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– Esos hijoputas de la pasma nunca conseguirán que me baje los pantalones delante de ellos.

Justo cuando entrábamos en Iowa City vio otro camión que venía detrás de nosotros, y como tenía que desviarse en Iowa City encendió y apagó las luces traseras haciendo señas al otro tipo que nos seguía, y aminoró la marcha para que pudiera saltar fuera, lo que hice con mi bolsa, y el otro camión, aceptando el cambio, se detuvo a por mí, y una vez más, en un abrir y cerrar de ojos, me encontraba en otra enorme cabina, totalmente dispuesto a hacer cientos de kilómetros durante la noche, ¡me sentía feliz! Y el nuevo camionero estaba tan loco como el otro y aullaba tanto, y todo lo que tenía que hacer era recostarme y dejarme ir. Ahora casi podía ver Denver allí delante como si fuera la Tierra Prometida, allá lejos entre las estrellas, más allá de la pradera de Iowa y las llanuras de Nebraska, y conseguí tener la más hermosa visión de San Francisco, todavía más allá, como una joya en la noche. Embaló el camión y contó cosas durante un par de horas, después, en un pueblo de Iowa donde años después Dean y yo fuimos detenidos por sospechas relacionadas con lo que parecía un Cadillac robado, durmió unas pocas horas en el asiento. Yo también dormí, y di un pequeño paseo junto a solitarias paredes de ladrillo iluminadas por una sola luz, con la pradera brotando al final de cada calleja y el olor del maíz como rocío en la noche.

Se despertó sobresaltado al amanecer. En seguida rodábamos, y una hora después el humo de Des Moines apareció allí enfrente por encima de los verdes maizales. El tipo tenía que desayunar y quería tomárselo con calma, así que fui hasta el mismo Des Moines, unos seis kilómetros, en el coche de unos chicos de la Universidad de Iowa al que había hecho autostop; y resultaba extraño estar en aquel coche último modelo y oyéndoles hablar de exámenes mientras nos deslizábamos suavemente hacia el centro de la ciudad. Ahora quería dormir el día entero. Así que fui al albergue juvenil a buscar habitación; no tenían, y por instinto deambulé hasta las vías del ferrocarril -y en Des Moines hay un montón- y encontré una vieja y siniestra pensión cerca del depósito de locomotoras, y pasé todo el día entero durmiendo en una enorme cama limpia, dura y blanca con inscripciones obscenas en la pared junto a la almohada y las persianas amarillas bajadas para no ver el espectáculo humeante de los trenes. Me desperté cuando el sol se ponía rojo; y aquél fue un momento inequívoco de mi vida, el más extraño momento de todos, en el que no sabía ni quién era yo mismo: estaba lejos de casa, obsesionado, cansado por el viaje, en la habitación de un hotel barato que nunca había visto antes, oyendo los siseos del vapor afuera, y el crujir de la vieja madera del hotel, y pisadas en el piso de arriba, y todos los ruidos tristes posibles, y miraba hacia el techo lleno de grietas y auténticamente no supe quién era yo durante unos quince extraños segundos. No estaba asustado; simplemente era otra persona, un extraño, y mi vida entera era una vida fantasmal, la vida de un fantasma. Estaba a medio camino atravesando América, en la línea divisoria entre el Este de mi juventud y el Oeste de mi futuro, y quizá por eso sucedía aquello allí y entonces, aquel extraño atardecer rojo.

Pero tenía que seguir y dejar de lamentarme, así que cogí mi bolsa, dije adiós al viejo dueño de la pensión sentado junto a su escupidera, y me fui a comer. Comí tarta de manzana y helado; ambas cosas mejoraban a medida que iba adentrándome en Iowa: la tarta más grande, el helado más rico. Aquella tarde en Des Moines mirara donde mirara veía grupos de chicas muy guapas -volvían a casa del instituto- pero no tenía tiempo de pensar en esas cosas y me prometí ir a un baile en Denver. Carlo Marx ya estaba en Denver; Dean también estaba allí; Chad King y Tim Gray también estaban, eran de allí; Marylou estaba allí; y se hablaba de un potente grupo que incluía a Ray Rawlins y a su guapa hermana, la rubia Babe Rawlins; a dos camareras conocidas de Dean, las hermanas Bettencourt; hasta Roland Major, mi viejo amigo escritor de la universidad, estaba allí. Tenía unas ganas tremendas de encontrarme entre ellos y disfrutaba el momento por anticipado. Así que dejé pasar de largo aquellas chicas tan guapas, y eso que en Des Moines viven las chicas más guapas del mundo.

Un tipo en una especie de caja de herramientas sobre ruedas, un camión lleno de herramientas que conducía puesto de pie como un lechero moderno, me cogió y me llevó colina arriba, allí casi sin detenerme me recogió un granjero que iba con su hijo en dirección a Adel, Iowa. En este lugar, bajo un gran olmo próximo a una estación de servicio, conocí a otro autostopista, un neoyorquino típico, un irlandés que había conducido una camioneta de correos la mayor parte de su vida y que ahora iba a Denver en busca de una chica y una nueva vida. Creo que dejaba Nueva York para escapar de algo, probablemente de la ley. Era un auténtico borracho de treinta años con la nariz colorada y normalmente me habría molestado, pero todos mis sentidos estaban aguzados deseando cualquier tipo de contacto humano. Llevaba una destrozada chaqueta de punto y unos pantalones muy amplios y sólo tenía de equipaje un cepillo de dientes y unos pañuelos. Dijo que teníamos que hacer autostop juntos. Debería haberle dicho que no, pues no parecía demasiado agradable para la carretera. Pero seguimos juntos y nos cogió un hombre taciturno que iba a Stuart, Iowa, un sitio donde nos quedamos colgados de verdad. Estuvimos enfrente de las taquillas de billetes de tren de Stuart mientras esperábamos por vehículos que fueran al Oeste hasta que se puso el sol, unas cinco horas, tratando de matar el tiempo, primero hablando de nosotros mismos, después se puso a contarme chistes verdes, después dimos patadas a las piedras e hicimos ruidos estúpidos de todas clases. Nos aburríamos. Decidí gastar un dólar en cerveza; fuimos a una vieja taberna de Stuart y tomamos unas cuantas. Allí él se emborrachó como hacía siempre al volver de noche a su casa de la Novena Avenida, y me gritaba ruidosamente al oído todos los sueños sórdidos de su vida. Empezó a gustarme; no porque fuera una buena persona, como después demostró que era, sino porque mostraba entusiasmo hacia las cosas. Volvimos a la carretera en la oscuridad, y claro, no se detuvo nadie ni pasó casi nadie durante mucho tiempo. Seguimos allí hasta las tres de la madrugada. Pasamos algo de tiempo tratando de dormir en el banco del despacho de billetes del tren, pero el telégrafo sonaba toda la noche y no conseguíamos dormir, y el ruido de los grandes trenes de carga llegaba desde fuera. No sabíamos cómo subir a un convoy del modo adecuado; nunca lo habíamos hecho antes; no sabíamos si iban al Este o al Oeste ni cómo averiguarlo o qué vagón o plataforma o furgón elegir, y así sucesivamente. Conque cuando llegó el autobús de Omaha justo antes de amanecer nos subimos a él uniéndonos a los dormidos pasajeros: pagué su billete y el mío. Se llamaba Eddie. Me recordaba a un primo mío que vivía en el Bronx. Por eso seguí con él. Era como tener a un viejo amigo al lado, un tipo sonriente de buen carácter con el que seguir tirando.

Al amanecer llegamos a Council Bluffs; miré afuera. Todo el invierno había estado leyendo cosas de las grandes partidas de carretas que celebraban consejo allí antes de recorrer las rutas de Oregón y Santa Fe; y, claro, ahora sólo había unas cuantas jodidas casas de campo de diversos tipos y tamaños nimbadas por el difuso gris del amanecer. Después Omaha y, ¡Dios mío!, vi al primer vaquero. Caminaba junto a las gélidas paredes de los depósitos frigoríficos de carne con un sombrero de ala ancha y unas botas tejanas, semejante en todo a cualquier tipo miserable de un amanecer en las paredes de ladrillo del Este si se exceptuaba su modo de vestir. Nos apeamos del autobús y subimos la colina caminando -la alargada colina formada durante milenios por el poderoso Missouri junto a la que se levanta Omaha- salimos al campo y extendimos nuestros pulgares. Hicimos un breve trecho con un rico ranchero con sombrero de ala ancha que nos dijo que el valle del Platte era tan grande como el valle del Nilo, en Egipto, y cuando decía eso, vi a lo lejos los grandes árboles serpenteando junto al lecho del río y los vastos campos verdes a su alrededor, y casi estuve de acuerdo con él. Después, cuando nos encontrábamos en otro cruce y el cielo empezaba a nublarse, otro vaquero, éste de más de seis pies de estatura y sombrero más modesto, nos llamó y quiso saber si alguno de nosotros podía conducir. Desde luego Eddie podía conducir, tenía su carnet y yo no. El vaquero llevaba consigo dos coches y quería volver con ellos a Montana. Su mujer estaba en Grand Island, y necesitaba que condujéramos uno de los coches hasta allí, donde ella se ocuparía de conducirlo. En ese punto se dirigiría al Norte, lo que supondría el límite de nuestro viaje con él. Pero era recorrer unos buenos cientos de kilómetros de Nebraska y, naturalmente, no lo dudamos. Eddie conducía solo, el vaquero y yo le seguíamos, y en cuanto salimos de la ciudad Eddie puso aquel trasto a ciento cincuenta kilómetros por hora, por pura exuberancia.