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—Parece que usted nos ha preparado una secreta sorpresa murmuró

Yakonov—. Hace pocos días... fue el sábado, ¿verdad?, vi su dibujo de la sección principal del codificador integral en la oficina de Vladimir Erastovich. ¿Por qué no toma asiento? Le eché una rápida ojeada, y estoy muy ansioso por hablar de eso en forma más detallada.

Sin desviar sus ojos de la mirada de Yakonov, que estaba llena de un sentimiento de comprensión, Sólogdin continuó de pie, medio dado vuelta e inmóvil, como si hubiera comenzado un duelo y estuviera esperando él disparo. Replicó con mucha precisión:

—Usted está equivocado, Antón Nikolayevich. Trabajé cuando pude en el codificador. Pero todo lo que logré hacer y lo que usted vio, fue una creación grotesca e imperfecta de acuerdo a mis muy mediocres aptitudes.

Yakonov se reclinó en su silla y protestó con cordialidad:

—¡Vamos, mi amigo, por favor, prescindamos de la falsa modestia! Aun cuando ojeé su proyecto rápidamente, me formé una opinión muy favorable de él. Y Vladimir Erastovich, quien puede juzgar mejor que ninguno de nosotros lo elogió mucho. Ahora mismo voy a dar orden de que no dejen entrar a nadie. Vaya y busque su dibujo y sus cálculos y los veremos. ¿Le gustaría que llamara a Vladimir Erastovich?

Yakonov no era un administrador torpe o interesado sólo en los resultados del proceso productivo. Era ingeniero y en un tiempo había sido un ingeniero audaz, y ahora sentía algo de esa delicada satisfacción que la inventiva humana en prolongado desarrollo puede proporcionarnos. Esta era la única y verdadera satisfacción que todavía le proporcionaba su trabajo. Lo miró con expresión interrogante, sonriendo con amabilidad.

Sologdin también era ingeniero, desde hacía catorce años. Había estado preso durante doce años.

La sequedad de la garganta dificultaba su expresión.

—Antón Nikolayevich, usted está equivocado por completo. Eso no era más que un bosquejo indigno de su atención. Yakonov frunció el seño un poco molesto.

—Está bien, veremos... veremos. Vaya y búsquelo.

Sobre sus charreteras se veían tres estrellas doradas con ribetes azules, tres grandes o imponentes estrellas colocadas en triángulo. El Teniente Principal Kamyashan, el oficial de seguridad en Gornaya Zakrytka también había conseguido un triángulo de tres estrellas doradas, con ribetes azul claro, durante los meses que había estado ensañándose a muerte con Sologdin. Pero las suyas eran más pequeñas.

—El boceto ya no existe —dijo Sologdin con voz insegura—. Encontré en él errores serios e irreparables... y lo quemé.

El Coronel se puso pálido. En el siniestro silencio se oía su pesada respiración. Sologdin trató de respirar sin hacer ruido.

—¿Qué quiere decir? ¿Lo quemó usted mismo?

—No. Lo di para que lo quemaran. De acuerdo a las reglamentaciones —su voz era apagada y poco clara. No quedaba rastros de su anterior seguridad.

—¿De manera que quizás todavía esté intacto? — preguntó Yakonov, adelantándose con repentina esperanza.

—Se quemó. Lo observé desde la ventana —aseguró Sologdin con pesada insistencia.

Aferrando una mano al brazo del sillón y con la otra un pisapapel de mármol, como si tuviera la intención de romper el cráneo de Sologdin, el Coronel incorporó su gran cuerpo y se puso de pie inclinándose hacia adelante sobre el escritorio.

Tirando la cabeza ligeramente para atrás, Sologdin estaba parado como una estatua en su guardapolvo azul.

Entre los dos ingenieros ya no eran necesarias más preguntas ni explicaciones. A través de sus miradas enganchadas pasaba una insoportable corriente de loca frecuencia.

—Lo destruiré —declaraban los ojos del Coronel.

—Adelante y écheme encima una tercera condena, miserable, decían los ojos del prisionero.

Tenía que producirse una explosión estrepitosa.

Pero Yakonov, cubriendo sus ojos con una mano como si la luz los lastimara, se dio vuelta y se dirigió a la ventana.

Tomando el respaldo de la silla más próxima, Sologdin, exhausto, bajó los ojos.

¡Un mes! ¡Un mes! ¿Estoy realmente acabado? Todo, hasta los más pequeños detalles, aparecieron claros para el Coronel.

Una tercera condena... No podría sobreviviría, se dijo Sologdin lleno de horror.

Nuevamente Yakonov se volvió a Sologdin:

—Ingeniero, ¿cómo pudo hacer eso? — decían sus ojos.

Los ojos de Sologdin relampaguearon por toda respuesta. Recluso, recluso, ¡es que te olvidaste de todo?

Con fascinante aversión y viendo cada uno lo que podría sobrevenirle, se miraban mutuamente y no podían desviar los ojos.

Ahora Yakonov podría comenzar a gritar, golpear, tocar el timbre, encarcelarlo. Sologdin estaba preparado para que pasara eso.

Pero Yakonov sacó un pañuelo blanco, suave y limpio y se enjugó los ojos con él. Miró fijamente a Sologdin.

Sologdin trató de conservar su compostura.

Con una mano el Coronel de Ingenieros se inclinó sobre el antepecho de la ventana y con la otra hizo un rápido movimiento al prisionero para que se acercara.

En tres pasos seguros, Sologdin estuvo junto a él.

Ligeramente inclinado, como un hombre viejo, Yakonov preguntó:

—¿Sologdin, es usted un moscovita?

—Sí —respondió Sologdin manteniendo sus ojos fijos en él.

—Mire allá abajo —continuó Yakonov—. ¿Ve la parada de ómnibus allí en la carretera?

La parada del ómnibus se podía ver con claridad desde la ventana. Sologdin la miró.

—Desde aquí no hay más que media hora de viaje hasta el centro de Moscú —continuaba suavemente Yakonov.

Sologdin se volvió otra vez para mirarlo.

Y de pronto, como si se estuviera cayendo. Yakonov colocó las dos manos en los hombros de Sologdin.

—¡Sologdin! — exclamó con un tono de voz urgente y suplicante—.

Usted podría estar subiendo a ese ómnibus cualquier día del próximo junio o julio. Y usted no quiere hacerlo. ¿Ha pensado que en agosto podría haber gozado de sus primeras vacaciones... ir al Mar Negro? ¡Bañarse en el mar...! ¿se imagina eso? ¿Cuántos años hace que no se ha metido en el agua, Sologdin? ¡Después de todo a los prisioneros jamás se les permite eso!

—¿Quién dice que no? En los trabajos de talar los bosques. protestó Sologdin.

¡Lindo baño! — Yakonov todavía sujetaba a Sologdin por los hombros—. Pero usted va a ir hacia el norte, Sologdin, donde los ríos no se deshielan... Escuche, no puedo creer que haya un ser humano en la tierra que no desee las cosas buenas de la vida. Explíqueme porqué quemó su dibujo.