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De pronto percibió el problema, avanzando instantáneamente en su investigación.

¡Camarada ministro! ¡podemos hacerlo!

Sevastyanov lo miró asombrado. ¿Dónde?, ¿en que laboratorio?

—En el laboratorio de teléfonos de Mavrino, por supuesto. Hablaron por teléfono, ¿no es así?

—Pero Mavrino está ocupado en otro problema más importante.

—Eso no importa. Encontraremos la gente; tenemos trescientas personas allí, ¿por qué no habremos de encontrarlos?

Y clavó los ojos en el ministro con una mirada dispuesta, Abakumov no llegó a sonreír, pero una vez más su cara expresó una especie de aprecio por el general. Así era como él mismo había sido en su camino de ascenso, dispuesto de todo corazón a cortar en tiras a cualquiera que le ordenaran. Una persona más joven, que se le parezca a uno resulta siempre simpático.

—¡Bravo! — dijo—. Esa es la forma de hablar: los intereses del estado primero y todo el resto después. ¿Correcto?

—¡Perfectamente correcto, camarada ministro! ¡perfectamente, camarada coronel general!

Ryumin, al parecer, no estaba para nada sorprendido, ni parecía apreciar la dedicación desinteresada de Oskolupov. Mirando a Sevastyanov, dijo: será contactado a la mañana.

Intercambió miradas con Abakumov y salió silenciosamente.

El ministro se mondó sus dientes con una uña, tratando de alcanzar un trozo de carne introducido allí desde la comida.

—Y entonces —¿Cuándo? Me has estado estirando el plazo— el primero de agosto, luego las fiestas de noviembre, después las de año nuevo. ¿Y bien?

Posó sus ojos sobre Yakonov, forzándolo a contestar.

Yakonov parecía estar molesto por la posición de su cuello, lo movió un poco hacia la derecha, luego un poco hacia la izquierda, levantó su vista hacia el ministro con su mirada fría y azul y miró hacia abajo nuevamente.

Yakonov sabía que era muy talentoso; Yakonov sabía qué personas aún más talentosas que él, que se concentran en su trabajo catorce horas por día, sin un día libre —en todo el año, también estaban sudando sobre aquél maldito aparato. Y científicos extranjeros, que publicaban los detalles de sus inventos en revistas fácilmente asequibles, también estaban comprometidos en el trabajo sobre el artefacto. Yakonov conocía las mil dificultades que tuvieron que ser superadas y sin embargo eran sólo al comienzo, a través de las cuales, como nadadores en el mar, sus ingenieros se estaban abriendo camino. Dentro de seis días el último plazo trascurriría, el último de todos los últimos plazos que le habían suplicado a este pedazo de carne con uniforme. Pero se habían embaucado en esta sucesión de estúpidos plazos porque los "corifeos" de ciencias desde el principio habían establecido un año de tiempo límite para una tarea de diez años.

En la oficina de Savastyanov habían convenido pedir diez días de postergación. Prometer dos teléfonos para el diez de enero; eso era lo que el ministro diputado insistía. Eso era lo que Oskolupov quería. Calcularon que podían presentar algo que, aunque imperfecto, estaría por lo menos recién pintado. Y mientras todo el asunto pasaba por ensayos para probar su absoluta capacidad para codificar, el trabajo del laboratorio continuaría y entonces podrían pedir más tiempo para completarlo y perfeccionarlo.

Pero Yakonov sabía que los objetos inanimados no responden a plazos humanos,— que aun el primero de enero el aparato no emitiría habla humana sino sólo un murmullo. Y lo que le ocurrió a Mamurin inevitablemente le pasaría a Yakonov. El Patrón lo llamaría a Beria y le preguntaría: ¿qué tonto entregó esta máquina? ¡Desembarácese de él! Y Yakonov se trasformaría en el mejor de los casos en una Máscara de Hierro, y quizá sólo en un vulgar zek otra vez.

Bajo la mirada del ministro, sintiendo la soga alrededor del cuello, Yakonov superó su despreciable miedo y, tan involuntariamente como el que aspira aire dentro de sus pulmones, dijo con voz ronca, "¡Dénos un mes más! ¡Un mes más! ¡Hasta el primero de febrero!"

Miró a Abakumov con los ojos suplicantes de un perro.

Las personas talentosas a veces son injustas con los demás. Abakumov era más hábil de lo que Yakonov había pensado, pero a causa de una larga inactividad la mente del ministro se había vuelto inútil. A través de toda su carrera había perdido, cada vez que trataba de pensar, y ganaba cuando actuaba por celo. Entonces Abakumov cargaba su mente lo menos posible.

Comprendía que ni seis días ni un mes contribuirían en algo cuando ya habían trascurrido dos años. Pero para él esta troika de mentirosos tenía la culpa. Sevastyanov, Oskolupov y Yakonov eran personalmente responsables. Si era tan difícil entonces ¿por qué cuando se hicieron cargo de la asignación, veintitrés meses antes, habían convenido en un año? ¿Por qué no habían pedido tres? Ahora se había olvidado que en esa época los había apurado despiadadamente. Si se hubieran mantenido firmes ante Abakumov desde el principio, él se hubiera mantenido firme contra Stalin y hubiera convenido en dos años de plazo para luego estirarlo a tres años.

Pero era tan grande el miedo que les habían infundido en sus largos años de subordinación, que ni siquiera uno de ellos, antes o ahora, hubiera tenido el coraje de hacer frente a sus superiores.

El propio Abakumov actuaba según el dicho vulgar "dejar un poco de margen" y en sus transacciones con Stalin siempre agregaba un par de meses extra como reserva. Así era como se presentaban las cosas ahora. A Stalin le prometieron un teléfono para el primero de marzo; entonces, en el peor de los casos, les podría dar un mes más —siempre que fuera realmente un mes.

Tomando otra vez su lapicera fuente, Abakumov dijo, tan sólo:

"¿Qué entiende usted por un mes? Un verdadero mes, o ¿está mintiendo de nuevo?"

—¡Exactamente un mes! ¡Exactamente! Oskolupov rebosó de alegría por el feliz vuelco de los acontecimientos, tal como si ansiara ir derecho de la oficina a Mavrino y tomar él mismo un soldador.

Con un rasgueo de su lapicera, Abakumov escribió en el calendario de su escritorio.

—¡Ahí está! Lo dejamos para el veintiuno de enero, el aniversario de la muerte de Lenin, y todos ustedes recibirán un premio Stalin. ¿Va a estar listo, Sevastyanov?

—¡Oskolupov! ¡Está en juego su cabeza! ¿Va a estar listo?

—Sí, camarada comisario general. Lo único que hay que hacer es... —¿Y tú? ¿Sabes lo que estás arriesgando? ¿Va a estar listo?