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Sólo en la fiesta de Makarygin había encontrado un poco de reposo. De pronto, allí, se sintió liberado, casi listo para gozar del peligroso juego.

Había pasado la noche con su esposa, olvidado de todo. El miedo era mucho peor cuando volvía. Tuvo que apelar a todas sus fuerzas para empezar de nuevo, el lunes a la mañana, a vivir, volver al trabajo, alerta a cualquier señal de cambio en las voces que lo rodeaban.

Soportaba su preocupación con dignidad, pero interiormente se sentía ya destruido, y toda su resistencia, toda su voluntad de salvarse se habían esfumado.

Un poco antes de las once, Innokenty fue a ver a su jefe, pero el secretario no quiso dejarlo entrar. Dijo que sabía que la asignación de Volodin a París había sido retenida por el Ministro Delegado.

La noticia lo sacudió tanto que no tuvo valor para pedir una entrevista y enterarse de la verdad. ¡No podía haber otra cosa detrás de esta demora! ¡Había sido descubierto!

Sintiéndose mareado y agotado, se dirigió a su oficina; no tuvo fuerzas más que para cerrar la puerta con llave y retirarla para hacer creer a la gente que había salido. Pudo hacerlo, porque su vecino que ocupaba el segundo escritorio no había vuelto todavía de su misión.

Sentía náuseas. Esperaba que llamaran a la puerta. Era espantoso, desesperante, pensar que en cualquier minuto podrían venir a arrestarlo. La idea de que no debía abrir la puerta cruzó por su mente... los dejaría que la derribaran.

¿O tendría que ahorcarse antes de que llegaran? ¿O saltar por la ventana? Desde el tercer piso hasta la calle. Dos segundos en el aire... y todo acabaría... y la conciencia apagada... Sobre su escritorio había una gruesa pila de papeles de la oficina de contabilidad... los gastos de oficina de Innokenty. Tenían que ser revisados ante de partir. Pero, sólo mirarlos lo enfermaban. La oficina calefaccionada parecía terriblemente fría. Estaba enfermo de su propia importancia mental. Quedarse ahí sentado esperando morir...

Innokenty se estiró en el sofá de cuero y se quedó inmóvil. Era como si esperara extraer ayuda del sofá; alguna especie de tranquilidad a todo lo largo de su cuerpo.

¿Estaba, en verdad, sucediendo todo esto? ¿Sería él? ¿Era él realmente quién habló por teléfono a Dobroumov anteayer? ¿Cómo se atrevió? ¿Dónde había encontrado semejante coraje?

¿Y por qué lo había hecho? Esa mujer estúpida. ¿Y quién es usted? ¿Cómo puede probar que está diciendo la verdad?

No debió haber telefoneado. Estaba muerto de pena por sí mismo. ¡Terminar la vida a los treinta años!

No, no lamentaba haber telefoneado. Tuvo que hacerlo. Era como si alguien hubiera guiado su mano.

No, no era eso... No le quedaba bastante voluntad para arrepentirse ni dejar de hacerlo. Estaba tendido allí, respirando apenas, esperando que todo terminara pronto.

Nadie llamó a la puerta; nadie quiso entrar. El teléfono no sonó.

Innokenty se durmió. Entonces, sueños pesados y absurdos, le dilataban la cabeza para que despertara. Despertaba aún más oprimido que antes, torturado por la sensación de que habían venido a arrestarlo, o que ya estaba arrestado. No tenía fuerzas para levantarse, para sacudir sus pesadillas, ni siquiera para moverse. La terrible impotencia somnolienta lo embargó otra vez y por último se quedó dormido como una piedra. Lo despertaron los ruidos de la hora del té en el corredor, y advirtió que de su boca abierta e insensible caía la saliva sobre el sofá.

Se levantó, abrió la puerta de la oficina y salió a lavarse.

Le trajeron té y sandwiches.

Nadie vino a arrestarlo. Sus colegas lo saludaron en el corredor como siempre lo hacían. Nadie cambió su actitud para con él.

Eso no probaba nada. Ninguno de ellos podía estar enterado.

Pero se sintió reconfortado por sus rostros y voces familiares. Le pidió a la muchacha té más fuerte y más caliente y bebió dos vasos, lo que lo hizo sentirse aún mejor.

Sin embargo, todavía no se decidía a entrevistar al jefe y enterarse de la verdad.

Por un simple sentido de autopreservación, por compasión hacia sí mismo, el camino más acertado hubiera sido ponerle fin a su vida. Pero tenía que asegurarse definitivamente de que iban a arrestarlo.

¿Y si no era así?

De pronto sonó el teléfono. Innokenty comenzó a temblar y podía oír los latidos de su corazón.

Llamaba Dotty. Su voz afectuosa lo hizo volver a la normalidad, recuperarse. Ella preguntó cómo iban las cosas y le propuso salir, esa noche a alguna parte.

Otra vez Innokenty sintió una oleada de calor y gratitud hacia ella. Fuera una buena o una mala esposa, estaba más cerca de él que ninguna otra persona en la tierra.

No le dijo nada acerca del aplazamiento de su designación. Se imaginaba descansando en la seguridad del teatro esa noche... después de todo, no arrestaban a nadie en sala llena de gente.

—Bien, compra las entradas para algo alegre —respondió.

—¿Una opereta? — preguntó Dotty—. Hay algo llamado Akulina, nada más. En el teatro del Ejército Rojo hay una premier: "La Ley de Licurgo" en la sala pequeña y "La voz de América" en la sala grande. En el Teatro del Arte, "El Inolvidable 1919".

"La Ley de Licurgo" suena demasiado atractivo. Las peores piezas tienen los mejores nombres. Supongo que será preferible que compres localidades para ver Akulina. Después iremos a un restaurante.

—¡Muy bien! — asintió Dotty riendo.

Pasaría toda la noche afuera para que no lo encontraran en su casa.

Siempre llegaban de noche.

Lentamente volvía la voluntad de Innokenty. Bien, suponiendo que yo estuviera bajo sospecha, ¿qué pasaba con Shchevronck y Zavarzin? Ellos estaban directamente involucrados en todos los detalles; las sospechas debían haber recaído en ellos aun con anterioridad. Sospechar no es probar.

Suponiendo que se hubiera ordenado su arresto, ¿no había manera de eludirlo u ocultar algo? No tengo nada que ocultar, ¿para qué preocuparme?

Ya se sentía bastante recuperado como para razonar otra vez.

¿Y qué sucedería si lo arrestaban? Podría no ser hoy, ni siquiera esta semana. En consecuencia, ¿debía quitarse la vida o vivir sus últimos días con toda la intensidad que pudiera?

¿Por qué estar tan aterrado? ¡Al diablo con ello! Había defendido con tanto fervor a Epicuro anoche... ¿Por qué no poner en práctica algunas de sus enseñanzas? Había dicho cosas bastante sabias...

Recordando haber copiado algunas cosas de Epicuro cierta vez y pensado que debía revisar su viejo cuaderno de todas maneras, para ver si había algo que debiera destruir, comenzó a hojearlo. Lo primero que encontró fue: "Los sentimientos interiores de satisfacción o insatisfacción constituyen el criterio más alto del bien y del mal.