– ¡Hola, Joe! -y súbitamente vio que yo no era Joe, y dio la vuelta corriendo y quise ser Joe.
Pero era únicamente yo mismo, Sal Paradise, triste, callejeando en aquella oscuridad violeta una noche insoportablemente agradable y deseando charlar con los felices, cordiales y en éxtasis negros de América. Aquellos miserables barrios me recordaron a Dean y Marylou que desde su infancia conocían estas calles tan bien. ¡Cuánto deseé encontrarme con ellos!
Abajo, entre la 23 y Welton, unos chicos jugaban un partido de baloncesto bajo unos focos que también iluminaban el gasógeno. Una gran multitud alborotaba a cada jugada. Los jóvenes y extraños héroes eran de todo tipo: blancos, negros, mexicanos, indios puros, y jugaban con gran seriedad. Sólo eran chicos de los descampados en camiseta y pantalón corto. En toda mi vida de deportista jamás me había permitido hacer algo así: jugar frente a las familias y amiguitas y chicos del vecindario, de noche, bajo las luces del alumbrado público; siempre lo había hecho en el colegio y la universidad, a la hora anunciada, con solemnidad; ninguna alegría juvenil, nada de la alegría humana que tenía esto. Ahora ya era demasiado tarde. Cerca tenía a un viejo negro que parecía contemplar el partido todas las noches. Junto a él estaba un anciano vagabundo blanco; después una familia mexicana, después unas chicas, unos chicos… ¡la humanidad entera! El pivot se parecía a Dean. Una rubia muy guapa sentada cerca de mí era como Marylou. Así era la noche de Denver; yo no hacía más que morir.
Allá en Denver, allá en Denver
No hacía más que morir.
Al otro lado de la calle las familias de negros se sentaban en las escaleras de delante de sus casas y charlaban y miraban la noche estrellada a través de los árboles o simplemente tomaban el freso y a veces miraban el partido. Pasaban muchos coches por la calle, se detenían en la esquina cuando las luces se ponían rojas. Había excitación y el aire estaba lleno de la vibración de una vida auténticamente feliz que no sabía nada de las decepciones, de las «tristezas de los blancos» y de todo eso. El anciano negro tenía una lata de cerveza en el bolsillo de la chaqueta y la abrió; el anciano blanco contempló con envidia la lata y se rebuscó en los bolsillos para ver si podía comprarse también él una. ¡Me estaba muriendo! Me alejé de allí.
Fui a ver a una chica bastante rica que conocía. Por la mañana sacó un billete de cien dólares de su media de seda y dijo:
– Has estado hablándome de un viaje a San Francisco; ya que quieres ir, coge este dinero, vete y diviértete.
Así que todos mis problemas quedaron solucionados y cogí un coche en la agencia de viajes por once dólares para ayudar a pagar la gasolina y salí zumbando a través del país.
El coche lo conducían dos tipos; dijeron que eran macarras. Junto a mí había otros dos pasajeros. íbamos apretados y con el único deseo de llegar a nuestro destino. Fuimos a través del Paso Berthoud hacia la gran meseta: Tabernash, Troublesome, Kremmling; bajamos por el Paso de Rabbit Ears hasta Steamboat Springs; dimos un rodeo de ochenta polvorientos kilómetros; después Craig y el Gran Desierto Americano. Cuando cruzábamos la frontera entre Colorado y Utah vi a Dios en el cielo en forma de unas resplandecientes nubes doradas sobre el desierto que parecían señalarme con el dedo y decir: «Ven aquí y continúa, vas camino del cielo.» ¡Ah, muy bien, perfecto! Me interesaban más unas viejas carretas ya podridas y unas cuantas mesas de billar en el desierto de Nevada junto a un despacho de Coca-Cola cerca del cual había unas cabañas con letreros despintados que todavía se movían con el mágico viento del desierto y decían: «Rattlesake Bill vivió aquí», o «Brokenmouth Annie estuvo aquí muchos años». ¡Sí, sí, adelante! En Salt Lake City los macarras arreglaron las cuentas con sus mujeres y seguimos. Y antes de que me diera cuenta, estaba viendo de nuevo la fabulosa ciudad de San Francisco extendida por la bahía en medio de la noche. Corrí inmediatamente a ver a Dean. Ahora tenía una casa muy pequeña. Ardía en ganas de saber lo que pensaba y qué sucedería ahora, porque no dejaba nada detrás de mí, había cortado todos los puentes y no me importaba un carajo nada de nada. Llamé a su puerta a las dos de la mañana.
2
Dean salió a abrirme completamente desnudo y le habría dado lo mismo que quien llamaba hubiera sido el propio presidente. Aceptaba las cosas como venían.
– ¡Sal! -dijo con auténtico asombro-. Nunca pensé que lo harías. Por fin acudes a mí.
– Así es -le respondí-. Estoy hecho polvo. ¿Cómo te van las cosas a ti?
– No muy bien, no muy bien. Pero tenemos un montón de cosas que contarnos. Sal, ha llegado por fin el momento de que hablemos y nos entendamos.
Estuvimos de acuerdo y pasamos dentro. Mi llegada fue algo así como la aparición del más extraño ángel del mal en el hogar del corderito blanco como la nieve, y en cuanto Dean y yo empezamos a hablar excitadamente en la cocina, llegaron fuertes sollozos desde el piso de arriba. Todo lo que decía a Dean era respondido con un salvaje, susurrante y trémulo: «Sí». Camille sabía lo que iba a suceder. Al parecer Dean había estado bastante tranquilo durante unos cuantos meses; ahora había llegado el ángel e iba a enloquecer de nuevo:
– ¿Qué le pasa a tu mujer? -pregunté.
– Cada vez está peor, tío -me respondió-. Llora y coge rabietas sin parar, no me deja ir a ver a Slim Gaillard, se enfada siempre que llego un poco tarde, y cuando me quedo en casa no quiere hablar conmigo y dice que soy un animal -corrió arriba para calmarla.
– ¡Eres un mentiroso! ¡Eres un mentiroso! -le oí gritar a Camille y aproveché la oportunidad para examinar la maravillosa casa que tenían.
Era un edificio destartalado de dos pisos, una especie de pabellón de madera situado entre otros edificios de apartamentos, junto en la cima de Russian Hill, con vistas a la bahía; tenía cuatro habitaciones, tres arriba y una especie de sótano con la cocina abajo. La puerta de la cocina daba a un patio cubierto de yerba donde había ropa colgada. Detrás de la cocina había un trastero donde todavía estaban los viejos zapatos de Dean cubiertos por varios centímetros del barro tejano que había quedado pegado a ellos aquella noche en que el Hudson se atascó en el río Brazos. Naturalmente, el Hudson había desaparecido; Dean no había podido seguir pagando los plazos. Ahora no tenía coche. Su segundo hijo estaba en camino. Era horrible oír sollozar así a Camille. No podíamos soportarlo y fuimos a comprar unas cervezas y volvimos con ellas a la cocina. Camille había decidido irse a dormir por fin o al menos a pasar la noche a oscuras. Yo no comprendía lo que iba tan mal, a menos que Dean la hubiera vuelto loca.
Después de mi última partida de Frisco, Dean se había vuelto loco de nuevo por Marylou y pasó meses acechando su apartamento en Divisadero, donde todas las noches recibía a un marinero distinto y él atisbaba por la ranura del correo y veía la cama. Por las mañanas veía a Marylou toda abierta de piernas con un tipo al lado o encima. Necesitaba pruebas absolutas de que era una puta. La amaba, estaba loco por ella. Finalmente, consiguió algo de mandanga verde, como se llama entre los entendidos (verde, es decir, marijuana sin curar). Llegó a sus manos por casualidad y fumó demasiado.