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– Te he oído -dijo ella desde la puerta de la cocina a través del agradable calor de la mañana en el golfo. Grandes y hermosas nubes flotaban por encima, unas nubes del valle que te hacían sentir la inmensidad de nuestro vieja y santa América de mar a mar, de extremo a extremo. Bull era todo ánimo e inspiración.

– ¿Nunca os he hablado del padre de Dale? Era el viejo más divertido que he visto en mi vida. Tenía paresia, que es una enfermedad que destruye la parte delantera del cerebro de modo que uno no es responsable de nada de lo que pasa por su mente. Tenía una casa en Texas y unos carpinteros trabajaban las veinticuatro horas del día añadiendo nuevas habitaciones. El tipo se levantaba en mitad de la noche y decía: «No me gusta esta maldita habitación; pónganla aquí.» Y los carpinteros tenían que tirar todo lo que habían hecho y empezar de nuevo. Entonces el viejo se aburría de aquello y decía: «Estoy cansado de todo esto, quiero irme a Maine.» Y cogía su coche y se lanzaba a ciento cincuenta por hora y las plumas de las gallinas señalaban su paso durante cientos de kilómetros. Paraba el coche en mitad de un pueblo de Texas sólo para apearse a comprar un poco de whisky. El tráfico quedaba interrumpido y él corría a la tienda, gritando: «¿Qué ez eze duido? ¡No oz callareiz higoputaz!» La paresia hace cecear. Una noche se presentó en mi casa de Cincinnati y tocó la bocina y dijo: «Zal y vamoz a Tezaz a ved a Dale.» Venía de Maine. Decía que había comprado una casa: escribimos un relato en la facultad sobre él, donde había un horrible naufragio y la gente en el agua agarrándose a la borda de los botes salvavidas y el viejo con un machete cortándoles los dedos y diciendo: «¡Fueda de aquí, baztagdos, higoz de puta, ezte bote ez mío!» Era algo horrible. Podría estar el día entero contándoos cosas suyas. ¿Verdad que hoy hace muy buen día?

Y sin duda lo era. Llegaba del malecón una brisa muy suave; aquello merecía todo el viaje. Entramos en la casa siguiendo a Bull para medir la pared para la estantería. Nos enseñó una mesa de comedor que había construido. La había hecho con una tabla de quince centímetros de espesor.

– ¡Esta mesa durará mil años! -dijo inclinando maniáticamente hacia nosotros su delgado rostro. Y dio un puñetazo encima de la mesa.

Por la noche se sentaba a esta mesa, picaba un poco de comida y tiraba los huesos a los gatos. Tenía siete gatos.

– Me gustan los gatos. En especial los que lanzan maullidos desesperados cuando los meto en la bañera. -Quiso hacernos una demostración; había alguien en el cuarto de baño. Bueno, ahora no puedo. Por cierto, he reñido con los vecinos de al lado.

Nos habló de sus vecinos; eran un familión con unos hijos muy traviesos que tiraban piedras a Dodie y Ray por encima de la cerca, y a veces incluso a Bull. Les dijo que cortaran; el padre salió y gritó algo en portugués. Bull entró en la casa y volvió con una escopeta y se apoyó muy serio sobre ella; sonreía malignamente bajo el sombrero, su cuerpo entero se retorcía como una serpiente en actitud de espera; era un payaso grotesco, alto, en plena soledad bajo las nubes. La visión de Bull debió resultarle al portugués de pesadilla.

Recorríamos el patio buscando algo que hacer. Había una cerca tremenda en la que estaba trabajando Bull para separarse de sus odiosos vecinos; nunca la terminaría, la tarea era excesiva. La empujó con fuerza para demostrarnos lo sólida que era. De pronto se sintió cansado y entró en la casa desapareciendo en el cuarto de baño para su fije de antes de la comida. Volvió con los ojos vidriosos y muy tranquilo, y se sentó bajo la lámpara encendida. La luz del sol se colaba débilmente por las rendijas de la persiana.

– Oidme, ¿por qué no probáis mi acumulador de orgones? Dará sustancia a vuestros huesos. Cuando salgo de él siempre corro al coche y me lanzo a ciento cincuenta por hora a la casa de putas más cercana. ¡Jo-jo-jo! -era su «risa» de cuando no se reía de verdad.

El acumulador de orgones es una caja normal y corriente lo bastante grande como para que un hombre se siente en una silla dentro de ella; una capa de madera, una capa de metal, y otra capa de madera recogen los orgones de la atmósfera y los mantienen cautivos el tiempo suficiente para que el cuerpo humano absorba más de la dosis usual. Según Reich, los orgones son átomos vibratorios de la atmósfera que contienen el principio vital. La gente tiene cáncer porque se queda sin orgones. Bull pensaba que su acumulador de orgones mejoraría si la madera utilizada era lo más orgánica posible, así que ataba hojas y ramitas de los matorrales del delta a su mística caja. Esta estaba allí, en el caluroso y desnudo patio: era una absurda máquina disparatada cubierta de hojas y de mecanismos de maniático, Bull se desnudó y se metió en ella sentándose a contemplarse el ombligo.

– Sal, después de comer podríamos ir tú y yo a apostar a los caballos a la oficina del cruce de Graetna.

Estaba en su mejor forma. Durmió una siesta después de comer sentado en su butaca con la pistola de aire comprimido en el regazo y el pequeño Ray colgado del cuello, dormido también. Era agradable de ver, padre e hijo, un padre que indudablemente nunca aburriría a su hijo cuando se tratara de buscar cosas que hacer y de las que hablar. Se despertó sobresaltado y me miró. Tardó un minuto en reconocerme.

– ¿Qué vas a hacer a la costa Oeste, Sal? -preguntó, y volvió a dormirse otro poco.

Por la tarde fuimos a Graetna, pero sólo Bull y yo. Fuimos en su viejo Chevvy. El Hudson de Dean era bajo y suave; el Chevvy de Bull era alto y ruidoso. Parecía de 1910. La oficina de apuestas estaba situada en un cruce cerca del agua en un bar de cromados y cuero que tenía una enorme sala en el fondo en cuya pared se anunciaban los caballos y las apuestas. Pululaban tipos de Luisiana con revistas de carreras de caballos. Bull y yo tomamos una cerveza y él se acercó a una máquina tragaperras y metió medio dólar. La máquina señaló «Pleno»… «Pleno»… «Pleno»… se detuvo un instante en «Pleno» y acabó retrocediendo a «Cerezas». Acababa de dejar de ganar cien dólares o quizá más.

– ¡Maldita sea! -gritó Bull-. Tienen la máquina preparada. Acabas de verlo. Ya tenía el pleno y el mecanismo retrocedió. ¡Qué se la va a hacer!

Estudiamos una revista de caballos. Yo hacía años que no apostaba y me sentí aturdido ante tantos nombres nuevos. Había un caballo llamado Big Pot que me dejó en un trance momentáneo pensando en mi padre que solía jugar conmigo a los caballos. Estaba a punto de decírselo a Bull cuando él dijo:

– Bueno, pienso que probaremos con Corsario Negro.

– Big Pot me recuerda a mi padre -le dije por fin.

Reflexionó unos segundos con sus ojos claros clavados en mí hipnóticamente y no conseguí expresar mis pensamientos ni tampoco saber dónde estaba. Después se fue a apostar a Corsario Negro. Ganó Big Pot y pagaron cincuenta a uno.

– ¡Maldita sea! -exclamó Bull-. Debería haberlo pensado mejor, ya me pasó otras veces. ¿Cuándo aprenderemos?

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a Big Pot. Tuviste una visión. Sólo los tontos del culo dejan de hacer caso de las visiones. ¿Quién se atrevería a negar que tu padre, que era un buen apostador, no te comunicó en aquel instante que Big Pot iba a ganar la carrera? Te atrajo con el nombre, se aprovechó de ese nombre para comunicarse contigo. En eso pensaba cuando te lo decía. En cierta ocasión mi primo de Missouri apostó a un caballo cuyo nombre le recordaba a su madre, y ganó y pagaron mucho. Esta tarde sucedió lo mismo -agitó la cabeza-. Vamonos de aquí, es la última vez que apuesto a los caballos estando tú cerca; todas esas visiones me distraen. -En el coche mientras volvíamos a casa dijo-: La humanidad se dará cuenta algún día que de hecho estamos en contacto con los muertos y con el otro mundo, sea el que sea; si utilizáramos del modo adecuado nuestros poderes mentales, podríamos predecir lo que va a suceder dentro de cien años y seríamos capaces de evitar todo tipo de catástrofes. Cuando un hombre muere se produce una mutación en su cerebro de la que no sabemos nada todavía pero que resultará clarísima alguna vez si los científicos dan en el clavo. Pero a esos hijoputas ahora sólo les interesa ver cómo consiguen hacer saltar el mundo en pedazos.

Se lo contamos a Jane. Husmeó el aire y dijo:

– Me parece una tontería.

Luego siguió barriendo la cocina. Bull fue al cuarto de baño para meterse el fije de la tarde.

Fuera, en la carretera, Dean y Ed Dunkel jugaban al baloncesto con un balón de Dodie y un cubo clavado a un poste de la luz. Me uní a ellos. Luego nos dedicamos a hacer proezas atléticas. Dean me dejó totalmente asombrado. Hizo que Ed y yo sostuviéramos una barra de hierro a la altura de nuestra cintura y saltó por encima con toda facilidad y los pies juntos.

– Subidla más -dijo.

Seguimos subiéndola hasta la altura del pecho. Seguía saltando por encima con toda facilidad. Luego probó con el salto de longitud y alcanzó por lo menos seis metros y medio. Luego echamos una carrera por la carretera. Soy capaz de hacer los cien metros lisos en 10,5. Me dejó atrás sin esfuerzo. Mientras corríamos tuve una loca visión de Dean corriendo así toda su vida: su rostro huesudo tendido hacia adelante, sus brazos bombeando aire, sus piernas moviéndose rápidamente como las de Groucho Marx y gritando:

– ¡Sí! ¡Sí! tío, ¡vamos! ¡vamos!

Pero nadie podía seguirle; ésa era la verdad. Entonces Bull vino con un par de cuchillos y empezó a enseñarnos cómo se podía desarmar a un supuesto atracador en una oscura callejuela. Por mi parte le enseñé un truco que consiste en dejarse caer hacia atrás delante de tu adversario, sujetarle con los tobillos y hacerle caer sobre sus manos cogiéndole en seguida por las muñecas con una doble nelson. Bull dijo que aquello estaba muy bien. Nos hizo una exhibición de jujitsu. La pequeña Dodie llamó a su madre diciéndole que saliera al porche.

– Mira a esos tontos -le dijo. Era una niña tan guapa y traviesa que Dean se la comía con los ojos.

– ¡Vaya! ¡Vaya! Espera a que crezca. Ya le estoy viendo pasear por la calle Canal y causando estragos con esos ojazos -siseó entre dientes.