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El gran Chicago resplandecía rojo ante nuestros ojos. De repente nos encontrábamos en la calle Madison entre grupos de vagabundos, algunos tumbados en la calle con los pies en el borde de la acera, y otros cientos bullendo a la entrada de los saloons y callejas.
– ¡Vaya! ¡Vaya! Mira bien, Sal, porque el viejo Dean Moriarty quizá esté por casualidad este año en Chicago.
Dejamos a los vagabundos en esta calle y seguimos hacia el centro de Chicago. Tranvías chirriantes, vendedores de periódicos, chicas guapas, olor a comida y a cerveza en el aire, neones haciendo guiños.
– Estamos en la gran ciudad, Sal. ¡Maravilloso!
Lo primero que teníamos que hacer era aparcar el Cadillac en un sitio oscuro y lavarnos y vestirnos para la noche. Calle adelante, frente al albergue juvenil, encontramos una calleja entre edificios de ladrillo rojo y allí dejamos el Cadillac con el morro en dirección a la calle y listo para salir, después seguimos a los chicos hasta el albergue juvenil, donde cogieron una habitación y nos dejaron utilizar los servicios durante una hora. Dean y yo nos afeitamos y nos duchamos. Me cayó al suelo la cartera en el vestíbulo, Dean la cogió y ya se la iba a guardar cuando se dio cuenta de que era nuestra y se quedó muy decepcionado. Después dijimos adiós a los chicos, que estaban muy contentos de haber llegado enteros, y salimos a comer algo a una cafetería. El viejo Chicago pardo con sus extraños tipos semi del Este, semi del Oeste yendo a trabajar y escupiendo. Dean se quedó en medio de la cafetería rascándose la barriga y mirándolo todo. Quiso hablar con una extraña negra de edad madura que entró en la cafetería con una historia de que no tenía dinero pero sí bollos y quería mantequilla para ellos. Había entrado moviendo mucho las caderas y la pusieron inmediatamente de patitas en la calle.
– ¡Oye! -dijo Dean-. Vamos a seguirla; la llevaremos hasta el Cadillac. ¡Menudo baile que armaremos! -pero la olvidamos y seguimos por la calle North Clark, después de una vuelta por el Loop, para ver los bares de ligue y oír bop. Y fue una noche increíble-. Tío -me dijo Dean cuando nos encontrábamos delante de un bar-, mira esta calle de la vida, a los chinos que andan por Chicago. ¡Vaya ciudad tan rara! ¡Y fíjate en esa mujer de la ventana!, fíjate, fíjate cómo se le ven los pechos saliéndose por el escote del camisón, y vaya ojos tan grandes. Sal, tenemos que movernos y no pararnos hasta que lo consigamos.
– ¿Y adónde vamos, tío?
– No lo sé, pero tenemos que movernos.
En esto llegó un grupo de jóvenes músicos bop que sacaron sus instrumentos de unos coches. Entraron en un saloon y les seguimos. Se instalaron y empezaron a tocar. ¡Ya empezábamos! El líder era un tipo alto, algo encorvado, de pelo rizado, un saxo tenor de boca apretada, estrecho de hombros, con una camisa sport, fresco en la calurosa noche, con el desenfreno escrito en sus ojos, que cogió su instrumento y lo miraba frunciendo el ceño y tocaba fría y complicadamente y marcaba el ritmo con el pie como para captar ideas y se agachaba para evitar otras.
– ¡Toca! -decía con toda tranquilidad cuando les correspondía hacer solos a los otros muchachos. También estaba Prez, un fornido y guapo rubio que parecía un boxeador pecoso, vestido minuciosamente con un traje de sarga y el cuello de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata deshecho como indicando despreocupación, mientras sudaba y levantaba su instrumento y tocaba en un tono muy parecido al del propio Lester Young.
– Ves, tío, Prez tiene las preocupaciones técnicas de un músico que quiere hacer dinero, es el único que va bien vestido, fíjate cómo le preocupa no salirse de tono, aunque el líder, ese tipo tan frío, le diga que no se preocupe y se limite a tocar… de lo único que debe preocuparse es del sonido y la exuberancia de la música. Es un artista. Está enseñando al joven Prez, el boxeador. ¡Mira ahora a los otros!
El otro saxo era un alto, tenía unos dieciocho años, era un negro frío y contemplativo, un joven a lo Charlie Parker con aspecto de estudiante, la boca muy grande, más alto que los demás, serio. Levantaba su saxo y tocaba tranquila y pensativamente y obtenía frases de pájaro y una arquitectura lógica musical a lo Miles Davis. Eran los hijos de los grandes innovadores del bop.
Una vez hubo un Louis Amstrong que tocaba sus hermosas frases en el barro de Nueva Ordenas; antes que él, estaban los músicos locos que habían desfilado en las fiestas oficiales y convertido las marchas de Sousa en ragtime. Después estaba el swing, y Roy Eldridge, vigoroso y viril, que tocaba la trompeta y sacaba de ella todas las ondas imaginables de potencia y lógica y sutileza… miraba su instrumento con ojos resplandecientes y amorosa sonrisa y transmitía con él al mundo del jazz. Después había llegado Charlie Parker, un niño en la cabaña de su madre en Kansas City, que tocaba su agudo alto entre los troncos, que practicaba los días lluviosos, que salía para escuchar el viejo swing de Basie y Benny Molten, en cuya banda estaban Hot Lips Page y los demás… Charlie Parker dejó su casa y fue a Harlen y conoció al loco de Thelonius Monk y al más loco aún de Gillespie… Charlie Parker en sus primeros tiempos cuando flipeaba y daba vueltas mientras tocaba. Era algo más joven que Lester Young, también de Kansas City, ese lúgubre y santo mentecato en quien queda envuelta toda la historia del jazz; mientras mantuvo el saxo tenor en alto y horizontal era el más grande tocándolo, pero a medida que le fue creciendo el pelo y se volvió perezoso y despreocupado, el instrumento cayó cuarenta y cinco grados, hasta que finalmente cayó del todo y hoy lleva zapatos de suelas muy gruesas y no puede sentir las aceras de la vida y apoya el saxo contra el pecho y toca fríamente y con frases muy fáciles. Esos eran los hijos de la noche bop americana.
Extrañas flores, sin embargo… porque mientras el negro del alto meditaba por encima de la cabeza de todos con gran dignidad, el joven alto, delgado y rubio de la calle Curtis, de Denver, con pantalones vaqueros y cinturón con tachuelas, chupaba la boquilla del instrumento mientras esperaba a que los demás terminaran; y cuando lo hacían, empezaba y tenías que mirar a todas partes para descubrir de donde venía el solo, porque salía de una boca que sonreía angelicalmente junto a la boquilla y era un solo dulce, suave, de cuento de hadas. Solitario como América, un sonido desgarrador en la noche.
¿Qué decir de los otros y de todo aquel ruido? Estaba el bajista, un tipo pelirrojo y nervioso de ojos fulgurantes, que golpeaba las caderas contra el instrumento a cada impulso y que, en los momentos más calientes, tenía la boca abierta y como en trance.
– Tío, ahí tienes a uno capaz de dominar a una mujer.
El baterista triste, igual que nuestro hipster de la calle Folsom de Frisco, estaba completamente pasado; mirada perdida; mascaba chicle, ojos abiertos de par en par, moviendo el cuello en una especie de éxtasis. El pianista, era un fornido camionero italiano con manos gruesas, de potente y taciturna alegría. Tocaron una hora. Nadie escuchaba. Los vagabundos de la vieja North Clark dormitaban en el bar, las putas gritaban enfadadas. Chinos misteriosos se escurrían en silencio. Los ruidos de quienes buscaban plan o ligue se interferían. Siguieron tocando. Afuera en la acera se produjo una aparición: un chaval de unos dieciséis años, con perilla y la maleta de un trombón. Delgado como una paja y con cara de loco, quería unirse al grupo y tocar con ellos. Lo conocían y no lo admitieron. Se metió en el bar sin que nadie se diera cuenta y sacó el trombón y se lo llevó a los labios. No le dieron oportunidad. Terminaron, recogieron sus cosas, y se fueron a otro bar. Aquel delgadísimo chaval de Chicago quería tocar. Se ajustó las gafas oscuras, se llevó el trombón a los labios y soltó un "¡Booou!", Después corrió detrás de los otros músicos. No querían que tocara con ellos.