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– Oye, oye, chica, chica, paso, paso que aquí viene Lampshade con el vaso, paso, voy con el vaso -y pasaba como una exhalación con las cervezas en el aire y desaparecía por las puertas batientes y llegaba a la cocina y bailaba con las cocineras y volvía sudando. El saxofonista estaba sentado inmóvil en la esquina de una mesa con una bebida que no había tocado delante; miraba al vacío y las manos le colgaban a ambos lados hasta casi tocar el suelo, los pies sobresalían como dos lenguas y el cuerpo se estremecía con una especie de hastío absoluto, de tristeza en trance y de todo lo que se le pasara por la cabeza: un hombre que se deja fuera de combate cada noche y que dejaba a los demás la tarea de darle la puntilla. Todo se arremolinaba a su alrededor como una nube. Y el pequeño saxo alto de la abuelita, aquel Carlo Marx, saltaba y hacía el mono con su mágico instrumento y tocaba doscientos temas de blues, cada uno más frenético que el anterior, y no mostraba signos de debilidad o cansancio o de que fuera a dar por terminado el día. Todo el local se estremecía.

En la esquina de la Cuarta y Folsom, yo estaba una hora después con Ed Fournier, un saxo alto de San Francisco que esperaba conmigo mientras Dean telefoneaba desde un saloon a Roy Johnson para que viniera a recogernos. No hablábamos de nada demasiado importante, simplemente charlábamos, pero de pronto vimos algo muy extraño y disparatado. Se trataba de Dean. Quería dar a Roy Johnson la dirección del bar, así que le dijo que esperara un momento y salió afuera a mirarlo, y para hacer esto tuvo que pasar a través de un tumulto de bebedores que alborotaban en la barra en mangas de camisa llegar hasta el centro de la calle, y mirar los letreros. Hizo precisamente esto agachándose junto a la pared igual que Groucho Marx, con sus pies desplazándose con increíble rapidez, lo mismo que una aparición, con el dedo hinchado levantado en la noche, y en el centro de la calle se puso a girar mirando a todas partes en busca del letrero. Resultaban difíciles de ver en la oscuridad, y él daba vueltas por la calzada, con el pulgar levantado, en un ansioso silencio; una persona desgreñada con el dedo en alto como un ganso volando, girando y girando en la oscuridad, y la otra mano metida distraídamete en el bolsillo del pantalón. Ed Fournier me decía:

– Yo toco en tono suave vaya adónde vaya y si a la gente no le gusta allá ellos, no voy a cambiar. Oye, tío, ese amigo tuyo está loco, mira lo que hace -y miramos. Hubo un gran silencio cuando Dean vio los letreros y corrió de regreso al bar. Se metió prácticamente entre las piernas de un grupo que salía y se deslizó con tanta rapidez por el bar que todos tuvieron que mirar dos veces para verlo. Un momento más tarde apareció Roy Johnson y Dean se deslizó con la misma rapidez a través de la calle y entró en el coche. Todo sin hacer el menor ruido, y nos largamos otra vez.

– Mira, Roy, sabemos que te hemos creado problemas con tu mujer debido a todo esto pero es absolutamente necesario que nos lleves a la esquina de la Cuarenta y seis y la calle Geary en el tiempo increíble de tres minutos o todo se echará a perder. ¡Bueno! ¡Sí! (toses). Por la mañana Sal y yo nos iremos a Nueva York y ésta es nuestra última noche de juerga y sé que no te importará.

No, a Roy Johnson no le importaba; se pasó todos los semáforos que encontró en rojo y nos llevó a una velocidad de acuerdo con nuestra locura. Al amanecer fue a su casa a acostarse. Dean y yo terminamos la noche con un tipo de color llamado Walter que pidió de beber en el bar y alineó las bebidas y dijo:

– Spodiodi de vino -que era una mezcla de oporto, de whisky y otra vez de oporto-. Hay que endulzar por los dos lados este whisky tan malo -añadió.

Nos invitó a ir a su casa a tomar una cerveza. Vivía en los apartamentos de detrás de Howard. Su mujer dormía cuando entramos. La única luz del apartamento era la de la bombilla que estaba encima de su cama. Hubo que coger una silla y desenroscar la bombilla mientras ella sonreía allí acostada; Dean hizo la operación parpadeando sin parar. Ella era unos quince años mayor que Walter y era la mujer más dulce del mundo. Después tuvimos que enchufar una extensión por encima de la cama, y seguía sonriendo. No le preguntó a Walter dónde había estado o qué hora era; nada. Por fin nos instalamos en la cocina con la extensión y nos sentamos en la humilde mesa a beber cerveza y contarnos cosas. Amaneció. Era hora de irnos y volver a enroscar la bombilla. La mujer de Walter sonreía y sonreía mientras repetíamos la loca operación. No dijo ni una sola palabra.

– Ahí la tienes tío, ésa es la auténtica mujer que necesitamos -dijo Dean en la calle a la luz del amanecer-. Nunca una palabra más alta que otra, nunca una queja; su marido puede volver a casa a la hora que quiera y con quien le dé la gana y hablar en la cocina y beber cerveza y marcharse en cualquier momento. Eso es un hombre y ése es su castillo -y señaló el edificio de apartamentos.

Nos alejamos tambaleándonos. La noche había terminado. Un coche de la policía nos siguió recelosamente durante unas cuantas manzanas. Compramos unos donuts recientes en una panadería de la calle Tercera y nos los comimos en la gris y sórdida calle. Un tipo alto, de gafas y bien vestido venía dando bandazos calle abajo acompañado de un negro con gorra de camionero. Era una extraña pareja. Pasó un camión muy grande y el negro lo señaló excitado como intentando expresar sus sentimientos. El blanco miró furtivamente por encima del hombro y contó su dinero.

– ¡Es el viejo Bull Lee! -rió Dean-. Siempre contando su dinero y preocupado por todo, mientras que el otro sólo quiere hablar de camiones y de las cosas que sabe

– los seguimos un rato.

Flores santas flotando en el aire, eso eran todos aquellos rostros cansados en el amanecer de la América del jazz.

Teníamos que dormir; descartamos a Galatea Dunkel. Dean conocía a un guardafrenos llamado Ernest Burke que vivía con su padre en la habitación de un hotel de la calle Tercera. En principio Dean se había llevado bien con ellos, pero después no tan bien, y la idea era que yo intentara persuadirles de que nos dejaran dormir en el suelo de su casa. Fue horrible. Tuve que llamar desde un bar. El viejo respondió al teléfono con desconfianza. Me recordaba por lo que había oído contar a su hijo. Ante nuestra sorpresa bajó al vestíbulo a buscarnos. Era un viejo y miserable hotel de Frisco. Subimos y el viejo fue tan amable que nos dejó toda la cama.

– De todos modos tenía que levantarme ya -dijo y se dirigió a la pequeña cocina a preparar café. Empezó a contarnos historias de su época en el ferrocarril. Me recordaba a mi padre. Le escuché atentamente. Dean no le prestaba atención, se estaba lavando los dientes y andaba por allí diciendo:

– Sí, eso es -a todo lo que el viejo contaba. Por fin nos dormimos; por la mañna volvió Ernest de su turno en la Western División y se acostó en cuanto Dean y yo nos levantamos. El viejo señor Burke se estaba arreglando para acudir a una cita que tenía con una mujer de edad madura. Se puso un traje verde de tweed, una visera de paño, también de tweed verde, y se colocó una flor en el ojal.

– Estos románticos y miserables ferroviarios de Frisco tienen su vida propia, triste sin duda, pero inquieta -le dije a Dean en el retrete-. Fue muy amable por habernos dejado dormir aquí.

– Claro, claro -respondió Dean sin escucharme. Salió disparado en busca de un coche a la agencia de viajes. Mi trabajo consistía en ir a casa de Galatea Dunkel a por nuestro equipaje. Me la encontré sentada en el suelo con las cartas del tarot en la mano.