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– ¡Maldita sea! ¿Qué hace ese muchacho? -gritó el vaquero y se lanzó detrás de él.

Aquello empezaba a parecer una carrera. Durante un minuto creí que Eddie intentaba escaparse con el coche (y que yo sepa, eso estaba intentando). Pero el vaquero se pegó a él y luego, poniéndose a su lado, tocó el claxon. Eddie aminoró la marcha. El vaquero a base de bocinazos le mandó que parara.

– Maldita sea, chico, a esa velocidad vas a estrellarte. ¿No puedes conducir un poco más despacio?

– Claro, que me trague la tierra, ¿de verdad iba a ciento cincuenta? -dijo Eddie-. No me daba cuenta. La carretera es tan buena.

– Tómate las cosas con más calma y llegaremos a Grand Island enteros.

– Así será. -Y reanudamos el viaje. Eddie se había tranquilizado y probablemente iba medio dormido. De ese modo recorrimos ciento cincuenta kilómetros de Nebraska, siguiendo el sinuoso Platte con sus verdes praderas.

– Durante la depresión -me dijo el vaquero-, solía subirme a trenes de carga por lo menos una vez al mes. En aquellos días veías a cientos de hombres viajando en plataformas o furgones, y no sólo eran vagabundos, había hombres de todas clases que no tenían trabajo y que iban de un lado para otro y algunos se movían sólo por moverse. Y era igual en todo el Oeste. En aquella época los guardafrenos nunca te molestaban. No sé lo que pasa hoy día. Nebraska no sirve para nada. A mediados de los años treinta este lugar sólo era una enorme nube de polvo hasta donde alcanzaba la vista. No se podía respirar. El suelo era negro. Yo andaba por aquí aquellos días. Por mí pueden devolver Nebraska a los indios si quieren. Odio este maldito lugar más que ningún otro sitio del mundo. Ahora vivo en Montana, en Missoula concretarnente. Ven por allí alguna vez y verás lo que es la tierra de Dios. -Por la tarde, cuando se cansó de hablar, me dormí. Era un buen conversador.

Nos detuvimos junto a la carretera para comer algo. El vaquero fue a que le pusieran un parche en el neumático de repuesto, y Eddie y yo nos sentamos en una especie de parador. Oí una gran carcajada, la risa más sonora del mundo, y allí venía un amojamado granjero de Nebraska con un puñado de otros muchachos. Entraron en el parador y se oían sus ásperas voces por toda la pradera, a través de todo el mundo grisáceo de aquel día. Todos los demás reían con él. El mundo no le preocupaba y mostraba una enorme atención hacia todos. Dije para mis adentros: «¡Whamm!, escucha cómo se ríe ese hombre. Es el Oeste, y estoy aquí en el Oeste.» Entró ruidoso en el parador llamando a Maw, y ésta hacía la tarta de ciruelas más dulce de Nebraska, y yo tomé un poco con una gran cucharada de nata encima.

– Maw, échame el pienso antes de que tenga que empezar a comerme a mí mismo o a hacer alguna maldita cosa parecida -dijo, y se dejó caer en una banqueta y siguió ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!- Y ponme judías con lo que sea.

Y el espíritu del Oeste se sentaba a mi lado. Me hubiera gustado conocer toda su vida primitiva y qué coño había estado haciendo todos estos años además de reír y gritar de aquel modo. ¡Puff!, me dije, y el vaquero volvió y nos largamos hacia Grand Island.

Y llegamos allí de un salto. El vaquero fue a buscar a su mujer y ambos se marcharon hacia lo que les deparara el destino, y Eddie y yo volvimos a la carretera. Hicimos un buen trecho con un par de muchachos -pendencieros, adolescentes, campesinos en un trasto remendado- y nos dejaron en un punto del itinerario bajo una fina llovizna. Entonces un viejo que no dijo nada -y que Dios sabe por qué nos recogió- nos llevó hasta Shelton. Aquí Eddie se quedó en la carretera como desamparado ante un grupo de indios de Omaha, de muy poca estatura, que estaban acurrucados sin tener a donde ir ni nada que hacer. Al otro lado de la carretera estaban las vías del tren y el depósito de agua que decía SHELTON.

– ¡La madre que lo parió! -exclamó Eddie asombrado-. Yo estuve aquí antes. Fue hace años, cuando la guerra, de noche, muy de noche y todos dormían. Salí a fumar a la plataforma y me encontré en medio de la nada, en la oscuridad. Alcé la vista y vi el nombre de Shelton escrito en el despósito de agua. íbamos hacia el Pacífico, todo el mundo roncaba, todos aquellos malditos mamones, y sólo estuvimos unos minutos, para cargar carbón o algo así, y en seguida nos fuimos. ¡Maldita sea! ¿Conque esto es Shelton? Odio este sitio desde entonces.

Y en Shelton nos quedamos colgados. Lo mismo que en Davenport, Iowa, casi todos los coches eran de granjeros, y de vez en cuando uno de turistas, lo que es peor, con viejos conduciendo y sus mujeres señalando los carteles o consultando los mapas y mirando a todas partes con aire de desconfianza.

La llovizna aumentó y Eddie cogió frío; llevaba muy poca ropa encima. Saqué una camisa de lana de mi saco de lona y se la puso. Se sintió un poco mejor. Yo también me resfrié. Compré unas gotas para la tos en una destartalada tienda india de algo. Fui a la diminuta oficina de correos y escribí una tarjeta postal a mi tía. Volvimos a la carretera gris. Allí enfrente estaba Shelton, escrito sobre el depósito de agua. Pasó el tren de Rock Island. Vimos las caras de los pasajeros de primera cruzar en una bruma. El tren silbaba a través de las llanuras en la dirección de nuestros deseos. Empezó a llover más fuerte aún.

Un tipo alto, delgado, con un sombrero de ala ancha, detuvo su coche al otro lado de la carretera y vino hacia nosotros; parecía un sheriff o algo así. Preparamos en secreto nuestras historias. Se tomó cierto tiempo para llegar hasta nosotros.

– ¿Qué chicos, vais a algún sitio o simplemente vais? -no entendimos la pregunta, y eso que era una pregunta jodidamente buena.

– ¿Por qué? -dijimos.

– Bueno, es que tengo una pequeña feria instalada a unos cuantos kilómetros carretera abajo y ando buscando unos cuantos chicos que quieran trabajar y ganarse unos dólares. Tengo la concesión de una ruleta y unas anillas, ya sabéis, esas anillas que se tiran a unas muñecas para probar suerte. Si queréis trabajar para mí os daré el treinta por ciento de los ingresos.

– ¿Comida y techo también?

– Tendréis cama, pero comida no. Podéis comer en el pueblo. Nos moveremos algo -y como vio que lo pensábamos añadió-: es una buena oportunidad -y esperó pacientemente a que tomáramos una decisión. Estábamos confusos y no sabíamos qué decir, y por mi parte no me apetecía nada trabajar en una feria. Tenía una prisa tremenda por reunirme con mis amigos de Denver.

– No estoy seguro -dije-. Viajo lo más rápido que puedo y no creo que tenga tiempo para eso.- Eddie dijo lo mismo, y el viejo dijo adiós con la mano, subió sin prisa a su coche y se alejó. Y eso fue todo.

Nos reímos un rato y especulamos sobre cómo hubiera sido aquello. Entreví una noche oscura y polvorienta en la pradera, y los rostros de las familias de Nebraska paseando entre los puestos, con sus chavales sonrosados mirándolo todo con temor, y supe lo mal que me habría sentido engañándolos con todos aquellos trucos baratos de feria. Y la noria girando en la oscuridad de la llanura, y, ¡Dios todopoderoso!, la música triste del tiovivo y yo esperando llegar a mi destino, y durmiendo en un carromato de colores chillones sobre un colchón de arpillera.