Levantando apenas la frazada, Ruska contestó desde la oscuridad —Shhh... Clara.
—¿Clara? ¿La hija del fiscal?
LA TROIKA DE MENTIROSOS
El jefe de la sección Cero-Uno estaba completando su informe al ministro Abakumov.
Alto, con cabello negro peinado hacia atrás, usando las charreteras de las tres estrellas de un comisario general de segundo grado, Abakumov autoritariamente plantó sus codos sobre su gran escritorio. Era pesado pero no gordo —tenía conciencia de su buena figura y jugaba tenis para conservarla—. Sus ojos eran los de un hombre que no se deja tomar por tonto; revelaban agilidad, suspicacia, y un rápido ingenio. Corregía al jefe de la sección donde fuese necesario y éste último se apresuraba a tomar notas.
La oficina de Abakumov, aunque no enorme, era un cuarto fuera de lo común. Había una chimenea de mármol, dejada desde los tiempos anteriores, que no se usaba y un alto espejo de pared. El cielorraso era alto con una moldura de yeso, una araña, y una pintura de cupidos y ninfas que se perseguían mutuamente. (El ministro había dejado la pintura como estaba, salvo la parte verde, que había sido repintada porque era un color que no toleraba). Había una puerta-balcón, clavada invierno y verano, y grandes ventanales, que no se abrían nunca; daban hacia la plaza. Había relojes: uno de pie con una esfera preciosa, uno fluorescente con una figurilla que tocaba las horas, y un reloj eléctrico de ferrocarril en la pared. Estos relojes mostraban horas diferentes pero Abakumov siempre sabía qué hora era porque tenía, además, dos relojes de oro sobre su persona, un reloj pulsera en su velluda muñeca y un reloj en su bolsillo.
Las oficinas en este edificio crecían de tamaño según el rango de sus ocupantes. Crecían los escritorios. Crecían las mesas para conferencias con sus tapetes de terciopelo. Pero más que todo crecían los retratos del Gran Generalísimo. Al igual que en las oficinas de los jueces de instrucción su retrato lo mostraba mucho más grande que su tamaño natural. Y en la oficina de Abakumov el Más genial Estrategista de Todos los Tiempos y Pueblos estaba retratado sobre una tela de cinco metros de altura, todo el largo desde sus botas hasta su gorra con visera de mariscal, resplandeciente con todas sus órdenes y condecoraciones. (De hecho, él nunca usó estos honores, muchos de los cuales se los había adjudicado él mismo, o los había recibido de presidentes extranjeros y de potentados). Sólo las condecoraciones yugoslavas habían sido cuidadosamente despintadas.
Sin embargo, como para confirmar la insuficiencia de este retrato de cinco metros de altura, y reconocer la necesidad de ser inspirado a cada momento por la vista del Mejor Amigo del Servicio de Contraespionaje, Abakumov también conservaba un retrato de Stalin sobre su escritorio.
Sobre otra pared colgaba un retrato cuadrado de buen tamaño de una almibarada persona de pince-nez que era el superior directo de Abakumov —Beria.
Cuando el jefe de la sección Cero-Uno se fue, el viceministro Sebastyanov, el comandante general Oskolupov, el jefe de la sección Técnica Especial y el ingeniero principal de esa sección, coronel de ingenieros Yakonov, aparecieron en la puerta. Demostrando sus respetos por el propietario de la oficina, avanzaron en fila india, en orden de prioridad, siguiendo el patrón de la alfombra, casi pisándose los talones —y sólo los pasos de Sebastyanov eran audibles.
Un viejo enjuto de traje gris, cuyo cabello cortado al rape mostraba entremezclados matices canosos, entre los diez reemplazantes del ministro sólo Sebastyanov era un civil. Su responsabilidad no era ni operativa ni investigadora; estaba a cargo de las comunicaciones y otras tecnologías de precisión. Así es que sufría menos las cóleras del ministro en las reuniones y en las órdenes que recibía, y estaba menos tenso en esa oficina. Se sentó en seguida en un acolchado sillón frente al escritorio.
Oskolupov estaba entonces a la cabeza del archivo. Yakonov estaba de pie directamente detrás de él como para ocultar su majestuoso porte.
Abakumov miró a Oskolupov —a quien había visto quizá tres veces en su vida— y presintió algo amable en él; Oskolupov, también tenía tendencia a ser corpulento. Su cuello hacía reventar su túnica, y su mentón, ahora obsequiosamente metido hacia adentro, era doble. Su rolliza cara era la cara simple y honesta de un hombre de acción, no la recóndita cara de un intelectual satisfecho de sí mismo. Mirando de soslayo a Yakonov sobre el hombro de Oskolupov, Abakumov preguntó, usando el pronombre familiar "¿Quién eres tú?"
—¿Yo? — Oskolupov se inclinó hacia adelante, afligido por no haber sido reconocido.
—¿Yo? — Yakinov se adelantó un poquito también. Mantenía hacia adentro lo mejor que podía, su panza desafiante y blanda que crecía y crecía a pesar de todos sus esfuerzos, y ni un solo pensamiento se mostraba en sus grandes ojos azules cuando se presentó.
—Tú y tú —bufó el ministro afirmativamente—. El proyecto de Mavrino, ¿es suyo? Muy bien, siéntese. Se sentaron.
El ministro levantó un cortapapel hecho de plástico color rubí, se rascó con él detrás de su oreja y dijo —Muy bien, ¿cuánto tiempo hace que me están engañando? ¿Dos años? De acuerdo con el plan ustedes tenían quince meses. ¿Cuándo van a estar listos los dos teléfonos? Y agregó amenazadoramente: —No mientan. No me gustan las mentiras.
Esta era exactamente la pregunta para la cual los tres altos funcionarios mentirosos se venían preparando desde el momento en que se enteraron que fueron citados todos juntos. Oskolupov comenzó, como lo habían convenido. Habló como si sus cuadrados hombros estuvieran reforzando sus palabras, y miró extasiadamente a los ojos del omnipotente ministro: —¡camarada ministro! ¡Camarada coronel general! Permítame asegurarle que el personal de la sección no va a escatimar esfuerzos.
La cara de Abakumov expresó sorpresa. ¿Dónde cree que estamos, en una conferencia? ¿Qué pretende que haga con sus esfuerzos, guardarlos en mi trasero? Le estoy preguntando: ¿Qué fecha? Y tomó su lapicera fuente de punta de oro y señaló a su agenda de compromisos semanales.
En ese momento, como estaba convenido, Yakonov habló; su solo tono y su voz baja subrayaban el hecho de que estaba hablando como un técnico especialista y no como un administrador. — Camarada ministro en el trascurso de la frecuencia hasta los dos mil cuatrocientos ciclos, dada en un nivel medio de trasmisión de cero punto nueve.
—¡Ciclos, ciclos! Cero punto ciclo cero —eso es exactamente lo que está produciendo. ¡Al diablo, para qué necesito yo tu cero punto! Quiero los dos teléfonos; ¿dos unidades completas cuándo las tendré? y bien.
Pasó la mirada por los tres. Ahora le tocaba hablar a Sevastyanov
—Despacio, deslizando su mano sobre su corto y grisáceo cabello—.
—Por favor permítanos saber lo que está pensando, Victor Semyonovich. Doble vía de conversación cuando aún no tenemos códigos absolutos.