Lo convenció de que entrara. Bajo los arcos macizos de una galería cuyas pequeñas ventanas se alzaban al estilo de la antigua Rusia, la iglesia rumoreaba. Un arco bajo abierto sobre la galería conducía a la nave, a través de las estrechas ventanas de la cúpula, el sol poniente llenaba la iglesia de luz, haciendo brillar el dorado de los iconos y de la imagen de mosaicos del Señor de los anfitriones.
Habían pocos fieles. Agniya puso la delgada vela en el candelabro de bronce y, apenas persignándose, quedó austeramente de pie, con las manos juntas sobre el pecho casi sin persignarse, mirando fijamente a lo lejos, en la entrada. La baja luz del atardecer y el brillo naranja de los candelabros devolvían vida y calidez a sus mejillas. Eran dos días antes del nacimiento de la Madre de Dios, y una larga letanía se cantó en alabanza de ella. La letanía era infinitamente elocuente, los atributos y elogios de la virgen María corrían como un torrente, y por primera vez Yakonov comprendió el éxtasis poético de la plegaria. Ninguna pedante iglesia desalmada había escrito aquellas letanías, sino algún gran poeta desconocido, algún prisionero en un monasterio, conmovido, no por la lujuria de un cuerpo de mujer, sino por un arrebato más alto del que ella puede arrancar de nosotros.
Yakonov despertó de su sueño. Estaba sentado en el pórtico de la iglesia del mártir Nikita sobre un montón de fragmentos confusos, ensuciando su saco de piel.
Sin ningún motivo razonable había bordeado la torre en forma de tienda de campaña y las escaleras que descendían al río. Era increíble que aquel atardecer de diciembre estuviera desfalleciendo sobre, las mismas yardas de tierra de Moscú donde ellos habían estado aquella tarde soleada. La vista desde la colina era igualmente distante y las riberas del río marcadas por las luces eran exactamente las mismas.
Pronto, después de aquella tarde, él había salido para su misión en el extranjero. Al regreso le habían dado un artículo periodístico para escribir —o más bien para firmar— acerca de la desintegración del oeste, de su sociedad, de su moralidad, de su cultura, acerca de la pobre condición de su inteligencia y de la imposibilidad de su ciencia de producir algún progreso. No era la completa verdad, pero no era tampoco una total mentira. Los hechos existían, aunque había otros factores también. La hesitación de Yakonov podía haber despertado sospechas, dañado su reputación. Después de todo, ¿a quién heriría aquel artículo?
El artículo se publicó.
Agniya le devolvió su anillo por correo, envuelto en un pedazo de papel sobre el cual estaba escrito: "Para el Metropolitano Cirilo".
Él sintió alivio.
...Se levantó y, en pie, tan derecho como podía, se asomó a una de las pequeñas ventanas con rejas de la galería.
Olía a ladrillo, tosco, frío y húmedo. Lo que había adentro era indefinido: un montón de piedras rotas y basura.
Yakonov se alejó de la ventana; el latido de su corazón se hacía más lento y se recostó contra el marco de la mohosa puerta que no se había abierto desde hacía muchos años.
De nuevo el frío pesado de la amenaza de Abakumov lo conmovió.
Yakonov estaba en la cima de su poder visible. Había alcanzado el alto rango de un poderoso ministerio. Era inteligente, talentoso —y considerado como tal—. Su amorosa mujer lo esperaba en su hogar. Sus queridos niños dormían en sus pequeños lechos. Tenía un excelente departamento en un antiguo edificio de Moscú. Habitaciones con cielorraso y balcón, su salario mensual se calculaba en miles. Un coche Pobeda para su uso, que no hacía sino esperar su llamado. Sin embargo, estaba recostado con sus brazos apoyados sobre piedras muertas, y no quería seguir viviendo. Todo estaba tan sin esperanzas dentro de él que no tenía fuerzas para moverse.
La luz estaba aumentando.
Había una solamente pureza en el festivo aire helado. Abundantes agujas de escarcha rellenaban las anchas raíces del tronco del roble, las cornisas de las casi ruinas de la iglesia, las orejas de sus ventanas, los hilos eléctricos que conducían a la casa próxima, y, por debajo del ensanche el largo cerco circular que rodeaba la construcción del solar de un futuro rascacielo.
ASERRANDO LEÑA
La luz aumentaba.
La capa de agujas de escarcha cubrían no sólo el cerco de la zona y de la pre-zona del área, sino también del alambrado de púa, retorcido en veinte hilos formando sus puntas miles de estrellas y empotrado dentro de una talla de la costa; el techo en pendiente del miradero y los altos muros de maleza de la tierra libre más atrás de los hilos.
Dimitri Sologdin miraba con ojos muy abiertos aquel milagro y sintió delicia al hacerlo. Estaba de pie cerca del caballete para aserrar leña. Llevaba un saco acolchado sobre un overol azul; su cabeza estaba desnuda y sus cabellos mostraban los primeros mechones grises. Era un insignificante esclavo y no tenía derechos. Había sido hecho prisionero hacía ya doce años, pero después de la segunda sentencia, no había final en la prisión para él. La juventud de su mujer se había extinguido en inútil espera. De tal manera, para no ser despedida de su trabajo actual como varias veces ya lo había sido de otros, ella había mentido, diciendo que su marido no existía, terminando toda correspondencia con él. Sologdin no había visto nunca a su único hijo. Su mujer estaba embarazada cuando él fue arrestado. Sologdin había sobrevivido a los bosques de Cherdynnks al norte de los Urales, y a las minas de Vorkuta más allá del Círculo Ártico, y a dos procesos, el primero, que duró medio año y uno el segundo. Había tenido insomnios, agotamiento, pérdida de fluidos corporales. Hacía mucho tiempo que su nombre y su futuro se habían fundido completamente en el barro. Su propiedad personal era un par de pantalones gastados, guardados ahora en el depósito, en espera de tiempos peores hacia adelante. Como todo dinero, recibía treinta rublos por mes, no en moneda. Podía respirar aire puro sólo a ciertas horas fijas, permitidas por el administrador de la cárcel.
A pesar de todo había una inviolable paz en su alma. Sus ojos brillaban como los de los jóvenes. Su pecho desnudo a la helada se alzaba con la plenitud de la juventud.
Sus músculos, que se habían vuelto como hilos secos durante las etapas de los procesos, se habían desarrollado de nuevo, sólidos y anhelantes por actuar. Por esto voluntariamente y sin ninguna compensación, venía cada mañana a aserrar y hachar leña para el fuego de la cocina de la cárcel.
No obstante, el hacha y la sierra —armas terroríficas en manos de un zek— no le eran confiadas tan simplemente. La administración de la cárcel que obligada por su paga a sospechar perfidia en los actos más inocentes de los zeks, juzgando a los otros por ella misma, no podía creer que una persona quisiese de buena voluntad realizar un trabajo por nada... Por lo tanto, Sologdin fue sospechado seriamente de preparar una evasión o un levantamiento armado. Una orden se expidió para apostar un guardián a una distancia a cinco pasos, mientras Sologdin trabajaba, de manera que pudiese vigilar cada movimiento que él hiciera y a la vez quedar inalcanzable para ser atacado con el hacha. Había gente capaz para este peligroso trabajo, y la relación en sí —un guardián por trabajador— no pareció extravagante en una administración adoctrinada en los buenos valores morales del GULAG. Pero Sologdin se puso testarudo, lo que no hizo sino aumentar las sospechas. Declaró con intemperancia que no trabajaría en presencia de un guardián personal. Por un tiempo el corte de leña para el fuego paró. El director de la prisión no podía obligar a trabajar a los zeks —no era un campo y los zeks estaban ocupados en un trabajo intelectual independiente de su jurisdicción—. El problema básico era que los oficiales proyectistas y las oficinas de cuentas no habían tomado las providencias para que el ayudante de cocina hiciera esta clase de trabajo. Por otra parte las empleadas mujeres, libres, que preparaban la comida de los prisioneros, se rehusaban a cortar leña porque no se les pagaba para eso. La administración ensayó el envío de los guardianes que gozaban de descanso para que realizaran este trabajo fuera de hora, interrumpiendo sus juegos de dominó en la sala de guardia. Se trataba de muchachones que habían sido escogidos por su buena salud; sin embargo, en el curso de sus años de servicio en la guardia, evidentemente perdían su habilidad para trabajar —les dolían las espaldas, y el juego de dominó los atraía—. Simplemente parecía que no podían cortar tanta leña como se necesitaba. Y al fin el director de la prisión tuvo que darse por vencido. Sologdin y otros prisioneros que fueron a trabajar con él —a menudo Nerzhin y Rubín— tuvieron permiso para cortar y aserrar sin vigilancia especial. De todos modos podían ser vistos desde la torre de guardia como si estuvieran al alcance de la mano y los oficiales de turno fueron instruidos para que mantuvieran el ojo alerta sobre ellos desde todos los rincones de alrededor.