Terminamos nuestros asuntos con el granjero, echamos una última mirada al ángel de la pradera, y nos alejamos, ahora más despacio, hasta que cayó la noche por completo y Dean dijo que el rancho de Ed Wall estaba allí mismo, delante de nosotros.
– Las chicas como ésa me asustan -dije-. Lo abandonaría todo por ella y me arrojaría a sus pies; quedaría a su merced y si me rechazara me iría para siempre de este mundo.
Los chicos del colegio de jesuitas se reían. Sólo sabían de bromas colegiales y en sus cabezas de chorlito sólo tenían mucho Aquino mal digerido. Dean y yo no les hicimos ningún caso. Mientras cruzábamos la praderas cubiertas de barro me contaba cosas de sus días de vaquero y me enseñó un trecho de la carretera donde pasó una mañana entera cabalgando; y dónde había estado arreglando la alambrada nada más llegar a los terrenos de Wall, de una extensión tremenda; y donde el viejo Wall, el padre de Ed, solía alborotar persiguiendo una ternera en su coche por la yerba alta y gritando:
– ¡Cógela, cógela, cagoendiós!
– Tenía que comprar un coche nuevo cada seis meses -me explicó Dean-. No le importaba. Cuando se nos escapaba un animal corría en su persecución hasta que el coche se atascaba en un pantano y luego seguía a pie. Contaba hasta el último centavo que ganaba y lo guardaba en un puchero. Era un viejo ranchero loco. Ya te enseñaré algunos de los coches que destrozó, están cerca del granero. Estuve aquí en libertad condicional después de mi último lío. Y aquí vivía cuando le escribí aquellas cartas a Chad King.
Dejamos la carretera y nos metimos por un sendero sinuoso que atravesaba los pastos de invierno. Apareció de pronto ante nuestros faros un melancólico grupo de vacas con la cara blanca.
– ¡Aquí están! ¡Las vacas de Wall! ¡No podremos pasar a través de ellas! Tendremos que bajarnos y espantarlas. ¡En!¡Eh!¡Eh!
Pero no necesitamos hacerlo y avanzamos lentamente entre ellas, a veces golpeándolas suavemente, mientras se movían lentamente y mugían como un mar rodeando las puertas del coche. Más allá vimos la luz de la casa de Ed Wall. Alrededor de esa luz se extendían cientos de kilómetros de pastos.
La clase de oscuridad absoluta que cae sobre una pradera como ésta resulta inconcebible para alguien del Este. No había luna, ni estrellas, ni luz, excepto la de la cocina de la señora Wall. Lo que existía pasadas las sombras del porche era una interminable visión del mundo que no se conseguiría ver hasta el amanecer. Después de llamar a la puerta y de preguntar allí en la oscuridad por Ed Wall, que estaba ordeñando las vacas en el establo, di un breve y cauteloso paseo por aquella oscuridad, fueron sólo unos veinte pasos, ni uno más. Me pareció oír coyotes. Wall dijo que probablemente era uno de los caballos salvajes de su padre que relinchaba a lo lejos. Ed Wall tenía más o menos nuestra edad, era alto, ágil, de dientes en punta, y lacónico. Él y Dean habían pasado muchas tardes en las esquinas de la calle Curtís silbando a las chicas que andaban por allí. Ahora nos hizo entrar amablemente en la oscura, parda y poco utilizada sala de estar y anduvo en la oscuridad hasta que encontró unas mortecinas lámparas y las encendió y dijo a Dean:
– ¿Qué coño te ha pasado en ese dedo?
– Pegué a Marylou y se me infectó y tuvieron que amputarme un pedazo.
– ¿Adónde hostias vas y por qué? -me di cuenta que se comportaba como el hermano mayor de Dean. Meneó la cabeza; todavía tenía el cubo de leche a sus pies-. Bueno, de todos modos siempre has sido un hijoputa sin pizca de seso.
Entretanto su joven esposa preparó un magnifico banquete en la enorme cocina del rancho. Se disculpó por el helado de melocotón:
– No lleva más que nata y melocotones congelados -pero, claro está, fue el único helado auténtico que había tomado en toda mi vida. Empezó poco a poco y terminó en la abundancia; a medida que íbamos comiendo aparecían nuevas cosas en la mesa. Era una rubia bastante guapa, pero como todas las mujeres que viven en los grandes espacios abiertos se quejaba de que se aburría un poco. Habló de los programas de radio que solía escuchar a esta hora de la noche. Ed Wall estaba sentado y se limitaba a mirarse las manos. Dean comió vorazmente. Quería que yo siguiera su historia de que el Cadillac era mío. Según él, yo era un hombre muy rico y él era mi amigo y mi chófer. Aquello no impresionó en absoluto a Ed Wall. Cada vez que el ganado hacía ruido en el establo levantaba la cabeza y escuchaba.
– Bueno, espero que lleguéis bien a Nueva York -dijo, pero lejos de creer la historia de que el Cadillac era mío, estaba seguro de que Dean lo había robado. Estuvimos en el rancho aproximadamente una hora. Ed Wall había perdido toda su confianza en Dean, lo mismo que Sam Brady… lo miraba con desconfianza siempre que lo miraba. Habían pasado días muy agitados cuando, terminada la recolección del heno, andaban por la calles de Laramie, Wyoming; pero todo aquello estaba muerto e ido.
Dean saltaba convulsivamente en su silla.
– Muy bien, sí, sí, muy bien, y ahora creo que lo mejor será que nos larguemos porque tenemos que estar en Chicago mañana por la noche y ya hemos perdido varias horas.
Los colegiales dieron cordialmente las gracias a Wall y reanudamos la marcha. Me volví para ver la luz de la cocina hundirse en el mar de la noche. Después miré hacia delante.
9
En muy poco tiempo estábamos de nuevo en la autopista y esa noche vi desplegarse ante mis ojos todo el estado de Nebraska. íbamos a ciento setenta y cinco por hora por rectas interminables, cruzábamos pueblos dormidos, no había tráfico y el expreso de la Union Pacific quedaba detrás de nosotros bajo la luz de la luna. No sentí miedo en toda la noche; era perfectamente legítimo ir a ciento setenta y cinco y hablar y ver aparecer y desaparecer como en sueños todas las localidades de Nebraska: Ogallala, Gothenburg, Kearney, Grand Island, Columbus… Era un coche magnífico; corría por la carretera como un barco por el agua. Tomábamos las curvas con toda soltura.
– ¡Ah, tío, qué coche tan maravilloso! -suspiraba Dean-. Piensa lo que podríamos hacer tú y yo si tuviéramos un coche como éste. ¿Sabes que hay una carretera que baja hasta México y luego sigue hasta Panamá…? y quizá continúe hasta el final de América del Sur donde los indios miden más de dos metros y mascan coca en las montañas. ¡Sí! Tú y yo, Sal, recorreríamos el mundo entero en un coche como éste porque, tío, en definitiva la carretera tiene que dar la vuelta al mundo entero. ¿Adónde va a ir si no? ¿No es así? Pero, en fin, nos pasearemos por el viejo Chicago con este coche. Fíjate, Sal, nunca he estado en Chicago.
– En este Cadillac pareceremos gángsters.
– ¡Eso es! ¿Y las chicas? Podremos ligarnos un montón de chicas. Sal, he decidido mantener una velocidad extra y así tendremos una noche entera para andar por allí con el coche. Ahora sólo tienes que descansar y yo conduciré todo el rato.
– De acuerdo, ¿a qué velocidad vamos ahora?
– Nos mantenemos más o menos a ciento ochenta… y ni siquiera se nota. Cruzaremos Iowa entero durante el día y luego recorreremos Illinois en muy poco tiempo. -Los chicos se habían dormido y hablamos y hablamos toda la noche.
Era notable hasta qué punto Dean podía volverse loco y a continuación sondear su alma (que a mi juicio está arropada por un coche rápido, una costa a la que llegar y una mujer al final de la carretera), tranquila y sensatamente como si no hubiera pasado nada.