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La escasa luz diurna estaba desapareciendo. Encendieron la luz del cielorraso, se sentaron a la mesa de trabajo, examinaron las muestras vocales y subrayaron en azul y rojo los sonidos característicos, las uniones entre consonantes, las líneas de entonación. Todo lo hicieron juntos, sin prestar atención a Smolosidov, que tampoco había dejado el cuarto ni una sola vez y que ahora, sentado junto a la cinta magnética, la vigilaba como un ceñudo perro negro, la mirada fija en la nuca de los otros dos. Esa mirada pesada, implacable, les perforaba el cráneo como un clavo y les presionaba él cerebro. Así conseguía privarlos de ese factor tan difícil de definir, pero esenciaclass="underline" libertad, ausencia de presiones; era testigo de sus vacilaciones y seguiría presente cuando entregaran al jefe su entusiasta informe.

Como por turno, uno tendía a dudar y el otro a estar seguro; luego el primero se convencía y su colega empezaba a sentir dudas. Para Roitman sus conocimientos matemáticos eran un freno, pero su posición oficial lo espoleaba. El deseo desinteresado de ayuda al nacimiento de una ciencia nueva, y genuina obraba como fuerza moderadora, pero las lecciones de las Planes Quinquenales lo urgían a seguir adelante.

Ambos pensaban que les bastaba con las conversaciones de los cinco sospechosos. No pidieron cintas de los cuatro detenidos en la estación Arbat del subterráneo. De todos modos los habían apresado demasiado tarde. Tampoco pidieron escuchar las voces grabadas de los otros empleados del ministerio, prometidas por Bulbaniuk en caso de extrema necesidad. Rechazaron la hipótesis de que el hombre del teléfono no tuviese acceso a información de primera mano sobre Dobrumov: no podía ser un extraño contratado para hacer esa llamada.

¡Bastante difícil era ocuparse de esos cinco! Compararon con el oído las cinco voces con la del criminal. Compararon las cinco huellas con la del criminal, una línea violeta tras otra.

—¡Mire cuánto sacamos del análisis! — señaló Rubín con entusiasmo—. En la cinta oímos que al principio el criminal hablaba con voz fingida. ¿Pero qué cambio muestra el trazado? Sólo la intensidad de frecuencia: ¡el modo de hablar individual no cambia en lo más mínimo! Ese es nuestro principal descubrimiento: que existen modos, pautas o diseños vocales. Aunque el criminal cambiara de voz varias veces, no podría ocultar sus características específicas.

—Pero todavía sabemos poco sobre límites de modificación vocal —objeto Roitman—. Contando por microentonaciones, quizá. Los límites son muy amplios.

Era fácil dudar si la voz, oída era o no la misma, pero en los trazados las variaciones de frecuencia y amplitud mostraban diferencias claras y precisas. (La máquina que usaban era muy primitiva, capaz de discriminar sólo pocas frecuencias, y su índice de amplitud consistía en borrones ilegibles. Pero no había, sido pensada para un trabajo de tan vital importancia).

De los cinco sospechosos se podía eliminar a Zavarzin y Siagovity sin vacilar (siempre que la futura ciencia permitiese sacar conclusiones de una sola conversación). Tras algunas dudas, decidieron eliminar también a Petrov —Rubín, en su entusiasmo, ya lo había descartado desde el principio—. Pero las voces de Volodin y Shevronov se parecían a la del criminal en frecuencia básica de tono y tenían ciertos fonemas en común con ella: a, r, l y sh, siendo asimismo similares en el modo general de expresarse.

Ahí mismo, con esas voces similares, es cómo la ciencia de la fonoscopía debía haber sido perfeccionada, mejorando sus técnicas. Únicamente basándose en esas pequeñas diferencias podía llegarse alguna vez a un equipo más sensible. Rubín y Roitman se apoyaron en los respaldos de sus sillas con la satisfacción de inventores triunfantes. Imaginaron el sistema que algún día se adoptaría, similar a las huellas digitales: una completa audio-biblioteca, con la voz de toda persona que alguna vez hubiese estado bajo sospecha. Toda conversación criminal sería grabada, comparada y en seguida atraparían al culpable, como un ladrón que deja huellas en la puerta de la caja fuerte.

Pero en ese momento el edecán de Oskolupov abrió la puerta unos centímetros y les avisó que su jefe se acercaba.

Dejaron de soñar despiertos. La ciencia era la ciencia, pero ahora era necesario formular conclusiones generales y defenderlas ante el jefe de sección.

En realidad, Roitman creía que ya habían logrado mucho y, sabiendo que a los jefes no les gustan las hipótesis sino las certidumbres, cedió al deseo de Rubín y consintió en eliminar toda sospecha de la voz de Petrov, y en informar con firmeza al teniente general que sólo Shevronok y Volodin seguían en estudio, y que al día siguiente era necesario obtener más grabaciones de sus voces.

—En conjunto —dijo Roitman, pensativo— nosotros dos no debemos descuidar la psicología. Tenemos que imaginarnos qué clase de persona decidiría hacer una llamada así. ¿Qué motivos tendría? Y luego comparamos nuestras conclusiones con lo que sabemos de los sospechosos, haciendo las preguntas debidas para que en adelante a los fonoscopistas nos den, no sólo la voz y el apellido del sospechoso, sino datos concisos de su ambiente, ocupación, modo de vida y quizá toda una biografía. Me parece que, incluso, ahora podría hacer una especie de retrato psicológico de nuestro criminal.

Pero Rubín, que anoche mismo insistía ante Kondrashev-Ivanov en que el conocimiento objetivo no tiene contenido emocional, ya se inclinaba hacia uno de los dos sospechosos, y por ello protestó:

—Ya tomé en cuenta los factores psicológicos y parecerían indicar que el criminal es Volodin. En su conversación con su mujer se lo oye apagado, oprimido, incluso apático, todo lo cual sería típico de un criminal que teme ser descubierto. Y en las alegres tonterías dominicales de Shevronok no hay nada por el estilo. Pero no valdríamos nada si al principio basáramos nuestra opinión, no en los materiales objetivos de nuestra ciencia, sino en consideraciones exteriores. Ya tengo bastante experiencia en trabajos con huellas vocales, y tiene que creerme cuando le digo que innumerables signos indefinibles me dan la convicción absoluta de que Shevronok es el criminal. No tuvo tiempo de medir todas esas indicaciones en el trazado y traducirlas a términos numéricos por falta de tiempo —el filólogo nunca tenía tiempo para eso—. Pero si ahora me agarraran del cuello y me intimaran a mencionar un nombre, seguro de que es el criminal, nombraría a Shevronok casi sin vacilar.

—Pero no vamos a hacerle eso —objetó Roitman con suavidad—. Veamos las medidas, traduzcámoslas a términos numéricos y entonces hablaremos de nombres.

—¡Pero piense cuanto tiempo llevará eso; después de todo, esto es urgente!

¿Y la verdad?

—¡Mire usted mismo, mire aquí! — y levantando los trazados, al mismo tiempo que dejaba caer sobre ellos más y más ceniza, Rubin trató de demostrar la culpabilidad de Shevronok.

Así los encontró Oskolupov, quien se acercó dando pasos lentos y poderosos con sus cortas piernas. Lo conocían bastante para saber, por el ángulo del gorro y la mueca del labio superior, que estaba enormemente disgustado.