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Porque no había regreso de aquelmundo a este mundo. Solamente aquí en Mavrino era donde él encontró algunos de sus viejos reclusos —obviamente sin permitir que ellos se dieran cuenta de que los reconocía—. Los recordaba entumecidos por el insomnio forzoso en los boxes de un metro cuadrado bajo la luz enceguecedora; cortando con un hilo su ración de cuatrocientos gramos de pan medio crudo; enterrados en los hermosos libros que abundaban en la prisión; saliendo en fila de a uno a lavarse; con las manos a la espalda cuando eran llamados para los interrogatorios; enfrascados en conversaciones que se hacían más animadas en la media hora antes de irse a dormir; echados bajo la luz brillante o en las noches de invierno, con las manos fuera de las cobijas envueltas en una toalla para abrigarlas; el reglamento obligaba que a quien tuviera las manos bajo las cobijas se lo despertara y se lo obligara a sacarlas fuera.

Más que nada, a Nadelashin le gustaba escuchar las discusiones y las conversaciones de los profesores, académicos de barbas grises, sacerdotes, antiguos bolcheviques, generales y extranjeros cómicos. Era su deber escucharlos, pero lo hacía, también, por su sola satisfacción. Hubiera preferido escuchar esas historias desde el principio hasta el fin: cómo algunos habían vivido previamente y por qué habían sido arrestados. Pero por culpa de sus obligaciones nunca podía. Lo asombraba que en los meses de horror en que se quebraban sus vidas, se decidían sus destinos, aquellas gentes encontrasen coraje para no hablar de sus sufrimientos sino acerca de cualquier cosa que les pasase por la mente: artistas italianos, las costumbres de las abejas, la caza de lobos, cómo un tipo Le Corbousier construye casas aunque no construía para ellos.

Una vez se le ocurrió a Nadelashin oír una conversación que le interesó especialmente. Sentado en la parte de atrás de un coche celular "Varanok", acompañaba a dos prisioneros encerrados dentro bajo llave. Se los trasportaba de Bolshaya Lubyanka a Sukhanov "dacha" como se lo llamaba —una endiablada prisión fuera de Moscú— de donde muchos iban a la tumba, otros al manicomio y muy pocos retornaban a Lubyanka. Nadelashin no había trabajado nunca allí, pero sabía que la comida era administrada con tortura refinada. No se les daba a los prisioneros el alimento ordinario, la comida pesada, de cualquier otra parte, sino que se les daba una alimentación sabrosa, ligera, de sanatorio. La tortura estaba en las porciones. Medio platillo de caldo, una octava parte de albóndiga, dos tiritas de papas fritas. Esto no los alimentaba —solamente les recordaba lo que habían perdido—. Era mucho más desesperante que un bol de sopa aguada, y los ayudaba a perder la razón.

Se trataba de dos prisioneros del "Varanov" que se trasladaban no separados sino juntos por alguna razón especial. Al principio Nadelashin no escuchaba lo que ellos hablaban a causa del ruido del motor. Pero algo anduvo mal en él y el conductor tuvo que salir por un rato dejando al oficial sentado al frente. Nadelashin pudo oír entonces la tranquila conversación de los prisioneros a través de las rendijas de la puerta de atrás. Reñían a propósito de deliberar sobre el gobierno y el zar, pero no del actual gobierno ni de Stalin. Discutían sobre Pedro el Grande.;Qué había hecho él con ellos? Lo estaban criticando de todas las formas posibles. Uno de ellos lo criticaba, entre otras cosas, por haber eliminado el traje nacional privando a la gente de individualidad. Enumeraban en detalle, con un conocimiento extraordinario del tema, qué ropas usaban, qué apariencia tenían y en qué circunstancia se las ponían. Decían, que todavía ahora no era tarde para revivir ciertas vestimentas, que podrían todavía ser deseables y confortables combinados con las ropas actuales, sin copiar ciegamente a París. El otro prisionero bromeó —cómo podían bromear todavía— que para esto se necesitarían dos hombres: un sastre brillante capaz de ordenar el conjunto y un tenor de moda que se fotografiara luciéndolo. De tal modo pronto toda Rusia lo adoptaría.

La conversación era particularmente interesante para Nadelashin puesto que el oficio de sastre era todavía su pasión secreta. Después de sus períodos de tarea en los corredores supercargados de locuras, se calmaba con el ruido de las telas, la suave flexibilidad de los pliegues, la bondad de este trabajo.

Cosía ropas para sus hijos, cortaba vestidos para su mujer, trajes para él. Pero lo guardaba en secreto.

El oficio de sastre era considerado una ocupación inconveniente dentro del servicio militar.

LA TAREA DEL TENIENTE CORONEL

El teniente coronel Klimentiev tenía el cabello lacio, negro y brillante como ala de cuervo, que llevaba alisado con raya a un lado; su bigote redondeado parecía tratado con pomada. No le había crecido barriga, y a los cuarenta y cinco se mantenía como un joven, bien plantado militar. Nunca sonreía mientras estaba en su trabajo, lo que intensificaba el sombrío malhumor del rostro.

A pesar de ser domingo llegó más temprano de lo usual. Cortó a través del patio de ejercicios mientras los prisioneros se paseaban alrededor, pescó la infracción con una sola ojeada. Pera como hubiera sido inferior a su rango el interferir, entró en los cuarteles del edificio y, todavía sobre los peldaños, ordenó a Nadelashin que llamase al prisionero Nerzhin y que volviese después. Al cruzar el patio, el teniente coronel había notado que algunos prisioneros habían intentado alejarse con rapidez mientras otros lentamente se daban vuelta para no tener que saludarlo. Klimentiev observaba fríamente, pero no estaba ofendido. Sabía que eso era sugerido solamente en parte por desagrado hacia su posición, pero mucho más por la timidez entre los camaradas, el miedo de aparecer servil. Casi todos los prisioneros se conducían amigablemente cuando eran llamados solos a su oficina. Algunos hasta trataban de ganar su favor. Habían diferentes clases de gente detrás de las rejas, de distinto valor. Hacía mucho que Klimentiev se había dado cuenta de ello. Respetando su orgullo insistía invariablemente sobre su derecho de ser estricto. Pensaba que una prisión, no se podía manejar con una disciplina deteriorada sino que exigía un racional orden militar.

Abrió su oficina, que estaba caliente. Los radiadores exhalaban un desagradable olor a pintura quemada. El teniente coronel abrió las ventanas, se quitó el sobretodo, se sentó engrillado en su chaqueta y examinó la superficie de su escritorio. La hoja de sábado de su calendario no había sido dada vuelta, y una nota estaba escrita sobre ella:

—¿Árbol de Navidad?

Desde su oficina semivacía, donde los únicos instrumentos de producción eran un armario de hierro que contenía el prontuario de los prisioneros, una media docena de sillas, un teléfono y un timbre, el teniente coronel Klimentiev sin ningún elemento a la vista —supervisaba el visible movimiento de 281 vidas y el servicio de 50 guardias.