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—¿Cómo? ¿Cómo? — preguntó Nerzhin, sorprendido por la simplicidad y la fuerza de la respuesta.

—Así es —dijo Spiridon y repitió con una dura convicción, volviéndose directamente hacia Nerzhin y echándole el aliento en la cara; "El lobo está en su derecho; el caníbal, no."

APRETANDO LOS PUÑOS

Después del cambio de luces, el teniente, un joven delgado con grandes bigotes cuadrados, que estaba de servicio los domingos por la noche, recorrió personalmente los corredores y salas de estar de la prisión especial, persiguiendo a los prisioneros hasta sus cuartos. (Los domingos se acostaban a desgano). Hubiera hecho una segunda ronda, pero le resultaba difícil separarse de la joven y abundante asistente médica del dispensario. La asistente tenía a su marido en Moscú, pero éste no podía visitarla en la zona prohibida en sus largos días de guardia. Por lo tanto, el teniente creía poder conseguir algo de ella esa noche. Ella se apartaba de él con una risa grosera, repitiendo siempre lo mismo: "¡Deje de portarse así!"

Por eso mandó a su sargento a hacer la segunda recorrida. El sargento se dio cuenta de que el teniente permanecería en el consultorio del médico hasta la mañana siguiente y que no comprobaría si él había cumplido sus órdenes, así que no hizo ningún esfuerzo considerable destinado a mandar a todo el mundo a la cama. No se molestó en mandarlos a dormir, porque por los muchos años de ser un perro, dedujo que, hombres que mañana debían trabajar, no olvidarían dormir.

Las luces de la escalera y de los zaguanes de la prisión especial nunca se apagaban por la noche, porque se suponía que la oscuridad podía facilitar fugas o rebeliones.

Esos eran las razones por las cuales Rubín y Sologdin no habían sido interrumpidos en el curso de ninguna de las dos inspecciones. Eran más de las doce de la noche, pero se olvidaron del sueño.

Esta era una de las interminables y furiosas discusiones en las cuales, como también en verdaderas peleas, concluyen frecuentemente las fiestas rusas.

El debate escrito no había dado resultado. En las últimas dos horas, Rubín y Sologdin habían considerado las otras dos leyes de la dialéctica, perturbando las sombras de Hegel y Feuerbach. Pero la discusión no podía mantenerse en pie en ese nivel tan elevado, tan teórico, y con cada golpe que se atizaba el uno al otro, caía más y más dentro del abismo.

—¡Eres un fósil, un dinosaurio! — tronaba Rubín—. ¿Cómo pretendes vivir en libertad con esas ideas salvajes? ¿Crees realmente que la sociedad podría aceptarte?

—¿Qué sociedad? — preguntó Sologdin, poniendo cara asombrada. —He estado en la cárcel desde que tengo memoria, en compañía de guardias y alambrados de púa. Estoy completamente desconectado de esa sociedadque hay de las alambradas afuera. Desconectado, además, para siempre. Así que, ¿para qué debo prepararme para vivir en ella?

Habían discutido antes sobre la manera en que los jóvenes crecían y se trasformaban actualmente en adultos.

—¿Cómo osas abrir juicio sobre los jóvenes? — volvió a bramar Rubin—. Yo combatí con jóvenes en el frente, crucé con ellos en misiones de exploración las líneas del frente y todo lo que tú sabes de ellos lo oíste gota a gota en algún campo transitorio. Durante doce años no has hecho nada más que fermentar en un campo. ¿Qué has visto del país? ¿Los Estanques del Patriarca o la aldea de Kolomenskoye los días domingos?

—¿El país? ¿Tú, hablando del país? — exclamó Sologdin con un grito ahogado, como si se lo estuviera estrangulando—. ¡Vergüenza debería darte! ¡Sí, vergüenza! ¿Cuántos pasaron por Butyrskaya? ¿Recuerdas a Gromov, Ivanteyev, Yashin, Blokhin? Ellos cantaban cosas ciertas sobre el país. Contaban sus vidas. ¿Me vas a decir ahora que no los escuchabas? Y acá Vartapetov, y ese que no recuerdo, ¿cómo se llamaba?

—¿Quién? ¿Por qué debería escucharlos? Todos ciegos, chillando como una fiera con la garra en la trampa. Hablan como si el fracaso de sus vidas significara el fin del mundo. Su observatorio es el balde de la letrina. Ven el mundo desde el tocón de un árbol caído; no tienen un verdadero punto de vista.

Siguieron y siguieron, perdiéndoles la pista a sus propios argumentos, incapaces de seguir el hilo de sus propios pensamientos, ignorantes del cuarto en que se hallaban, donde, a su lado, dos ajedrecistas medio locos estaban todavía detrás del tablero. Un viejo herrero, fumador empedernido, tosiendo ininterrumpidamente, completaba el cuadro que tenían ante los ojos y no veían. Sólo eran conscientes de sus gestos de enojo, de sus caras inflamadas, una barba negra e hirsuta contra una refinada perilla rubia.

Los dos trataban de hacer lo mismo: darle al otro en un punto sensible que lo hiciera saltar.

Sologdin le dirigió a Rubín una mirada tan cargada de pasión, que si los ojos pudieran derretirse en el fuego de su sentimiento, sus ojos lo hubieran hecho.

—¿Cómo puede uno hablar contigo? ¡Eres inaccesible a la razón! No te cuesta absolutamente nada pasar de una posición extrema a la otra. Pero lo que me resulta más repugnante, es que en su interior, crees en el "motto" —en su frenesí había utilizado una palabra que no era de origen ruso, pero que, por lo menos, pertenecía a la época de los caballeros andantes— que el fin justifica los medios. Pero si cualquiera te lo pregunta en la cara, eres capaz de negárselo, ¡sí, de negárselo! Estoy seguro de que lo negarías.

—¿No, por qué? — De repente, Rubín habló con una frescura sedante.— No lo creo, para aplicarlo yo mismo. Pero es distinto cuando nos colocamos en el plano social. Nuestros fines son los primeros en la historia, tan elevados que podemos decir que justifican los medios por los cuales se los ha alcanzado.

—¡Ah!, así que todo se reduce a eso —dijo Sologdin, viendo un blanco descubierto para su espadín y se lanzó a fondo en una formidable y tremenda estocada—. ¡Deberías recordar que cuanto más altos son los fines, más altos deben ser los medios! Los medios deshonestos destruyen los fines mismos.

—¿Qué consideras medios deshonestos? ¿Quién emplea medios deshonestos? ¿Puede que te atrevas a negar la moralidad de los medios revolucionarios? ¿Quizá también niegues la necesidad de la dictadura?

—¡No me arrastres a la política! — dijo Sologdin, agitando su dedo rápidamente a una distancia peligrosa de la nariz de Rubín—. Fui preso por el art. 58, pero nunca tuve nada que ver con la política; no la conozco. El herrero que ves allí sentado está también por el art. 58 y es analfabeto.

—¡Contesta a la pregunta! — insistió Rubin—. ¿Reconoces la dictadura del proletariado?

—No he dicho una palabra respecto al gobierno de los trabajadores. Sólo te hice una pregunta puramente ética. ¿Los fines justifican o no justifican los medios? ¡Y me has contestado! ¡Te has descubierto!...

—¡No dije que lo hiciera a nivel personal!