Cada una de las palabras del proyecto tenía que ser esmerada, delicadamente escogida entre muchas palabras posibles. De lo contrario, los lectores poco profundos, superficiales, podrían sacar en conclusión, por algún ligero descuido, que el autor proponía simplemente revivir los templos cristianos, sin Cristo. ¡Pero en el sentido más profundo esto no era verdad! Algunos querían trazar analogías históricas, podrían acusar al autor de copiar el culto de Robespierre, del Ser Supremo. Pero, desde luego, ¡eso también era algo muy distinto!
El autor consideraba la parte más original del proyecto, la sección de los nuevos —¡no, no sacerdotes!— sino servidores del Templo, como los llamaba. Consideraba que la llave del éxito de todo el proyecto residía en establecer en toda la nación un cuerpo de servidores con autoridad, que gozaran del amor y confianza del pueblo porque sus propias vidas eran irreprochables, generosas y dignas. Proponía al Partido que la selección de candidatos para los cursos que los prepararían para convertirse en servidores del Templo, deberían de hacerse de acuerdo a los principios de moralidad, y que debían ser removidos de cualquier otro trabajo que pudieran estar realizando. Después de haber sido satisfecha la pesada demanda inicial, este programa de cursos podría, con los años, hacerse mucho más extenso y más profundo y podría suministrar a los servidores una amplia y brillante educación, incluyendo —en particular— la retórica. (La declaración proclamaba audazmente que el arte de la oratoria había declinado en el país, tal vez porque no había necesidad de ser persuasivo donde la población entera, incondicionalmente, apoyaba a su amado Estado, sin ella).
La revisión de esta declaración absorbió en tal forma su espíritu laborioso que, si no podía olvidar del todo su dolor, por lo menos ya lo trataba como algo extraño.
El hecho de que nadie viniera a echar un vistazo a un prisionero que podía estar muriendo en una hora inoportuna, no sorprendió a Rubín. Había visto bastantes ejemplos como este en las prisiones de contraespionaje y en campamentos de tránsito.
Así, cuando la llave sonó en la puerta, Rubín, con el primer latido de su corazón, tuvo miedo de ser descubierto en medio de la noche realizando una actividad que estaba contra los reglamentos y tener que soportar algún castigo fastidioso y estúpido. Recogió sus papeles, el libro, el tabaco, y se volvió a la habitación semicircular; pero era demasiado tarde. El rudo y corpulento Sargento principal lo vio a través de la ventanilla y lo llamó desde el otro lado de las puertas cerradas.
Inmediatamente Rubin recapacitó nuevamente; sintió que lo recorría otra vez su soledad, su penoso desamparo, su dignidad herida.
—¡Sargento! — dijo despacio, acercándose al ayudante del oficial de guardia—. He estado pidiendo que llamaran a la ayudante del médico durante más de dos horas. Voy a elevar una queja a la administración de MGB, contra la ayudante del médico y contra usted.
Pero el Sargento mayor respondió en tono conciliatorio:
—Rubin, no pude hacer nada antes. No fue culpa mía. ¡Vamos...!
Lo que pasó fue que, tan pronto como supo que no se trataba de alguien que provocara un alboroto menor, sino de uno de los prisioneros más molestos, intentó hacer levantar al Teniente. No había obtenido respuesta durante largo rato; luego la ayudante del médico miró hacia afuera por un momento y desapareció. Por fin, el teniente dejó el dispensario malhumorado y dio permiso al sargento principal para hacer entrar a Rubin.
De manera que Rubin metió sus brazos en las mangas del capote y lo abotonó encima de su ropa interior. El sargento mayor lo llevó por el corredor del sótano y subieron al patio de la prisión por las escaleras, en donde se asentaba una capa de nieve. La noche estaba inmóvil como una pintura, la nieve se amontonaba en blancos pilares contra la oscuridad, mientras el sargento mayor y Rubin cruzaban el patio, dejando profundas huellas en la esponjosa nieve.
Aquí, bajo el hermoso cielo nublado de la noche, ahumado por las luces, sintiendo el inocente contacto de las frías y pequeñas estrellas hexagonales sobre su cara ardorosas y en su barba, Rubin se detuvo y cerró los ojos. Se sintió lleno de una sensación de paz que era tanto más profunda por ser tan breve... todo el poder de la existencia, todo el encanto de no ir a ninguna parte, de no pedir nada, de no desear nada, de permanecer solamente allí toda la noche, feliz bienaventuradamente, como se yerguen los árboles acogiendo copos de nieve.
Y en ese preciso momento oyó un largo y penetrante silbato de locomotora que procedía de las vías que pasaban a menos de un kilómetro de Mavrino, ese especial silbato, solitario en la noche, sobrecogedor, que en nuestros últimos años nos recuerda nuestra infancia, porque en la infancia prometía tanto.
Si uno pudiera quedarse aquí durante media hora, todo desaparecería, cuerpo y alma volverían a ser un todo otra vez, y podría componer versos tiernos sobre los silbatos de locomotoras en las noches.
¡Si tan sólo no tuviera que seguir tras el guardia!
Pero el guardia ya estaba mirando hacia atrás con desconfianza... ¿quizás planeara una fuga nocturna?
Las piernas de Rubin lo llevaron a donde tenía que ir.
La joven ayudante del médico estaba rosada de sueño juvenil, la sangre jugando en sus mejillas. Vestía un delantal blanco, obviamente no sobre su camisa y falda de campaña, sino sobre muy poca ropa. En cualquier otro momento, Rubín, como cualquier otro prisionero, hubiera advertido esto y tratado de mirar su cuerpo, pero en este momento sus pensamientos no se interesaban en esta vulgar criatura que había sido la causa de su tormento durante toda la noche.
—Necesito una píldora "Tres en Una" y también algo para el insomnio, pero que no sea luminal. Tengo que dormir en seguida.
—No hay nada para el insomnio —respondió ella, rehusando automáticamente.
—¡Lo necesito! — repitió con insistencia Rubín—. Tengo un trabajo importante que hacer para el ministro desde la mañana temprano. Y no puedo conciliar el sueño.
La mención del ministro, y la consideración de que Rubín pudiera continuar parado allí, insistiendo en que le diera píldoras, así como el hecho de que algo le decía que el teniente volvería en seguida, la convencieron de que debía darle el remedio.
Sacó las píldoras del botiquín e hizo que Rubín las tragara en su presencia, (porque, de acuerdo a la normas de la prisión, toda medicación estaba considerada como un arma y debía ser depositada, no en las manos de un prisionero, sino directamente en su boca).
Rubín preguntó la hora y se enteró de que ya eran las tres y medía; salió. Volvió al patio y miró con simpatía los tilos nocturnos que estaban iluminados desde abajo por los rayos de los reflectores de 200 y 500 vatios de la zona; respiró muy hondamente el aire que olía a nieve, se inclinó y tomó un puñado de centelleantes copos de nieve y se frotó con ellos el rostro y el cuello y se llenó la boca con la helada sustancia incorpórea y leve.