—¿Y eran sólo los caballos? ¿Acaso el mismo Spiridon no había destruido las huertas en las granjas individuales, de manera que a la gente no le quedara nada para perder, y se sometiera más fácilmente a integrar el rebaño?
—¡Yegorov! — gritó el guardia desde la puerta, despertando a los otros dos zeks.
—¡Ya voy, qué diablos! — respondió Spiridon con rapidez, poniendo sus pies desnudos, en el piso. Se dirigió al radiador para recoger los peales.
La puerta se cerró del guardia. Su vecino, el herrero, preguntó:
—¿Dónde vas, Spiridon?
—Los señores me llaman. Tengo, que trabajar para ganar mis raciones —respondió el portero en un arranque de cólera.
En su propio hogar Spiridon era un campesino que no se quedaba hasta tarde en la cama, pero en la prisión odiaba levantarse en la oscuridad. Levantarse antes del amanecer con un garrote sobre la cabeza era la peor parte de ser un prisionero.
En Sev Urallag los hacían levantar a las cinco.
En la sharashkavalía la pena ceder. Enrollando los extremos de sus pantalones de algodón forrados, sobre la parte de arriba de sus zapatos y atando sus polainas como de soldado encima, Spiridon se puso una tricota gruesa azul, un capote negro, y luego el gorro de piel con orejeras. Se ajustó el cinturón de lona, muy usado y salió. Lo escoltaban a través de las puertas cerradas de la prisión, pero a partir de ese punto nadie lo acompañó. Spiridon bajó a un corredor subterráneo, andando con lentitud por el piso de cemento con sus zapatones claveteados y subió por la escalera hasta el patio.
Sin ver nada en la semioscuridad nevada, Spiridon sintió con sus pies que la nieve tenía como cuarenta centímetros de espesor. Eso significa que había estado nevando durante toda la noche, que era una nevada grande. Esforzándose a través de la nieve, se dirigió hacia la luz en la puerta de la jefatura.
En ese momento el oficial de guardia, el teniente de los insignificantes bigotes, salió de la puerta. Recién había dejado a la enfermera y advirtiendo que todo estaba desordenado y que había caído mucha nieve, hizo llamar al portero.
Poniendo ambas manos en su cinturón, el teniente dijo:
—¡Vamos, Yegorov, acabe con esto! Limpie desde la entrada principal hasta la guardia y desde la jefatura hasta la cocina. También el patio de ejercicios. ¡Acabe con esto!
—¡Acabe! ¡Acabe! Si sigue acabando no quedará nada para su esposa —musitó Spiridon, marchándose por la nieve recién caída, en busca de una pala.
—¿Qué? ¿Qué dijo usted? — preguntó el teniente amenazadoramente. Spiridon lo miró de frente:
—¡Dije jawohl, jefe, Jawohl! — Los alemanes también solían decir cosas, y Spiridon también les respondía ¡Jawohl!—Dígales en la cocina que me guarden algunas papas...
—Muy bien. ¡Andando!
Spiridon siempre se había comportado con sensatez, nunca había discutido con las autoridades. Pero hoy estaba amargado... porque era lunes a la mañana, porque tenía que comenzar a trabajar sin haber tenido la oportunidad de restregarse los ojos, siquiera, porque creía que pronto recibiría una carta de su casa y tenía la premonición de un desastre. La amargura de todos estos cincuenta años de marchar por la tierra, se hizo algo quemante en su pecho.
Ya no caía nieve. Los tilos estaban inmóviles. Estaban blancos, no por la nevada de ayer, sino por la nieve recién caída. El cielo oscuro, la quietud, le decían a Spiridón que esta nieve no duraría mucho.
Spiridon se puso a trabajar ceñudo, pero una vez que empezó, después de las cincuenta paladas, trabajaba tranquilo y hasta con alegría.
Tanto él como su esposa eran de ese tipo de personas que encuentra alivio en el trabajo a todo lo que oprime sus corazones. Y así las cosas se hacían más fáciles.
Spiridon no comenzó su tarea limpiando el sendero desde la guardia, para los jefes, como le habían dicho, sino de acuerdo a su propio discernimiento: primero, el sendero a la cocina; y luego un sendero circular en el área de ejercicios, de tres paladas de ancho, para sus hermanos zeks.
Entre tanto, sus pensamientos se detenían en su hija. Su esposa y él ya habían vivido su parte. Sus hijos, aun cuando también estaban detrás de alambradas de púas, eran hombres después de todo. Para el hombre que aguanta se forja el futuro. ¿Pero la hija?
Aun cuando Spiridon no veía nada con un ojo, y sólo tenía una visión parcial con el otro, recorrió todo el patio de ejercicios haciendo un óvalo perfecto. Todavía no había luz; eran sólo las siete, cuando los primeros entusiastas del aire puro, Potapov y Khorobrov, quienes se habían levantado y lavado antes de diana, trepaban por la escalera al patio.
El aire estaba racionado y tenía gran valor.
—¿Qué ha sucedido, Danilich? — preguntó Khorobrov, levantando él cuello de su gastado sobretodo civil negro, con el que había sido arrestado—. ¿No se acostó?
—¿Cree usted que estas víboras dejarían dormir a una persona? — respondió Spiridon. Pero su cólera de la mañana temprano ya lo había abandonado. Durante la hora de trabajo silencioso, todos los negros pensamientos sobre sus carceleros se habían desvanecido, y se quedó con la viva determinación de un hombre acostumbrado al sufrimiento. Sin ponerlo en palabras en su mente, Spiridon había decidido en su corazón que su hija había caído en falta, en una u otra forma, las cosas ya serían bastantes difíciles para ella; la acogería con dulzura, sin maldecirla.
Pero hasta este importante pensamiento con respecto a su hija, que le había llegado desde los inmóviles tilos antes del amanecer, se veía ahora retrocediendo por los pequeños problemas del día: dos tablones que estaban enterrados en alguna parte bajo la nieve; la escoba, a la que había que a justar más el cabo.
También había limpiado el camino de la guardia para los automóviles y para los empleados libres. Spiridon puso la pala sobre su hombro, dio vuelta por el edificio de la sharashka, y desapareció.
Sologdin salió a cortar madera, ligero, delgado, con su chaqueta forrada que lo defendía bien del frío puesta descuidadamente sobre sus hombros. Después de la discusión sin objeto sostenida con Rubín el día anterior, y de todas las irritantes acusaciones, había dormido mal por primera vez en sus dos años en la sharashka. Ahora necesitaba aire, soledad y espacio para pensar las cosas. Había leña aserrada; todo lo que tenía que hacer era partirla.
Potapov estaba caminando con lentitud con Khorobrov cuya pierna lastimada le hacía renguear un poco. Vestía el abrigo del Ejército Rojo, que le habían entregado cuando lo mandaron en un tanque como tropa de asalto en la toma de Berlín. (Había sido un oficial, pero ellos no reconocían rangos de oficiales entre los prisioneros).
Khorobrov apenas pudo sacudir su somnolencia y lavarse, pero su mente siempre alerta ya estaba vigilante. Las palabras que brotaban de él parecían describir un arco sin rumbo en el aire oscuro, y volvían hasta él para desgarrarlo: