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– ¿Conseguir qué?

– ¡ESO! ¡ESO! Te lo diré… pero ahora no tengo tiempo -y Dean corrió a observar a Rollo Greb un poco más.

George Shearing, el gran pianista de jazz era, según Dean, exactamente igual que Rollo Greb. Durante el loco fin de semana, Dean y yo fuimos al Birdland a ver a Shearing. El local estaba desierto, éramos los primeros clientes. A las diez apareció Shearing, que es ciego, y lo llevaron de la mano hasta el piano. Era un inglés de aspecto distinguido con cuello duro, ligeramente grueso, rubio, con un delicado aire de noche-inglesa-de-verano que se hizo patente con los primeros suaves escarceos que tocó en el piano mientras el bajista se inclinaba con respeto hacia él y marcaba el ritmo. El baterista, Denzil Best, estaba sentado inmóvil exceptuadas sus muñecas, que movían las escobillas. Y Shearing empezó a balancearse; una sonrisa recorrió su rostro extasiado; comenzó a balancearse en el taburete del piano, hacia adelante y hacia atrás, al principio con lentitud, luego de acuerdo con el ritmo, cada vez más de prisa, mientras su pie izquierdo golpeaba el suelo marcando el compás, su cuello se balanceaba retorciéndose, bajaba el rostro hasta las teclas, se echaba el pelo hacia atrás; se despeinó y empezó a sudar. La música se hacía más potente. El bajista se encorvó y tocaba cada vez más fuerte, y cada vez más de prisa; eso era todo. Shearing empezó a tocar su solo; los acordes salían del piano como grandes chubascos, y se pensaba que el tipo no tendría tiempo de ordenarlos. Se agitaban como el mar. La gente le gritaba:

– ¡Sigue! ¡Sigue!

Dean sudaba; el sudor fluía de su cuello.

– ¡Ya está! ¡Eso es! ¡Es Dios! ¡El Dios Shearing! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Y Shearing era consciente del loco que tenía detrás, oía cada uno de los gritos de Dean, cada una de sus imprecaciones, se daba cuenta de todo ello aunque no pudiera verlo.

– ¡Eso es! ¡Perfecto! -decía Dean- ¡Sí! ¡Sí!

Shearing sonreía, se balanceaba. Se levantó y se alejó del piano empapado de sudor; era su gran época de 1949 antes de hacerse frío y comercial. Cuando se marchó, Dean señaló el vacío taburete.

– El taburete vacío de Dios -dijo.

Sobre el piano había una trompeta; su sombra dorada producía un reflejo extraño sobre la caravana del desierto pintada en la pared detrás de la batería. Dios se había ido; era el silencio de su partida. Era una noche lluviosa. Era el mito de la noche lluviosa. Dean abrió los ojos con miedo. Esta locura no podía llevar a ninguna parte. No sabía lo que me estaba pasando, y de pronto me di cuenta que sólo se trataba de la tila, de la marijuana, que habíamos estado fumando; Dean la había traído a Nueva York. Eso me hizo pensar que podía suceder cualquier cosa… era el momento en que uno lo sabe todo y todo queda decidido para siempre.

5

Los dejé a todos y fui a casa a descansar. Mi tía me dijo que andaba perdiendo el tiempo en compañía de Dean y su grupo. También yo sabía que no obraba bien. La vida es la vida, y los afectos los afectos. Lo que ahora quería era hacer otro maravilloso viaje a la Costa Oeste y regresar a tiempo para el semestre de primavera en la facultad. ¡Y qué viaje fue! Viajé sólo por viajar y ver qué otras cosas hacía Dean, y finalmente, porque sabía que en Frisco Dean volvería junto a Camille, y yo quería enrollarme con Marylou. Nos dispusimos a atravesar el duro continente de nuevo. Cobré mi cheque de veterano de guerra y entregué dieciocho dólares a Dean para que se los girara a su mujer; ella esperaba su regreso y estaba sin blanca. Lo que Marylou tenía in mente lo desconocía. Ed Dunkel, como siempre, seguía a Dean.

Antes de irnos pasamos unos días muy divertidos en el apartamento de Carlo. Carlo andaba envuelto en su albornoz y soltaba discursos semi-irónicos.

– No trato de quitaros la alegría ni mucho menos, pero me parece que ha llegado el momento de que decidáis quiénes sois y qué vais a hacer -trabajaba de mecanógrafo en una oficina-. Quiero saber lo que significa eso de estar sentados el día entero en casa. Lo que significa tanta conversación y lo que os proponéis hacer. Dean, ¿por qué dejaste a Camille y volviste con Marylou? -ninguna respuesta… risas-. Marylou, ¿por qué viajas de este modo por el país y cuáles son tus intenciones? -la misma respuesta-. Ed Dunkel, ¿por qué abandonaste a tu reciente esposa en Tucson y qué haces ahora sentado sobre tu enorme culo? ¿Dónde está tu hogar? ¿Cuál es tu trabajo? -Ed Dunkel inclinó la cabeza auténticamente desconcertado-. Sal, ¿cómo has caido tan bajo y qué has hecho con Lucille? -Se ajustó el albornoz y se sentó frente a nosotros-. Están a punto de llegar los días de la ira. El globo no os sostendrá mucho más. Y no sólo eso, además es un globo abstracto. Iréis volando a la Costa Oeste y volveréis tambaleándoos en busca de vuestra lápida.

En aquellos días Carlo utilizaba un tono de voz que esperaba que sonase como lo que él llamaba La Voz de Piedra; la idea era pasmar a la gente y dejarla de piedra.

– Poneos dragones en los sombreros -nos advertía-, estáis en la buhardilla con los murciélagos -y nos miraba con ojos locos.

Desde la época de Dakar había pasado un período terrible que él denominaba el de las Calmas Santas, o de Harlem, cuando vivía en Harlem en pleno verano y por la noche se despertaba en su solitaria habitación y oía a «la gran máquina» bajando del cielo; y cuando caminaba por la calle 125 «debajo del agua» con los demás peces. Era un lío de ideas radiantes el que iluminaba su cerebro. Hizo que Marylou se sentase en sus rodillas y le ordenó que se tranquilizara.

– ¿Por qué no te sientas y te relajas? ¿Por qué andas dando saltos todo el tiempo? -Dean se movía de un lado a otro, puso azúcar en el café y dijo:

– Sí. Sí. ¡Sí!

Por la noche, Ed Dunkel dormía en el suelo encima de unos cojines, Dean y Marylou echaron a Carlo de su cama y éste se sentaba en la cocina, delante de unos riñones salteados, murmurando las predicciones de la piedra. Yo iba casi todos los días y lo observaba todo.

– Anoche -me dijo Ed Dunkel-, caminaba hacia Times Square y en cuanto llegué me di cuenta de que era un fantasma… sí, aquello era mi espíritu paseando por la acera -me dijo esto sin hacer ningún comentario, moviendo la cabeza enfáticamente. Diez horas más tarde, en mitad de la conversación de otro, Ed añadió-: Sí, era mi espíritu paseando por la acera.

De pronto, Dean se inclinó gravemente hacia mí y dijo:

– Sal, tengo que pedirte algo… es muy importante para mí… no sé cómo lo tomarás… pero somos amigos, ¿verdad?

– Claro, Dean -casi se puso colorado.

Por fin lo soltó: quería que me trabajara a Marylou. No le pregunté por qué pues sabía que quería ver cómo quedaba Marylou en brazos de otro hombre. Cuando me propuso la idea estábamos sentados en el Ritzy's Bar; habíamos pasado una hora caminando por Times Square, buscando a Hassel. El Ritzy's Bar es el bar de los maleantes callejeros de Times Square y alrededores; cambia de nombre todos los años. Entras y no se ve ni una chica, sólo hay un gran montón de jóvenes vestidos con todo tipo de ropa, desde camisas rojas a trajes completos. También era un bar de chulitos, de chicos que se ganan la vida por la noche con los tristes homosexuales viejos de la Octava Avenida. Dean entró con los ojos entornados para verlos bien a todos. Había maricones negros, hoscos chavales con pistola, marineros de navaja, delgados y ajenos yonquis y algún que otro policía de edad madura bien vestido que quiere pasar por corredor de apuestas y anda por allí medio por interés, medio por obligación. Era un sitio muy adecuado para que Dean me hiciera la propuesta. En el Ritzy's Bar se fraguan todo tipo de planes turbios -se podía oler en el aire- y todo tipo de actividades sexuales para acompañarlos. El atracador no propone sólo a un joven maleante un golpe en la calle 14, también le dice que vayan a acostarse juntos. Kinsey pasó un montón de tiempo en el Ritzy's Bar entrevistando a algunos de los chicos; yo andaba por allí la noche de 1945 en que estuvo su ayudante. Hassel y Carlo fueron entrevistados.

Dean y yo volvimos al apartamento en coche y encontramos a Marylou acostada. Dunkel andaba paseando su fantasma por Nueva York. Dean le contó a Marylou lo que había decidido. Ella se mostró encantada. Yo no estaba muy seguro de mí mismo. Tenía que demostrar que podía hacerlo. La cama había sido el lecho mortuorio de un tipo enorme y estaba hundida por el medio. Marylou estaba allí y Dean y yo a ambos lados equilibrando los dos extremos levantados del colchón. No sabía qué decir, y solté:

– ¡Mierda! No puedo hacerlo.

– Vamos, tío, lo prometiste -dijo Dean.

– ¿Y Marylou? -añadí-. Venga, Marylou, di lo que piensas.

– Adelante -me respondió.

Me abrazó y yo traté de olvidarme de que Dean estaba allí. Cada vez que recordaba que estaba allí en la oscuridad, escuchando cada sonido, no podía hacer más que reír. Era horrible.

– Debemos relajarnos -dijo Dean.

– Creo que no podré hacerlo. ¿Por qué no te vas un momento a la cocina?

Dean así lo hizo. Marylou se mostró muy tierna, pero le susurré:

– Espera hasta que seamos amantes en San Francisco; ahora no estoy por la labor.

Marylou dijo que tenía razón. Eramos tres hijos de la tierra intentando decidir algo por la noche y con todo el peso de los siglos pasados flotando en la oscuridad allí delante de nosotros. Había una extraña quietud en el apartamento. Fui junto a Dean, le di una palmada en el hombro y le dije que fuera a ver a Marylou; yo me retiré al sofá. Oía a Dean resoplando y agitándose frenéticamente. Sólo alguien que ha pasado cinco años en la cárcel puede llegar a estos extremos de maniático sin remedio; suplicando en la boca del manantial de la dulzura; enloquecido con la realización completamente fisica de los orígenes de la bendita vida; buscando ciegamente el regreso al lugar del que procede. Ese es el resultado de años enteros mirando fotografías porno entre rejas; observando las piernas y los pechos de las mujeres de las revistas, considerando la dureza de las celdas de acero y la blandura de la mujer que no está allí. En la cárcel uno se promete el derecho a vivir. Dean jamás había conocido a su madre. Cada nueva chica, cada nueva mujer, cada nuevo niño era un agregado más a su triste empobrecimiento. ¿Dónde estaba su padre? El viejo vagabundo Dean Moriarty viajando en trenes de carga, trabajando de pinche de cocina en las cantinas del ferrocarril, dando tumbos lleno de vino por callejas nocturnas, expirando sobre montones de carbón, perdiendo sus amarillentos dientes uno a uno en las zanjas del Oeste. Dean tenía pleno derecho a morir de la dulce muerte del amor total de su Marylou. No quería interferir, sólo quería ser su sucesor.