el volante, devorando la distancia. Dormía profundamente cuando me desperté en Tulare oyendo cosas inquietantes.
– ¡Sal, despiértate de una vez, coño! Alfred ha encontrado la tienda de comestibles de su tía, pero ¿sabes qué ha pasado? Que su tía le pegó un tiro a su marido y está en la cárcel. La tienda está cerrada. No hemos conseguido ni un centavo. ¡Date cuenta de eso! ¡Las cosas que pasan! El okie nos contó una historia muy parecida. Conflictos por todas partes, complicaciones, problemas… ¡Maldita sea! -Alfred se mordía las uñas. Dejábamos la carretera de Oregón en Madera y allí nos despedímos del pequeño Alfred. Le deseamos suerte y un viaje rápido hasta Oregón. Dijo que nunca había hecho un viaje tan agradable.
Al cabo de unos minutos, o eso nos pareció, empezamos a rodar por las estribaciones que hay delante de Oakland y en seguida llegamos a la cima y vimos extendida delante de nosotros a la fabulosa y blanca ciudad de San Francisco sobre las once colinas míticas y con el azul Pacífico y la barrera de niebla avanzando, y humo y doradas tonalidades del atardecer.
– ¡Estupendo! ¡Lo conseguimos! ¡Tenemos la gasolina justa! ¡Venga el agua! ¡Se acabó la tierra! Ahora, Marylou, guapa, tú y Sal vais en seguida a un hotel y esperáis a que me ponga en contacto con vosotros mañana por la mañana en cuanto haya arreglado definitivamente las cosas con Camille y llame al francés para mi trabajo en el ferrocarril y tú y Sal compráis un periódico para ver los anuncios.
Se dirigió hacia el puente de la bahía de Oakland y en seguida estábamos en él. Los edificios de oficinas del centro de la ciudad empezaban a encender las luces; eso te hacía pensar en Sam Spade. Cuando bajamos del coche en la calle O'Farrel, respiramos y estiramos las piernas; era como pisar tierra firme después de un largo viaje por mar; el suelo se movía bajo nuestros pies; se olía a los chop sueys del barrio chino de Frisco. Sacamos todas nuestras cosas del coche y las amontonamos en la acera.
De pronto Dean estaba despidiéndose. Ardía en deseos de ver a Camille y saber lo que había pasado. Marylou y yo nos quedamos aturdidos en medio de la calle y lo vimos alejarse en el coche.
– ¿Te das cuenta de lo hijoputa que es? -dijo Marylou-. Nos dejará tirados siempre que le convenga.
– Ya lo veo -respondí, y suspiré mirando hacia el Este. No teníamos dinero-. Dean no había hablado de dinero-. ¿Dónde podríamos meternos?
Deambulamos por estrechas calles románticas cargando con nuestro harapiento equipaje. Todo el mundo tenía pinta de extras de cine en las últimas. Starlets envejecidas, ligones desencantados, corredores de coches, patéticos personajes de California con la tristeza fin-de-continente a cuestas, guapos, decadentes, rubias de motel de ojos hinchados, chulos, macarras, putas, masajistas, botones. ¡Vaya mezcolanza! ¿Cómo iba a arreglárselas nadie para buscarse la vida entre gente como ésta?
10
Con todo Marylou había andado entre ese tipo de gente (no lejos de los barrios bajos), y un conserje de rostro grisáceo nos dio una habitación a crédito en un hotel. Fue el primer paso. Después teníamos que comer, y no pudimos hacerlo hasta medianoche, cuando encontramos a una cantante de un club nocturno en la habitación de su hotel que puso una plancha hacia arriba sobre una papelera y nos calentó una lata de carne de cerdo y judías. Miré a través de la ventana los parpadeantes neones y me dije: «¿Dónde está Dean y por qué no se ocupa de nosotros?» Aquel año perdi mi confianza en él. Permanecí una semana en San Francisco y pasé los días más duros de toda mi vida. Marylou y yo anduvimos kilómetros y kilómetros en busca de dinero para comer. Hasta fuimos a visitar a unos marineros borrachos de un albergue de la calle Mission a quienes conocía ella: nos ofrecieron whisky.
Vivimos juntos un par de días en el hotel. Me di cuenta que, ahora Dean se había esfumado, a Marylou yo no le interesaba nada; lo único que quería era encontrar a Dean a través de mí, su amigo íntimo. Discutimos en la habitación; también pasamos noches enteras en la cama mientras yo le contaba mis sueños. Le hablé de la gran serpiente del mundo que estaba enrollada en el interior de la Tierra lo mismo que un gusano dentro de una manzana y que algún día empujaría la Tierra creando una montaña que desde entonces se llamaría La Montaña de la Serpiente y se lanzaría sobre la llanura. Su longitud sería de ciento cincuenta kilómetros y devoraría todo lo que se pusiera por delante. Le dije que esa serpiente era Satanás.
– ¿Y qué pasará entonces? -dijo Marylou apretándose asustada contra mí.
– Un santo, llamado Doctor Sax, la destruirá con unas yerbas secretas que está preparando en este mismo momento en su escondite subterráneo de algún lugar de América. También podría resultar que la serpiente no fuera más que la vaina de unas palomas y que cuando muriera salieran de ella grandes nubes de palomas de un gris espermático que llevaran la nueva de la paz por todo el mundo -yo deliraba de hambre y amargura.