Выбрать главу

– No hay nada mejor para abrir el apetito. En una ocasión estaba colocado y me tomé una asquerosa hamburguesa y me pareció la cosa más deliciosa del mundo. Regresé de Houston la semana pasada, había ido a ver a Dale para el asunto de los guisantes. Una mañana dormía en un hotel cuando de repente un disparo me sacó de la cama. Aquel jodido loco acababa de disparar contra su mujer en la habitación contigua a la mía. Todo el mundo estaba asustado y el tipo cogió su coche y se largó dejando la escopeta en el suelo para el sherifT. Por fin lo detuvieron en Houma, con una borrachera de padre y muy señor mío. Ya no se puede andar tranquilo por este país sin un arma -y abrió la chaqueta y nos mostró su revólver. Después abrió un cajón y nos enseñó el resto del arsenal. En Nueva York en cierta ocasión tenía una metralleta bajo la cama-. Ahora tengo algo mejor… un fusil alemán de gases, un Schaintoth; observad qué belleza, sólo tengo un cartucho. Podría cargarme a cien tipos con este arma y tener tiempo de sobra para largarme. Lo único malo es que sólo tengo un cartucho.

– Espero no estar por allí cerca cuando lo pruebes -dijo Jane desde la cocina-. ¿Cómo sabes que es un cartucho de gas?

Bull resopló; nunca prestaba atención a las salidas de Jane pero las oía. La relación entre él y su mujer era de lo más extraño: hablaban toda la noche; a Bull le gustaba vigilar la puerta y hablaba sin parar con su melancólica y monótona voz, ella intentaba intervenir, pero nunca podía; al amanecer él estaba cansado y entonces Jane hablaba y él escuchaba, resoplando y haciendo fuuu por la nariz. Ella le amaba locamente, pero de un modo delirante; no había muestras externas de cariño ni remilgos, sólo conversación y una profundísima camaradería que ninguno de nosotros conseguía penetrar. Algo curiosamente frío y antipático que entre ellos era de hecho una forma de humor a través de la que se comunicaban mutuamente sutiles vibraciones. El amor lo es todo: Jane jamás estaba a más de tres metros de Bull y nunca perdía palabra de lo que decía, y eso que él hablaba en voz muy baja.

Dean y yo estábamos deseando pasar una buena noche en Nueva Orleans y queríamos que Bull nos orientara. Nos echó un jarro de agua fría encima cuando dijo:

– Nueva Orleans es una ciudad muy aburrida. La ley prohibe ir a la parte de los negros. Los bares son insoportablemente lúgubres.

– Supongo que habrá algún bar interesante -añadí.

– No existen en América bares realmente interesantes. Un bar interesante está más allá de nuestro alcance. En 1910 un bar era un sitio donde los hombres se reunían después de trabajar, y todo lo que había allí era una larga barra de latón, escupideras, una pianola como música, unos cuantos espejos, y barriles de whisky a diez céntimos el trago junto a barriles de cerveza a cinco la jarra. Ahora todo lo que hay es cromados, mujeres borrachas, maricas, camareros hostiles, dueños nerviosos que andan cerca de la puerta preocupados por sus sillas de cuero y por la ley; sólo un montón de gente gritando a destiempo y un silencio de muerte cuando entra un desconocido.

Discutimos sobre el tema de los bares.

– De acuerdo -añadió-. Os llevaré a Nueva Orleans esta noche y te enseñaré lo que te estoy explicando.

Y nos llevó deliberadamente a los bares más siniestros. Jane se quedó con los niños; habíamos terminado de cenar y ella leía los anuncios del Times-Picayune, de Nueva Orleans. Le pregunté si buscaba empleo; me respondió que simplemente se trataba de la parte del periódico más interesante.

Bull nos acompañó a la ciudad y siguió hablando:

– Tómatelo con calma, Dean, en seguida llegaremos, supongo. Mira, ahí tenemos el ferry. No necesitas tirarnos al río. -Me dijo que Dean había empeorado-. Me parece que va directamente hacia su destino ideal, que es una psicosis convulsiva mezclada con la irresponsabilidad y la violencia del psicópata. -Observaba a Dean con el rabillo del ojo-. Si vas a California con ese loco nunca conseguirás nada. ¿Por qué no te quedas conmigo en Nueva Orleans? Apostaremos a los caballos en Graetna y descansaremos en mi patio. Tengo una hermosa colección de cuchillos, estoy construyendo un blanco. También hay unas cuantas chicas apetitosas en el centro, si es que esta temporada te interesa eso -lanzó un resoplido.

Estábamos en el ferry y Dean se bajó del coche para asomarse por la borda. Lo seguí, pero Bull continuaba sentado en el coche resoplando, fuuuu. Aquella noche, sobre las aguas marrones, había un místico jirón de niebla, también leños a la deriva; al otro lado del río, Nueva Orleans resplandecía con brillos anaranjados, y unos cuantos barcos en los muelles cubiertos de niebla; fantasmales barcos de Benito Cereño con antepechos españoles y popas ornamentales, hasta que te acercabas a ellos y veías que sólo eran viejos cargueros suecos o panameños. Las luces del ferry brillaban en la noche; los mismos negros trabajaban con las palas y cantaban. En una ocasión el viejo Big Slim Hazard había trabajado en el ferry de Algiers como marinero de cubierta; eso también me llevó a pensar en Mississippi Gene; y mientras el río corría desde el centro de América bajo la luz de las estrellas lo supe, supe igual que un loco que todo lo que había conocido y todo lo que conocería era Uno. Es curioso, pero esa noche, cuando cruzábamos en el ferry con Bull Lee, una chica se suicidó en el muelle; lo leí en el periódico del día siguiente.

Estuvimos en los bares más siniestros del barrio francés con Old Bull y volvimos a casa hacia medianoche. Aquella noche Marylou tomó todo lo que aparece en los libros: fumó tila, tomó barbitúricos y anfetas, bebió mucho alcohol, y hasta le pidió a Bull un chute de morfina que, él, por supuesto, no le dio. Le dio un martini. Estaba tan pasada con tantos productos que llegó a una especie de sopor y parecía una retrasada mental cuando se quedó en el porche conmigo. El porche de Bull era maravilloso. Rodeaba toda la casa; a la luz de la luna y con los sauces la hacía parecer una vieja mansión sureña que había conocido tiempos mejores. Dentro, Jane seguía leyendo los anuncios en el cuarto de estar; Bull estaba en el cuarto de baño metiéndose un fije, apretándose una vieja corbata negra con los dientes para hacer el torniquete y pinchándose con la aguja en su dolorido brazo lleno de agujeros; Ed Dunkel y Galatea estaban desparramados sobre la maciza cama de matrimonio que Bull y Jane nunca utilizaban; Dean liaba porros; y Marylou y yo imitábamos a la aristrocracía del Sur.

– ¿A qué se debe, señorita Lou, que esta noche esté usted tan bella y atrayente?

– ¡Oh! Mil gracias, querido Crawford, no dude que sabré apreciar lo que me dice.

Las puertas que daban al semihundido porche se abrían sin cesar y los personajes de nuestro triste drama de la noche americana salían constantemente para ver dónde estaban los demás. Finalmente di una vuelta yo solo hasta el malecón. Quería sentarme en la orilla pantanosa y observar el río Mississippi; en vez de eso, tuve que mirarlo con la nariz pegada a una alambrada. Cuando se separa a la gente de sus ríos, ¿adónde se puede llegar?

– ¡Burocracia! -dice Bull sentado con Kafka sobre sus rodillas, una lámpara sobre su cabeza, resoplando, fuuuu, fuuuu.

Su vieja casa cruje. Y los grandes troncos de Montana bajan de noche por el negro río.

– No es más que la burocracia -sigue Bull-, ¡la burocracia y los sindicatos! ¡Especialmente los sindicatos! -pero su lúgubre risa volvía de nuevo.

7

La mañana siguiente me levanté fresco y bastante temprano y me encontré a Bull y Dean en el patio de atrás. Dean llevaba su mono de trabajo y ayudaba a Bull. Este había encontrado un grueso madero medio podrido y trataba desesperadamente de extraer con un martillo los clavos que tenía incrustados. Miramos los clavos; había millones; eran como gusanos.

– En cuanto saque todos estos clavos, me construiré un estante que durará mil años -dijo Bull con todos los huesos temblándole con excitación de adolescente-, ¿No comprendes, Sal, que los estantes que se construyen hoy día se rompen con el peso de cualquier chuchería en menos de seis meses o se vienen abajo? Y lo mismo las casas, y lo mismo la ropa. Esos hijoputas han inventado unos plásticos con los que podrían hacer casas que duraran para siempre. Y neumáticos. Los americanos mueren anualmente por millares debido a neumáticos defectuosos que se calientan en la carretera y revientan. Podrían fabricar neumáticos que nunca reventaran. Y lo mismo pasa con la pasta de dientes. Hay un chicle que han inventado y no quieren que se sepa porque si lo masticas de niño no tendrás caries en toda tu vida. Y lo mismo la ropa. Pueden fabricar ropa que dure para siempre. Prefieren hacer productos baratos y así todo el mundo tiene que seguir trabajando y fichando y organizándose en siniestros sindicatos y andar dando tumbos mientras las grandes tajadas se las llevan en Washington y Moscú. -Levantó el podrido madero-. ¿No te parece que de aquí podría salir un estante magnífico?

Era por la mañana temprano; su energía estaba en el apogeo. El pobre llevaba encima tanta droga que tenía que pasarse gran parte del día sentado en una butaca con la luz encendida a mediodía, pero por la mañana era maravilloso. Empezamos a tirar cuchillos al blanco. Dijo que en Túnez había visto a un árabe que era capaz de dar en el ojo de un hombre a doce metros de distancia. Esto le llevó a su tía que había ido a la Casbah en los años treinta.

– Estaba con un grupo de turistas conducido por un guía. Llevaba un anillo con un diamante en el meñique. Se apoyó contra una pared para descansar un momento y surgió un árabe que le quitó el dedo donde llevaba el anillo antes de que ella pudiera gritar. De pronto se dio cuenta de que no tenía ni dedo. ¡Ji-ji-ji! -cuando se reía contraía los labios y la risa le salía del vientre, de muy lejos, y se doblaba hasta tocar las rodillas. Se rió mucho rato-. ¡Oye Jane! -gritó alegre-. Les acabo de contar a Dean y Sal lo de mi tía en la Casbah.