– Sin duda es un loco -dijo-. Me recuerda mucho a mi marido, el que se largó. Es el mismo tipo de hombre. Espero que mi pequeño Mickey no sea así de mayor.
Y dije adiós a Lucy, que tenía un escarabajo en la mano, y al pequeño Jimmy que aún dormía. Todo esto en cuestión de segundos; era un hermoso amanecer de domingo. A cada instante temíamos que apareciese un coche de la policía lanzado en nuestra busca.
– Si se entera esa mujer de la escopeta estamos jodidos -dijo Dean-. Tenemos que encontrar un taxi. Entonces estaremos a salvo. -Estuvimos a punto de despertar a los de una granja para que nos dejaran usar su teléfono, pero el perro nos ahuyentó. Cada minuto que pasaba las cosas se ponían peor; el cupé podía ser encontrado por cualquier campesino madrugador. Una amable anciana nos dejó utilizar su teléfono, y llamamos a un taxi del centro de Denver; pero no vino. Caminamos a trompicones carretera abajo. A primera hora de la mañana comenzó el tráfico y cada coche que pasaba nos parecía que era de la policía. Entonces vimos que venía un coche patrulla de verdad y me di cuenta que mi vida, tal y como había ido hasta entonces, se terminaba y que empezaba una nueva etapa horrible entre rejas. Pero el coche de la policía resultó ser nuestro taxi, y en ese mismo momento se inició nuestra huida hacia el Este.
En la agencia de viajes esperaba un estupendo recibimiento a quien quisiera llevar un Cadillac del 47 hasta Chicago. El dueño había llegado conduciendo desde México acompañado de su familia, se había cansado y los había metido en un tren. Lo único que quería era nuestros nombres y que lleváramos el coche a Chicago. Mis documentos le dejaron convencido de que todo iría bien. Le dije que no se preocupara. Y dije a Dean:
– Nada de joder este coche -mientras él saltaba de excitación al contemplarlo. Tuvimos que esperar una hora. Nos tumbamos en el césped que rodeaba la iglesia donde en 1947 había pasado algún tiempo con unos vagabundos después de dejar a Rita Bettencourt en su casa. Y allí mismo me quedé dormido, agotado y cara a los pájaros de la tarde. De hecho, estaban tocando un órgano en alguna parte. Dean callejeó por la ciudad. Se hizo amigo de una camarera y se citó con ella para llevarla a pasear en el Cadillac aquella misma tarde, y volvió para despertarme con la noticia. Ahora me sentía mejor. Me levanté ante las nuevas complicaciones.
Cuando volvió el del Cadillac, Dean saltó al instante dentro de él y se fue «a buscar gasolina», y el empleado de la agencia de viajes me miró y dijo:
– ¿Cuándo va a volver? Los pasajeros están preparados.
Y me enseñó a dos muchachos irlandeses de un colegio de jesuitas del Este que esperaban en un banco con sus maletas.
– Fue a por gasolina. Volverá en seguida -le respondí y fui hasta la esquina y vi a Dean que tenía el motor en marcha y esperaba a la camarera que se estaba cambiando en la habitación de un hotel; de hecho incluso podía verla a ella desde donde estaba, y la vi frente al espejo arreglándose y luego poniéndose unas medias de seda, y deseé irme con ellos. La chica bajó corriendo y saltó dentro del Cadillac. Yo regresé a la agencia para tranquilizar al empleado y a los pasajeros. Desde la puerta pude distinguir fugazmente el paso del Cadillac por Cleveland Place, con Dean en camiseta y alegre, agitando las manos y hablando con la chica e inclinándose sobre el volante, mientras ella se mantenía muy tiesa y orgullosa a su lado. Fueron a un aparcamiento, estacionaron junto a un muro de ladrillo de la parte de atrás (Dean había trabajado allí en cierta ocasión), y allí, según él, hicieron lo que les apeteció a plena luz del día; y no sólo eso, la convenció para que nos siguiera al Este en cuanto cobrara su sueldo el viernes, viajaría en autobús, y se reuniría con nosotros en el apartamento de Ian MacArthur en la avenida Lexington, de Nueva York. Dijo que iría; se llamaba Beverly. Media hora después, Dean puso el coche en marcha de nuevo, dejó a la chica en el hotel, con besos, adioses y promesas, y zumbó hacia la agencia de viajes para recogernos.
– Bueno, ¡ya era hora! -dijo el empleado-. Empezaba a pensar que se había pirado con el Cadillac.
– Es responsabilidad mía -respondí-, no se preocupe -y dije eso porque Dean estaba tan obviamente frenético que cualquiera podía tomarle por un loco. Pero se calmó e incluso ayudó a los alumnos de los jesuitas a cargar su equipaje. Apenas se sentaron y apenas yo había dicho adiós a Denver, Dean se lanzó a toda velocidad con el coche cuyo enorme motor sonaba con inmensa potencia. Tres kilómetros después de Denver el velocímetro se estropeó: Dean iba ya a ciento ochenta kilómetros por hora.
– Bueno, sin velocímetro no podré saber a qué velocidad vamos. Pero lo que tardemos en llegar a Chicago nos dirá la velocidad a la que hemos ido. -No parecía que fuera a más de cien por hora pero adelantábamos a todos los coches por la autopista en línea recta que lleva a Greeley como si fueran tortugas-. El motivo por el que me dirijo al Noreste es porque es absolutamente necesario que visitemos el rancho de Ed Wall, en Sterling. Tienes que conocer a Ed y visitar su rancho y este coche corre tanto que podemos hacerlo sin problemas de tiempo y llegar a Chicago mucho antes que el tren de ese hombre.
Muy bien, estaba de acuerdo. Empezó a llover pero Dean no aflojó la marcha. Era un hermoso coche muy grande, el último modelo de los automóviles al viejo estilo, tenía una carrocería muy alargada y neumáticos blancos por los lados y probablemente cristales a prueba de balas. Los chicos de los jesuitas (de San Buenaventura), iban sentados atrás y no tenían ni idea de la velocidad a la que íbamos. Intentaron hablar con Dean pero fue inútil y éste terminó por quitarse la camiseta y conducir con el pecho al aire.
– Esa Beverly es una chica guapísima, se reunirá conmigo en Nueva York, nos casaremos en cuanto tenga los documentos para divorciarme de Camille. Todo funciona, Sal, y estamos en marcha. ¡Sí, sí!
Cuanto más nos alejábamos de Denver nos sentíamos mejor, y nos estábamos alejando muy de prisa. Se hizo de noche cuando dejamos la autopista en Junction y cogimos una estrecha carretera que nos llevó a través de las lúgubres llanuras del este de Colorado hasta el rancho de Ed Wall, en medio de Coyote Alto. Pero seguía lloviendo y el barro era muy resbaladizo y Dean redujo la marcha a cien por hora, pero le dije que fuera aún más despacio o patinaríamos, y él me respondió:
– No te preocupes, tío, ya me conoces.
– No esta vez -respondí-. Vas demasiado rápido. -Y nada más decir esto, nos encontramos con una curva muy pronunciada hacia la izquierda y Dean se agarró con fuerza al volante e intentó tomarla bien, pero el coche resbaló sobre el barro y osciló peligrosamente.
– ¡Cuidado! -gritó Dean, a quien todo le daba lo mismo, luchando contra su buena estrella durante un momento, y terminamos con la parte trasera en la cuneta y la delantera en la carretera. Se hizo un impresionante silencio. Oíamos gemir el viento. Estábamos en mitad de una pradera desierta. Había una granja a unos quinientos metros carretera adelante. Yo lanzaba juramentos y estaba muy enfadado con Dean. Él no decía nada y salió camino de la granja, cubierto con un impermeable, a buscar ayuda.
– ¿Es hermano suyo? -preguntaron los chicos del asiento de atrás-. Es un demonio con el coche… y según lo que cuenta, también debe serlo con las mujeres.
– Está loco, sí -les respondí-, pero es mi hermano. -Y vi que Dean volvía con el granjero y su tractor. Engancharon unas cadenas al parachoques y el coche salió de la cuneta. Estaba cubierto de barro y el parachoques quedó destrozado. El granjero nos cobró cinco dólares. Sus hijas observaban bajo la lluvia. La más guapa y tímida se escondía en el campo y hacía bien porque era indudablemente la chica más guapa que Dean y yo habíamos visto en nuestra vida. Tenía unos dieciséis años, un aspecto de la llanura maravilloso con una piel como las rosas, y ojos azules, el cabello adorable y la timidez y agilidad de una gacela. Cada vez que la mirábamos retrocedía asustada. Allí estaba de pie con los inmensos vientos que soplaban desde Saskatchevan jugando con su cabello que formaba maravillosos bucles en torno a su cabeza. Y se ruborizaba y se ruborizaba.