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– No quiero estas jodidas prendas; me las traen a diario los tipos de Canyon City.

Toda la calle Larimer era un hervidero de ex presidiarios que trataban de vender su ropa de la cárcel. Henry terminó con el traje debajo del brazo metido en una bolsa de papel y luciendo unos pantalones vaqueros nuevos y una camisa sport. Fuimos al bar de Glenarm, donde solía ir Dean. Por el camino Henry tiró el traje a una papelera. Llamé a Tim Gray. Ya era por la tarde.

– ¿Eres tú? -soltó Tim Gray-. Voy ahora mismo.

Diez minutos después entraba en el bar con Stan Shephard. Ambos habían hecho un viaje a Francia y estaban totalmente decepcionados con su vida en Denver. Les gustó Henry y le invitaron a cerveza. Henry empezó a gastar el dinero que le habían dado al salir de la cárcel. Me encontraba de nuevo en la suave y oscura noche de Denver con sus sagradas callejas y sus casas locas. Fuimos a todos los bares de la ciudad, a los paradores de West Colfax, a los bares de negros de Five Points, ¡la hostia!

Stan Shephard llevaba años esperando conocerme y ahora estábamos juntos por primera vez frente a la aventura.

– Sal, desde que he vuelto de Francia no tengo ni la más remota idea de qué hacer conmigo mismo. ¿Es cierto que te vas a México? Coño, ¿no podría ir contigo? Puedo conseguir cien dólares y una vez allí me matricularé en la universidad con mi paga de veterano de guerra.

Muy bien, estaba de acuerdo, Stan vendría conmigo. Era un tipo de Denver, ágil, tímido, desgreñado, con sonrisa patibularia y movimientos lentos y fáciles a lo Gary Cooper.

– ¡Muy bien, coño! -exclamó y se metió los pulgares en el cinturón y caminó calle abajo contoneándose lentamente. Estaba bastante enfadado con su abuelo. Se había opuesto a su viaje a Francia y ahora se oponía a que se fuera a México. Stan andaba sin rumbo por Denver como un vagabundo desde la riña con su abuelo. Aquella noche, después de beber muchísimo y de evitar que a Henry se le hincharan las narices en el Hot Shoppe, de Colfax, Stan se fue a dormir a la habitación que Henry había cogido en el hotel de Glenarm.

– Ni siquiera puedo llegar a casa tarde… mi abuelo empieza a reñirme, y luego la emprende con mi madre. Te lo aseguro, Sal, tengo que largarme en seguida de Denver o me volveré loco.

Bueno, yo me quedé en casa de Tim Gray y más tarde Babe Rawlins me dejó una habitación bastante agradable y limpia en el sótano de su casa y todos terminábamos la noche allí. Eso duró una semana. Henry fue a reunirse con su hermano y no le volvimos a ver ni supimos si alguien se le había publicado o si estaba de nuevo entre rejas o andaba por ahí en libertad.

Tim Gray, Stan, Babe y yo pasamos toda una semana en los agradables bares de Denver donde por las tardes las camareras llevan pantalones y andan de un lado para otro mirando con timidez, como avergonzadas. Nada de camareras curradas, sino camareras que se enamoraban de los clientes y tenían pasiones explosivas y andaban sudando y resoplando de un bar a otro; y esa misma semana pasábamos las noches en el Five Spots oyendo jazz, bebiendo en locos saloons de negros y recalando finalmente en mi habitación donde hablábamos hasta las cinco de la mañana. El mediodía habitualmente nos encontraba holgazaneando en el patio de la parte de atrás de la casa de Babe entre niños que jugaban a indios y vaqueros, y nos caían encima desde los cerezos en flor. Estaba pasándolo maravillosamente bien y el mundo entero se abría ante mí porque no tenía sueños. Stan y yo conspirábamos para conseguir que Tim Gray viniera con nosotros, pero Tim estaba muy apegado a su vida de Denver.

Ya me estaba preparando para ir a México cuando de repente Denver Doll me llamó una noche y me dijo:

– Bueno, Sal, adivina quién está camino de Denver- yo no tenía la menor idea-. Es una noticia exclusiva. Dean ha comprado un coche y viene a reunirse contigo.

Tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose paso a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste. Comprendí que Dean había enloquecido una vez más. No existía la más mínima posibilidad de que mandara dinero a ninguna de sus dos mujeres pues para comprar el coche tenía que haber sacado todos los ahorros que tenía en el banco. Era el gran cataclismo. A su espalda humeaban achicharradas ruinas. Corría de nuevo hacia el Oeste atravesando el agitado y terrible continente, y llegaría en seguida. Hicimos los preparativos rápidamente. La noticia añadía que me iba a llevar a México en el coche.

– ¿Crees que me querrá llevar también a mí? -preguntó Stan asustado.

– Hablaré con él -le respondí sombrío. No sabía qué pensar.

– ¿Dónde va a dormir? ¿Qué comerá? ¿Hay alguna chica para él?

Era como la llegada inminente de Gargantúa; había que hacer preparativos para ampliar las alcantarillas de Denver y reducir el alcance de ciertas leyes con el fin de que todo se adaptara a su cuerpo doliente y a sus explosivos éxtasis.

3

La llegada de Dean fue algo así como una vieja película. Yo estaba en casa de Babe una dorada tarde. Unas palabras sobre la casa. Su madre estaba en Europa. Su puesto lo ocupaba una tía llamada Charity; tenía setenta y cinco años y era inquieta como una gallina. La familia Rawlins se extendía por todo el Oeste, y ella siempre andaba de una casa en otra tratando de ser útil. Había tenido docenas de hijos. Todos se habían ido; todos la habían abandonado. Era vieja pero le interesaba todo lo que hacíamos y decíamos. Meneaba tristemente la cabeza cuando nos veía beber whisky en el cuarto de estar.

– Podría ir al patio a hacer eso, joven.

Arriba -aquel verano la casa parecía una pensión- vivía un tipo llamado Tom que estaba desesperadamente enamorado de Babe. Procedía de Vermont, se decía que de una rica familia y que le esperaba una carrera y de todo, pero prefería estar donde estuviera Babe. Por la tarde se sentaba en el cuarto de estar con un periódico que ocultaba su rostro congestionado y estaba atento a todo lo que decíamos, aunque no lo demostraba. Se congestionaba de modo especial cuando Babe decía algo. Cuando le obligábamos a bajar el periódico nos miraba con increíble fastidio y sufrimiento.

– ¿Cómo? Sí, supongo que sí -y por lo general sólo decía eso.

Charity, sentada en un rincón, tejía y nos vigilaba con sus ojos de pájaro. Estaba muy en su papel de carabina y procuraba que no dijéramos tacos. Babe, risueña como siempre, estaba sentada en el sofá. Tim Gray, Stan Sephard y yo estábamos desparramados en butacas a su alrededor. El pobre Tom sufría. Se levantó, bostezó y dijo:

– Bueno, mañana será otro día. Buenas noches -y desapareció escalera arriba.

Babe no sabía qué hacer con él. Estaba enamorada de Tim Gray pero éste se le escurría como una anguila. Así que estábamos sentados allí aquella soleada tarde hacia la hora de cenar cuando Dean detuvo delante de la casa su coche y se apeó de él con un traje de tweed, incluidos chaleco y cadena de reloj.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -oí en la calle. Estaba con Roy Johnson que acababa de volver de Frisco con su esposa Dorothy y vivía en Denver de nuevo. Lo mismo habían hecho Ed y Galatea Dunkel, y también Tom Snark. Todo el mundo estaba otra vez en Denver. Salí al porche.

– Bien, muchacho -dijo Dean alargando su manaza-. Ya veo que todo anda bien por aquí. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! -les dijo a todos-. Claro, Tim Gray, Stan Sephard, ¿cómo os va? -Le presentamos a Charity-. ¡Oh, claro!, ¿cómo está usted? Este es Roy Johnson, un amigo mío que ha tenido la amabilidad de acompañarme. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Uf! ¡Kaf! Mayor Hopple, señor -añadió tendiendo la mano a Tom que le miraba atónito-. Claro, claro. Bien, Sal, ¿qué pasa contigo? ¿Cuándo nos abrimos para México? ¿Mañana por la tarde? Estupendo, estupendo. Bueno, veamos. Sal, tengo exactamente dieciséis minutos para ir a casa de Ed Dunkel, y recuperar mi viejo reloj del tren si quiero empeñarlo en la calle Larimer antes de que cierren, entretanto y siempre que el tiempo lo permita, iré a ver si mi viejo está por casualidad en la taberna de Jiggs o en cualquiera de los demás bares de la zona, y luego tengo una cita con Doll, el barbero, que siempre me ha considerado buen cliente suyo y yo le correspondo y sigo acudiendo a su peluquería.