Pero Stalin se encaminó hacia el combinado y volvió, fumando sin decir palabra, como si se hubiese olvidado por completo de Abakumov. Su rostro gris, picado de viruela, se frunció en un esfuerzo torturado por recordar. Al pasar junto a Abakumov, el ministro vio que los hombros del Líder estaban encorvados hacia adelante, haciéndole aparecer todavía más corto, muy pequeño. Y aunque usualmente se prohibía tales reflexiones allí, no tanto porque ellas pudieran ser leídas por alguna clase de instrumento oculto en las paredes —Abakumov pensó que el Padre del Pueblo no iba a vivir diez años más, que se iba a morir— Abakumov deseó que eso ocurriera pronto. A todos los íntimos le parecía que cuando él muriese, una vida fácil, libre, comenzaría.
Stalin estaba deprimido por esa laguna en su memoria. Su mente estaba rehusándose a servirlo. Al salir del dormitorio había pensado sobre lo que deseaba preguntar a Abakumov, y ahora lo había olvidado. En su impotencia no sabía a qué parte de su cerebro ordenarle recordar.
De pronto levantó la cabeza y miró fijo a la pared. Algo le vino a la memoria, no aquello que quería recordar ahora, sino algo que había sido incapaz de recordar dos días antes, en el Museo de la Revolución, algo muy desagradable.
Algo que había ocurrido en 1937, el vigésimo aniversario de la Revolución, cuando se hicieron tantas reinterpretaciones de la historia. Había decidido revisar las exhibiciones del Museo para estar seguro de que no había, de que no tenían nada equivocado. En una de las salas —la misma en que hoy estaba el enorme equipo de TV— había visto al entrar dos grandes retratos de Zheliabov y Perovskaia en lo alto de la pared. Sus rostros sin temor, sus miradas indomables, gritaban a todos los que entraban: "¡Maten al tirano!"
Stalin, se sintió vencido por las miradas de los revolucionarios, como si dos flechas atravesaran su garganta.
Se echó atrás, ahogándose con estertor y tosiendo, agitaba el dedo señalando los retratos.
Fueron quitados inmediatamente.
Al mismo tiempo, las primeras reliquias de la Revolución —los fragmentos del coche de Alejandro II— fueron sacados del Palacio Kshesinskaya.
Desde aquel mismo día, Stalin ordenó que se construyeran refugios y departamentos para él en varios lugares. Perdió su gusto por la densa proximidad de la ciudad, y se instaló en esa casa de los suburbios, esa oficina de techos bajos cerca del cuarto de trabajo de su guardia personal.
Y cuantas más vidas tomaba, más se sentía oprimido por el constante terror por sí mismo. Introdujo muchos perfeccionamientos en el sistema de guardia, tales como el anuncio de quien iba a entrar de turno, debía darse solamente una hora antes de que los hombres tomaran su puesto, mezclando soldados de distintas unidades en cada grupo. De ese modo se encontraban por primera vez, cuando entraban en función y solo por un día, de manera que no tenían ocasión de completarse. Construyó esa casa como un laberinto para atrapar ratas, con tres círculos de cercas y puertas que no estuvieran en fila una con la otra. — Tenía varios dormitorios, y ordenaba qué cama debía tenderse, recién cuando se retiraba.
Estos arreglos no le parecían signos de cobardía, sino simplemente una actitud razonable. Su persona no tenía precio para la historia de la humanidad. Otros, no obstante no lo entendían. Para no quedar demasiado en evidencia, prescribió similares medidas para todos los pequeñoslíderes de la capital y de las provincias: les prohibió ir al toilette sin acompañarse por los guardias, Ordenándoles viajar en uno de los tres automóviles idénticos que se movían en fila.
En su despacho nocturno, recordando los retratos, se detuvo en la mitad del cuarto, se volvió hacia Abakumov y le dijo, moviendo su pipa en el aire —Y, ¿qué ha hecho usted acerca de la seguridad para los ejecutivos del Partido?
Moviendo la cabeza de un lado al otro, miró con malevolencia al ministro.
Con su libreta abierta, Abakumov estaba erguido en su silla, de cara al Líder —no se paró sabiendo que Stalin apreciaba la inmovilidad en aquellos a quienes hablaba— y con toda diligencia comenzó a hablar sobre cosas que nunca había tenido la intención de mencionar. Una respuesta inmediata era esencial en una entrevista con Stalin; él interpretaba cualquier clase de hesitación como una confirmación de pensamientos malvados.
—Iosif Vissarionovich, comenzó Abakumov con voz temblorosa, y ofendida. Todos sus ministros existimos, solo para que usted, Iosif Vissarionovich pueda trabajar sin ser perturbado, pueda pensar y guiar el país.
Stalin había dicho "seguridad para los ejecutivos del Partido" pero Abakumov sabía que solamente quería una respuesta acerca de él.
—Cada día conduzco represiones, hago arrestos, investigo casos.
Con la cabeza estirada como un cuervo con cuello torcido, Stalin lo miraba de cerca. Escucha, — le preguntó— ¿Qué hay de eso? ¿Hay todavía casos de terrorismo? ¿No han parado?
Abakumov asintió amargamente —querría poder decir que no hay casos de terrorismo, pero los hay. Apenas los olfateamos los damos vueltas lo mismo en los fondos de las cocinas, que en los mercados.
Stalin cerró un ojo; la satisfacción era visible en el otro.
—Eso está bien, asintió. Así que usted está trabajando.
¡Pero Iosif Vissarionovich,! — dijo Abakumov—, incapaz de permanecer sentado más tiempo delante de su Líder. Se puso de pie sin estirar totalmente sus piernas. ¡Pero Iosif Vissarionovich!, no dejamos a los casos alcanzar un nivel de consumación. Los pescamos en el momento de la concepción, en plena intención, usando "El punto 19."
—Bien, bien —dijo Stalin, y con pacífico gesto dio a entender a Abakumov que se sentara. (Todo lo que él necesitaba era tener ese esqueleto como torreón sobre él) ¿Así que usted cree que hay todavía insatisfacción en el pueblo?
De nuevo Abakumov gesticuló y respondió con pesar: —Sí, Iosif Vissarionovich. Existe todavía un cierto porcentaje...
(¡Pobre de él si hubiera dicho no! ¿Para que existía en tal caso su ministerio?
—Tiene razón, asintió Stalin. Y esto significa que tienes que hacer un trabajo para Seguridad del Estado. Algunos me dicen que no hay más insatisfechos, que todos los que votan sí en las elecciones están satisfechos. Stalin sonrió con ironía. — ¡Esto es ceguera política! ¡El enemigo puede votar, sí, pero puede irse a ocultar en su escondrijo y seguir insatisfecho! ¿Cinco por ciento, dijo usted? ¿U ocho tal vez?
Stalin estaba particularmente orgulloso de su poder de penetración, de su capacidad de autocrítica, de su inmunidad para el elogio.
—Sí, Iosif Vissarionovich, confirmó Abakumov, eso es exacto, cinco por ciento, tal vez siete.
Stalin continuaba su trayectoria por la oficina, en círculos alrededor del escritorio.