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Tras su difícil conversación telefónica —durante la cual se había peleado con el jefe de reparaciones, culpable de arruinar los paneles armados— Mamurin, exhausto, se limpió el sudor de la cara y fue a saludar a su ex-colega, ahora gran jefe casi inaccesible. (Oskolupov le tendió tres dedos), Mamurin había llegado al punto de palidez y debilidad en que parece criminal dejar a una persona que salga de la cama. Los golpes de los últimos días le habían hecho mucho más daño que a sus colegas de alta graduación: la cólera del ministro y el desmantelamiento de la máquina. Si hubiese sido posible que los tendones, visibles a través de la piel, se parecieran aún más a cuerdas, eso habría ocurrido. Si los huesos humanos pudieran perder peso, los suyos lo habrían perdido. Durante más de un año Mamurin había vivido para la máquina, seguro de que ésta, como el caballito jorobado del cuento infantil ruso, lo sacaría de penas, Ninguna compensación, ni siquiera la trasferencia de Pryanchikov al Siete, con el Vo-en-cla, podía mitigar la catástrofe que se avecinaba.

Foma Gurinovieh Oskolupov era un director capaz, aunque nunca había llegado a dominar los conocimientos y habilidades inherentes a lo que dirigía. Pero sabía desde antiguo que lo único que debe hacer un jefe es reunir las opiniones de subordinados inteligentes y dirigir a éstos. Y eso hacía ahora.

—Bueno, ¿qué pasa? — preguntó ceñudo—. ¿Cómo van las cosas?

Los estaba obligando a hablar.

Comenzó una conversación aburrida, fútil y que sólo servía para alejar a la gente de su trabajo. Hablaban sin ganas, suspirando; si dos empezaban a decir algo al mismo tiempo, ambos cedían al instante.

Había dos temas dominantes: "Es esencial que..." y "Es difícil que..." "Es esencial", correspondía al frenético Markushev, apoyado por Siromakha. Markushev, pequeño, granujiento e inquieto, trataba febrilmente, día y noche, de descubrir el camino de la gloria, para quedar libre antes de tiempo. Había propuesto combinar la máquina y el "Vo-en-cla", no porque estuviese seguro de que la combinación era buena técnicamente, sino porque serviría para quitar importancia a Bobinin y Prianchikov y para dársela a él. Y aunque no le gustaba trabajar "para otros" (o sea, sin disfrutar del resultado de su trabajo), estaba furioso porque sus camaradas del Siete habían perdido él valor. En presencia de Oskolupov se quejó, con medias palabras, de la falta de interés de sus ingenieros.

Él era un hombre, es decir, pertenecía a aquella difundida especie de seres que los opresores crean a su imagen y semejanza. El rostro de Siromakha reflejaba resignación y fe. Mamurin, la cara de limón oculta por sus manos descarnadas, callaba por primera vez desde que estaba a cargo del Siete.

Jorobrov apenas podía ocultar la chispa de placer malicioso que le brillaba en los ojos. Él, más que nadie, había combatido la propuesta de Markushev, haciendo hincapié en las dificultades que suponía.

Oskolupov fue particularmente duro con Dyrsin, acusándolo de falta de celo. Cuando Dyrsin se sentía excitado o herido por alguna injusticia, casi perdía la voz. Por ese rasgo poco favorable, siempre resultaba el culpable.

En plena discusión, sin sentido para Oskolupov, entró Yakonov quien, por cortesía, tomó parte en lo que se hablaba. Al fin llamó a Markushev, éste se sentó a su lado y juntos comenzaron a bosquejar una nueva variante del diagrama.

Oskolupov hubiera preferido arreglar las cosas con reprimendas y recriminaciones, técnica que le era familiar y que, durante sus años de poder, había perfeccionado hasta los últimos detalles. Era lo que le daba mejores resultados. Pero vio que en este caso no conseguiría nada de ese modo.

Ya sea porque Oskolupov pensó que no podía contribuir nada importante a la conversación, o porque quiso respirar un aire diferente y menos tenso antes de terminar el fatídico mes de gracia, se levantó sin escuchar las palabras finales de Bulatov y salió sombrío del cuarto, dejando que todo el personal del Siete quedara sufriendo por las dificultades que sus deficiencias ocasionaban al jefe de sección.

Como lo exigía el protocolo, Yakonov estuvo obligado a levantarse pesadamente y llevó su corpulencia tras el hombre del gorro, que apenas le llegaba al hombro.

Caminaron por el pasillo, juntos y callados. El jefe de sección no veía con buenos ojos que su ingeniero principal caminara junto a él, debido al físico poderoso de Yakonov y al hecho de que éste le llevaba al menos una cabeza.

Yakonov podría haber aprovechado el momento para anunciar el progreso, sorprendente e inesperado, ocurrido con el codificador, lo cual hubiese tenido sus ventajas, suprimiendo de inmediato el resentimiento que Oskolupov le había demostrado desde la conferencia nocturna de Abakumov.

Pero no tenía el dibujo. El increíble dominio de sí de Sologdin, demostrado al preferir la muerte antes que entregar su dibujo a cambio de nada, lo había convencido de que debía cumplir su promesa, informando esta noche a Sevastianov sin hacer caso de Oskolupov. Claro que éste se pondría furioso, pero no tendría más remedio que calmarse.

Y más tarde Yakonov le diría que no había tenido seguridad acerca del éxito del experimento de Sologdin.

Este ingenuo cálculo no era el único elucubrado por Yakonov. Había visto a Oskolupov triste, preocupado por su destino, y se complacía en dejarlo sufrir unos días más. Antón Nikolaievich Yakonov sentía una furia de ingeniero concienzudo por el proyecto, como si él lo hubiese creado. Sologdin había tenido razón al pronosticar que sin duda Oskolupov haría todo lo posible para aparecer como coinventor. Y cuando lo descubriera ni siquiera miraría el dibujo de la sección central, sino que lo primero que haría sería aislar a Sologdin en cuarto aparte, trataría de impedir que sus colegas se pusieran en contacto con él para trabajar, llamaría a Sologdin para amenazarlo y darle plazos drásticos, y telefonearía desde el ministerio cada dos horas para mortificar a Yakonov para terminar dándose humos y diciendo que, sólo gracias a su supervisión, el experimento fue encaminado.

Cómo todo eso le era familiar hasta las náuseas, Yakonov prefería no decir nada por ahora. Pero, al entrar a su oficina, hizo algo que nunca hubiera hecho delante de extraños: ayudó a Oskolupov a quitarse el abrigo.

—¿Qué hace aquí Gerasimovich? — preguntó Foma Gurianovich, sentándose en el sillón de Yakonov sin quitarse el gorro. Yakonov se sentó a un costado.

—¿Gerasimovich? Vamos a ver, ¿cuándo vino de Stresnevka? Creo que en octubre. Bueno, desde entonces armó el televisor del camarada Stalin.

—Llámalo aquí.

Yakonov telefoneó.

Stresnevka era otra de las sharashkasde Moscú. Poco antes, bajo la dirección del ingeniero Bobier, se había inventado allí un dispositivo muy ingenioso y úticlass="underline" una extensión para teléfonos urbanos comunes. Lo especial del aparato consistía en que comenzaba a funcionar cuando el teléfono no se usaba y estaba colgado y quieto. El dispositivo fue aprobado, y empezó a fabricarse.

Las ideas revolucionarias de las autoridades (y por definición todas sus ideas lo eran) sé aplicaban ahora a otros dispositivos.

El oficial de guardia asomó la cabeza en la puerta.