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—Es culpa mía, Iosif Vissarionovich, añadió Abakumov; claramente, se daba cuenta de que sus orejas se estaban helando de nuevo. — No puedo ser complaciente.

Stalin apenas golpeó su pipa, contra el cenicero —¿Y qué hay del humor de la gente joven?

Las preguntas se sucedían a las preguntas como cuchillos y todo lo que esto buscaba era un error. Si se contestaba "Bien", eso hubiera querido decir ceguera política; si "Mal",— era que no se creía en el futuro. Abakumov hizo un gesto expresivo con las manos y no dijo nada.

Stalin no esperó respuesta. Con convicción, dijo, golpeando su pipa: —Debemos prestar más atención a la gente joven. Tenemos que ser particularmente intolerantes con las faltas de la gente joven.

Abakumov se rehizo y comenzó a escribir.

Stalin estaba fascinado por sus propios pensamientos; sus ojos llameaban con fulgor de tigre. Llenó su pipa una vez más, la encendió, y de nuevo, con insistencia, continuó su paseo.

—Debemos intensificar nuestra vigilancia sobre los estudiantes. Necesitamos desarraigar, no sólo a los individuos, sino grupos enteros. Tenemos que sacar ventaja de las completas medidas de castigo que las leyes nos permiten —veinticinco años, no diez; diez años suenan a colegio, no a prisión. Se le pueden dar diez a un escolar. No a quien tiene pelos en la cara. ¡Veinticinco! ¡Son jóvenes, sobrevivirán!

Abakumov escribía concentradamente. El primer mecanismo de una larga serie había comenzado a trabajar.

—¡Es tiempo ya de que se ponga fin a las cómodas condiciones de sanatorio en las cárceles, políticas! Beria me ha contado que las encomiendas con alimentos siguen permitiéndose en la cárcel. ¿Es verdad esto?

—¡Lo pararemos! ¡Prohibiremos esto! Abakumov lo dijo con dolor en la voz mientras seguía escribiendo. Es un error nuestro, Iosif Vissarionovich. Perdónenos. (Esto era de verdad un error. Pudo adivinarlo él mismo). Stalin se plantó frente a él con las piernas separadas.

—¿Cuántas veces debo explicar la misma cosa? ¡Es necesario que lo entiendan de una vez por todas!

Hablaba sin enojo. En sus ojos suavizados se veía confianza en Abakumov —entendería, aprendería— Abakumov no podía recordar cuándo Stalin le había hablado tan simple, tan benignamente. El sentimiento de miedo lo abandonó completamente. Su cerebro trabajaba como de ordinario el de una persona cualquiera. Y el problema que desde hacía mucho lo perturbaba, como un hueso atravesado en la garganta, encontraba ahora expresión.

Reanimado su rostro, Abakumov dijo —¡Comprendemos, Iosif Vissarionovich!

Prosiguió hablando esta vez el ministro —¡Comprendemos: la lucha de clase se intensificará! ¡Mayor razón, Iosif Vissarionovich, para que usted contemple la situación, nuestras manos están atadas por la abolición de la pena de muerte. Nos hemos estado dando con la cabeza contra la pared durante dos años y medio. En este momento no tenemos forma legal para procesar a alguien a quien debamos fusilar. Significa que la sentencia deba darse escrita en dos versiones diferentes. Entonces cuando pagamos a los ejecutores —no hay manera de poner en claro a qué imputar sus salarios, a qué departamento y esto termina por producir una gran confusión en la contabilidad. No hay manera de espantar a nadie con la pena en los campos. ¡Lo que se necesita es la pena capital! ¡Devuélvanos la pena capital Iosif Vissarionovich!Abakumov rogaba con toda su alma, poniendo sus manos sobre su pecho, y mirando esperanzado el atezado rostro del Líder.

Y el rostro de Stalin parecía sonreír, apenas sonreír. Su tosco bigote tembló imperceptiblemente.

—Lo sé —dijo despacio—, comprensivamente. He pensado en ello.

¡Asombroso! Sabía todo, pensaba en todo aun antes de que le fuera preguntado. Como una deidad que ondea, se anticipaba al pensamiento de la gente.

Un día de estos reimplantaré el castigo de la pena capital, dijo caviloso, mirando a lo lejos, como si estuviese contemplando los años del futuro. Será una buena medida educacional.

¡Como podía evitar el pensar en esta medida! Más que nadie había sufrido durante los últimos dos años por haber cedido al impulso de fanfarronear ante el Oeste, engañándose a sí mismo con la creencia de que el pueblo no era totalmente depravado.

Este había sido siempre su rasgo distintivo como hombre de estado y como militar: ni destitución, ni ostracismo, ni asilo de insanos, ni prisión perpetua para quien fuera reconocido como peligroso. La muerte era lo único que tenía sentido válido para ajustar las cuentas. Y cuando su párpado inferior se movía, la sentencia que brillaba en sus ojos, era siempre la misma: muerte.

En su escala no había castigo menor.

Desde la brillante distancia en que estaba ubicado, Stalin clavó sus ojos en Abakumov, y súbitamente ellos se estrecharon astutamente.

—¿No temes ser tú el primer fusilado?

Él apenas dijo "fusilado", dejándolo flotar en la caída de su voz como algo que debe sospecharse.

Pero la palabra irrumpió en Abakumov como escarcha invernal. El Más Próximo y el Más Querido estaba de pie fuera del alcance de Abakumov y observaba y leía cada rasgo del ministro para ver cómo tomaba su broma.

No osando ni levantarse ni permanecer sentado, Abakumov, a medias parado sobre sus piernas encogidas, temblorosas por la tensión.

—¡Si lo merezco, Iosif Vissarionovich!...¡Si es necesario...!

Stalin lo contempló larga, penetrantemente. En este momento debatía en silencio su segundo pensamiento obligatorio acerca de un íntimo: ¿no había llegado el momento de dar cuenta de él?

Jugaba desde hacía mucho con esta vieja llave de la popularidad: estimular primero a los verdugos, y entonces a tiempo, repudiar el celo inmoderado. Había hecho esto muchas veces y siempre con éxito. Inevitablemente llegaría el momento en que sería necesario arrojar a Abakumov dentro del mismo foso.

—¡Correcto! — dijo Stalin con una sonrisa de buena voluntad, como aprobando su rápida sensatez. Cuando lo merezcas, te fusilaremos.

Se movió hacia Abakumov y se sentó de nuevo, pensativo por un momento, y después se puso a hablar más calurosamente de lo que nunca le había oído el ministro del Estado de Seguridad. — Tendrás mucho tarea pronto, Abakumov. Debemos tomar las mismas medidas que en 1937. Antes de una gran guerra se hace necesaria una purga.

—Pero, Iosif Vissarionovich, osó contradecir Abakumov, ¿cree usted que no arrestamos gente ahora?

—Tú llamas arrestar a esto, ya verás. Cuando llegue la guerra, arrestaremos todavía más gente en otros lugares. Refuerza tu organización: ¡Empleados, sueldos... no les rehusaré nada!

Después lo dejó retirarse en paz: —Muy bien, vete.

Abakumov no sabía sí caminaba o volaba a través de la sala de espera para recuperar su portafolio de manos de Poskrebyshev. No solamente podría vivir otro mes más, sino que tal vez esto significaba el comienzo de una nueva era en sus relaciones con el Amo.