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– Tengo mujer e hijo… y no tengo dinero… ¿comprenden? -Su dulce y educada sonrisa resplandeció en el rojo crepúsculo mientras nos despedíamos con la mano desde el coche. A su espalda quedaban el triste parque y los niños.

6

Nada más salir de Gregoria la carretera empezó a descender, a ambos lados se alzaban grandes árboles y, como oscurecía, oímos el ruido de billones de insectos que hacían un sonido constante.

– ¡Vaya! -dijo Dean, y encendió los faros y no funcionaban-. ¿Qué pasa? ¡Coño! ¿Qué hostias pasa? -y golpeó enfadado el salpicadero-. Tendremos que ir a través de la selva sin luces, ¡fijaos qué horror! Sólo veré cuando venga otro coche y por aquí no hay coches. Y tampoco luces, claro. ¿Qué coño podemos hacer?

– Podemos seguir. Aunque quizá fuera mejor volver…

– ¡No! ¡Nunca! ¡Nunca! Seguiremos. Casi no puedo ver la carretera. Pero seguiremos.

Y salimos disparados por aquella oscuridad entre el chirrido de los insectos, y un olor intenso, rancio, casi a podrido, y recordamos y comprobamos que en el mapa se indicaba que inmediatamente después de Gregoria empezaba el Trópico de Cáncer.

– Estamos en un trópico nuevo -gritó Dean-, No es de extrañar este olor. ¡Oledlo!

Saqué la cabeza por la ventanilla; varios bichos me chocaron contra la cara: un agudo e intenso chirrido llegó hasta mí en el momento en que levanté la cabeza. De repente los faros funcionaban de nuevo y perforaron las sombras de adelante, iluminando la solitaria carretera que discurría entre sólidos muros de frondosos y retorcidos árboles de más de treinta metros de altura.

– ¡Qué hijoputa! -gritaba Stan en el asiento de atrás-. ¡Qué cabronazo! -Todavía estaba alto. Sí, de pronto comprendimos que seguía alto y que la selva y las dificultades carecían de importancia para él. Nos echamos a reír todos.

– ¡A tomar por el culo todo! Nos lanzaremos a través de esta maldita selva. Esta noche dormiremos en ella, ¡vamos allá! -gritaba Dean-. Stan está perfectamente. A Stan no le importa nada. Está tan alto con aquellas tías y con la tila y aquel mambo increíble que sigue sonándome en los oídos, que todo se la trae floja. Está tan alto que por una vez en su vida sabe realmente lo que está haciendo -nos quitamos las camisas y avanzamos a través de la jungla desnudos de medio cuerpo para arriba. Ningún pueblo, nada, sólo selva, kilómetros y kilómetros, siempre hacia abajo. Y cada vez hacía más calor, y los insectos sonaban más alto y la vegetación se espesaba, el olor se volvía más denso y rancio hasta que nos acostumbramos a él y terminó por gustarnos.

– Me gustaría desnudarme y revolearme por esta selva -dijo Dean-. ¡Sí, tío, coño! Y lo voy a hacer en cuanto encuentre un buen sitio.

Y de pronto, Limón apareció ante nosotros. Era un pueblo de la jungla, unas cuantas luces mortecinas, densas sombras, enormes cielos por arriba y unos cuantos hombres frente a un grupo de cabañas. Un cruce de carreteras tropical.

Nos detuvimos entre una tranquilidad inimaginable. Hacía tanto calor como dentro del horno de un panadero una noche de junio en Nueva Orleans. A lo largo de la calle había familias enteras sentadas al aire libre, charlando tranquilamente; de vez en cuando pasaban chicas, pero todas eran muy jóvenes y sólo tenían curiosidad por ver qué aspecto teníamos. Iban descalzas y sucias. Nos apoyamos en el porche de madera de una tienda destartalada con sacos de harina y pinas frescas rodeadas de moscas sobre el mostrador. Había una lámpara de petróleo y fuera unas cuantas luces mortecinas más, y el resto era oscuridad, oscuridad y oscuridad. Estábamos tan cansados que teníamos que dormir fuera como fuera y llevamos el coche por un camino de tierra hasta las afueras del pueblo. Hacía un calor tan increíble que era imposible dormir. Dean cogió una manta y se tumbó sobre la suave y caliente tierra del camino con ella debajo. Stan se estiró en el asiento delantero del Ford con las dos puertas abiertas para hacer corriente, pero no corría el más leve soplo de aire. Yo, en el asiento de atrás estaba bañado en sudor. Me bajé del coche y anduve vacilante en la oscuridad. Todo el pueblo se había ido a la cama; sólo se oía ladrar a los perros. ¿Cómo conseguiría dormir? Miles de mosquitos nos habían picado ya en el pecho y brazos y tobillos. Entonces tuve una brillante idea: salté al techo metálico del coche y me tendí allí boca arriba. Todavía no había brisa pero el acero era frío y me secó el sudor de la espalda dejando pegados a ella miles de insectos, y comprendí que la selva nos traga y nos convierte en parte de ella misma. Tumbado en el techo del coche cara al negro cielo me pareció estar encerrado en un baúl una noche de verano. Por primera vez en mi vida el ambiente no era algo que me tocara, que me acariciara, que me congelara, sino que era yo mismo. La atmósfera y yo nos convertimos en la misma cosa. Mientras dormía llovían encima de mi cara blandos chorros de microscópicos insectos que me proporcionaban una sensación agradable y sedante. No había estrellas en el cielo, totalmente invisible y pesado. Podía pasarme toda la noche allí con la cara expuesta a los cielos, y los cielos no me harían más daño que un manto de terciopelo que me envolviera. Los insectos muertos se mezclaban con mi sangre; los mosquitos vivos intercambiaban otras porciones de mi cuerpo; empezó a picarme todo y a oler yo mismo a la rancia, caliente y podrida selva; el pelo, la cara y los pies olían a selva. Para reducir el sudor me puse una camiseta manchada de insectos aplastados y volví a tumbarme. Una sombra en el camino me indicaba dónde dormía Dean. Le oía roncar. Stan también roncaba.

De cuando en cuando en el pueblo se veía un leve destello: era el vigilante nocturno que hacía su ronda con una linterna y que murmuraba levemente en la noche de la selva. Entonces vi que la luz se acercaba a donde estábamos y oí sus pasos sobre la capa de tierra y la vetegación. Se detuvo e iluminó el coche. Me senté y le miré. Con una voz trémula, casi de queja y extremadamente suave dijo:

– ¿Dormiendo? -y señaló a Dean tumbado en el camino. Entendí qué quería decir si "estaba durmiendo".

– Sí, dormiendo.

– Bueno, bueno -se dijo a sí mismo y se alejó como de mala gana y volvió a sus solitarias rondas. En América jamás han existido policías tan amables. Nada de sospechas, nada de líos, nada de molestias: era el vigilante del pueblo dormido.

Volví a mi cama de acero y me estiré con los brazos en cruz. Ni siquiera sabía si encima de mí había ramas o cielo abierto, pero no me importaba. Abrí la boca y respiré profundas bocanadas de aire de la jungla. De hecho no era aire, sino la palpable y viva emanación de árboles y pantanos. Me quedé despierto. En alguna parte los gallos empezaron a anunciar el alba. Seguía sin haber aire, tampoco había brisa ni humedad; únicamente existía la misma pesadez del Trópico de Cáncer que nos mantenía clavados a la tierra, a la que pertenecíamos. En el cielo no había ninguna señal del amanecer. De pronto oí ladrar furiosamente a los perros y después oí el débil clip-clop de los cascos de un caballo. Se iba acercando más y más. ¿Qué tipo de loco jinete de la noche podría ser? Entonces vi una aparición: un caballo salvaje, blanco como un fantasma, trotaba por el camino dirigiéndose directamente hacia Dean. Detrás los perros corrían y alborotaban. No los veía, eran sucios perros de la jungla, pero el caballo era blanco como la nieve e inmenso y casi fosforescente y fácil de ver. No sentí miedo por Dean. El caballo lo vio y pasó trotando junto a su cabeza, pasó tranquilamente junto al coche, relinchó suavemente, atravesó el pueblo acosado por los perros, se perdió en la selva por el otro lado y todo lo que seguí oyendo fueron sus cascos perdiéndose en la distancia. Los perros se calmaron y se pusieron a lamerse tranquilamente. ¿Qué era este caballo? ¿Qué mito, qué espíritu, qué fantasma? Conté lo que había pasado a Dean en cuanto se despertó. Creía que yo lo había soñado. Entonces recordó vagamente que había soñado con un caballo blanco y le dije que no había sido un sueño. Stan Shephard fue despartándose lentamente. En cuanto nos movíamos volvíamos a sudar terriblemente. La oscuridad seguía siendo total.