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—¿Por qué está tratando de dejarme como un idiota? ¿Qué quiere decir sin códigos absolutos? — El ministro lo miró en forma penetrante. Quince años antes, cuando ni Abakumov ni ningún otro hubiera podido soñar con convertirse en ministro, cuando él era un NKVD ordinario, un rollizo y fornido joven, de piernas y brazos largos; cuatro años de educación primaria habían sido suficientes para él. Se promovía a sí mismo sólo por medio del yudo y su única instrucción formal era la del gimnasio del club Dynamo de Deportes.

Luego, durante los años que vieron el reemplazo y la expansión del personal investigador, resultó que Abakumov dirigía interrogatorios en forma efectiva. Sus largos brazos eran una ventaja cuando llegaba el momento de destrozarle la cara a la gente. Su gran carrera estaba en camino. Después de siete años llegó a ser jefe de la agencia de contraespionaje SMERSH, y ahora era un ministro. Y no pocas veces en todo este largo ascenso sintió algunas deficiencias en su propia educación. Se manejaba a sí mismo de un modo tal, mismo en este puesto tope, que sus subordinados no podían burlarse de él.

En ese instante Abakumov se enojó y levantó su puño crispado como un guijarro sobre su escritorio. Mientras lo hacía, las altas puertas se abrieron, y un hombre bajo, semejante a un pequeño querubín, con un agradable color rosado en sus mejillas entró en el cuarto sin golpear —Mikhail Dmitriyevich Ryumin. El ministerio entero lo llamaba "Minka" pero muy rara vez en su cara.

Se movió tan silenciosamente como un gato; mientras se aproximaba, abarcó de un vistazo a los hombres que se hallaban, sentados allí. Le estrechó la mano a Sevastyanov, que se levantó; se fue al extremo del escritorio de Abakumov e, inclinándose hacia el ministro, sus gruesas y pequeñas manos golpeando el borde del escritorio, murmuró pensativo:

—Escucha Víctor Semyonovich. Si vamos a dedicarnos a semejantes problemas, deberíamos encomendárselos a Sevastyanov. ¿Por qué habríamos de alimentarlos para nada? ¿No pueden realmente identificar una voz de una cinta magnética? ¡Échelos a patadas si no pueden!

Y sonrió tan dulcemente como si estuviera convidando a una niña con chocolate. Miró a los tres representantes de la sección, cariñosamente.

Durante muchos años Ryumin había vivido completamente ignorado; era él contador de la Unión de Cooperativas de los Consumidores en la provincia de Arkangel. De rosadas mejillas y regordete, con labios finos e indignados, acosaba a sus tenedores de libros con cuanto comentario desagradable se le ocurría, chupaba los caramelos que compartía con el agente expedidor, hablaba diplomáticamente con los chóferes, arrogantemente con los cocheros, y ponía a tiempo documentos precisos sobre el escritorio del presidente.

Durante la guerra lo llevaron a la armada y lo hicieron interrogador de una sección especial. Le gustaba el trabajo, y en seguida estaba arreglando un caso contra un periodista totalmente inocente, junto con la Armada del Norte. Pero coordinó el caso con tal crudeza y tan descaradamente, que la oficina del fiscal, que normalmente no interfería en el trabajo de los órganos de seguridad, denunció el asunto a Abakumov. El pequeño interrogador SMERSH de la Flota del Norte, fue llevado hasta Abakumov para ser reprendido. Entró tímidamente a la oficina esperando lo peor. La puerta se cerró. Cuando se abrió una hora después, Ryumin emergió con aire de importancia —había sido recién designado para el aparato central de SMERSH como interrogador principal para casos especiales. A partir de entonces, su estrella seguía elevándose constantemente.

—Yo me ocuparé de ellos, Mikhail Dmitriyevich, créame. Me ocuparé tan bien de ellos que nadie podrá juntar sus huesos. — contestó Abakumov, mirando amenazadoramente a, cada uno de los tres.

Los tres bajaron sus ojos culpablemente. Pero no entiendo lo que tú quieres. ¿Cómo se puede conocer por teléfono la voz de un hombre desconocido?

—Les voy a dar una cinta con la conversación grabada. Pueden oiría y compararla.

Pero ¿tú has arrestado alguno?

—Por supuesto. — Ryumin sonrió dulcemente—. Agarramos a cuatro sospechosos cerca de la estación de subterráneo Arbet.

Pero una sombra cruzó por su cara. Sabía que los sospechosos habían sido prendidos demasiado tarde, que no eran los culpables. Sin embargo, una vez que habían sido arrestados, no serían ya puestos en libertad. En realidad, podría ser necesario fijar el caso en uno de ellos —para que no quedara sin solución.

El fastidio irritaba la voz insinuante de Ryumin: Puedo hacerles grabar la mitad de las voces del ministerio de Relaciones Exteriores si quieren. Pero no es necesario. Sólo seis o siete personas deber ser elegidas —los únicos del ministerio que podrían haber sabido sobre eso.

—Bueno, ¡arréstenlos a todos, perros! ¿Por qué andar engañando? preguntó Abakumov indignado. ¡Siete personas! ¡Tenemos un país grande, no se los echará de menos!

—No puede hacer eso, Víctor Semyonovich —objetó sensatamente Ryumin—. Es un ministerio, no la industria de la alimentación, y perderemos todas las pistas en esa forma. Lo sabrán en las embajadas, se pondrán en estado de alerta. En este caso tenemos que averiguar exactamente quién fue. Y lo antes posible.

—Hmm —pensó Abakumov en voz alta—. Comparando una grabación con la otra. Sí, algún día tendremos que dominar también esa técnica. Sevastyanov ¿puede usted hacerlo?

—Todavía no comprendo de qué se trata, Víctor Semyonovich.

—¿Qué es lo que hay que comprender? Nada absolutamente. Algún bastardo, algún cerdo. Probablemente un diplomático; de lo contrario ¿cómo podría haberlo sabido? telefoneó a algún profesor hoy. No recuerdo su nombre.

—Dobroumov, — sugirió Ryumin.

—Sí, Dobroumov. Un doctor. Bueno, en resumen, acaba de volver de un viaje por Francia, y mientras estaba allí prometió mandarles, hijo de perra, uno de sus nuevos medicamentos —una cuestión de intercambio de experiencia, dijo el bastardo. ¡Nunca se le ocurrió pensar en la prioridad de los descubrimientos! Y en realidad queremos que les de ese medicamento, y agarrarlo en el acto y luego hacer de ello una gran cuestión política, sobre adulación de los poderes extranjeros. Entonces algún roñoso cerdo telefonea al profesor y le dice que no les dé el medicamento. Vamos a arrestar al profesor y labrar, de cualquier forma, nuestro caso contra él, pero está estropeando en parte. Y bien, ¿qué me dicen? Averigüe quién fue y será bien visto.

Sevastyanov evitando a Oskolupov miró a Yakonov, quien hizo frente a su mirada, levantando apenas sus cejas. Estaba tratando de decir que esto era un nuevo arte; la investigación no había sido corroborada y tenían ya suficientes problemas como para dedicarse también a esto. Sevastyanov era lo suficientemente inteligente como para comprender tanto el movimiento de cejas de Yakonov como la entera situación. Estaba dispuesto a sacar el asunto a medias y perderlo.

Pero Foma Guryanovich Oskolupov tenía sus propias ideas sobre su trabajo. No deseaba ser un mero figurón como jefe de Sección. Desde que fue designado, se convenció del sentido de su propio valor y creía firmemente que era el amo de todos los problemas y que podía resolverlos mejor que ningún otro, de lo contrario nunca lo hubieran designado. Y aunque en su época no había siquiera completado siete años de escuela, ahora no hubiera admitido que alguno de sus subordinados pudiera entender el trabajo mejor que él, excepto en los detalles por supuesto, en los diagramas, donde era cuestión de conocimientos técnicos. No hacía mucho, había estado en cierto sanatorio de primera clase, vestido de civil, haciéndose pasar por profesor en electrónica. Allí encontró a un escritor muy conocido, y éste no podía quitarle los ojos de encima a Foma Guyanovich; se pasaba apuntando notas en su libreta y afirmando que basaría en él el retrato de un científico contemporáneo. Después de eso, Foma supo de una vez por todas que él era un científico.