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A pesar de haber llegado en día domingo —a cambio de lo cual tendría un día libre durante la semana— y de haber llegado media hora antes, Klimentiev no perdió su acostumbrada ecuanimidad y control.

El teniente primero Nadelashin estaba parado angustiado frente a él. Un disco rojo aparecía en cada una de sus mejillas. Se sentía temeroso del teniente coronel, aun cuando Klimentiev ignoraba sus múltiples errores en su legajo personal. Ridículo, con su cara redonda, para nada de corte militar, Nadelashin inútilmente trataba de estar "firme".

Informó que aquella noche de labor todo había trascurrido en perfecto orden, sin violaciones del reglamento, salvo dos incidentes extraordinarios. Sobre uno de ellos tenía redactado un informe. Puso éste sobre un rincón del escritorio, que se deslizó resbalando bajo los intrincados arcos de una silla distante. Nadelashin corrió tras él y lo volvió a poner sobre el escritorio. El segundo incidente extraordinario era la citación de los prisioneros Bobynin y Pryanchikov al ministerio de Seguridad del Estado.

El teniente coronel frunció sus cejas y preguntó detalles acerca de las circunstancias de la citación y del retorno de los prisioneros. La nueva, era desde luego desagradable y alarmante. Ser la cabeza de la prisión especial era estar sentado siempre sobre la boca de un volcán, justo siempre bajo la nariz del ministro. Este no era campo alejado en el bosque, donde el jefe podía tener un harén y un bufón y llevar a cabo sus sentencias como un señor feudal. Aquí había que observar la carta de la ley, marchar sobre la cuerda floja de las regulaciones, y no dar escape a una gota de fastidio personal o de clemencia. Pero esa era la clase de persona que era Klimentiev de todos modos. No pensaba que Bobynin ni Pryanchikov la noche anterior hubiesen encontrado nada ilegal de qué quejarse acerca del comportamiento de él. Como resultado de su larga experiencia en el servicio, no temía ser calumniado por los prisioneros. La calumnia vendría más fácilmente de sus colegas.

Dio una ojeada al informe de Nadelashin y se dio cuenta de que toda la cosa carecía de sentido. Conservaba a Nadelashin justamente porque era letrado y cumplidor.

¡Pero cuántos defectos tenía! Él teniente coronel comenzó a reprenderlo. Recordaba en detalle qué omisiones habían habido en el curso de su pasado período de tarea. Se había soltado a los zeks para el trabajo matinal dos minutos más tarde; muchos de sus camastros estaban mal tendidos; Nadelashin había fallado en demostrar la debida firmeza al no hacer volver a estos prisioneros y ordenarles que rehicieran sus lechos. Ya se le había hablado sobre esto en su momento. Pero no importaba cuan a menudo uno hablara a Nadelashin; era como golpear la cabeza contra una piedra. ¿Y qué había ocurrido durante el período de ejercicios de la mañana? El joven Doronin había estado parado sobre el límite mismo del área de ejercicio, mirando fijamente el área de más allá, hacia afuera del invernáculo, que después de todo era un área de quebrada tierra, con una pequeña pendiente, muy conveniente para huir. Y la sentencia de Doronin era de veinticinco años; en sus antecedentes se incluía falsificación de documentos, fue buscado por la policía dos años. Nadie en el destacamento le había dicho a Doronin que siguiese su ronda sin detenerse. ¿Y adonde había ido Gerasimovich? Había salido como si nada en dirección a la tienda de máquinas detrás de los tilos. ¿Y cuál era el crimen de Gerasimovich? Gerasimovich estaba en su segundo término —había sido mandado a la cárcel por el artículo 58, IA, Sección 19—. En otras palabras, intento de traición a la patria. No había llegado es verdad a cometerla, pero había sido incapaz de probar que cuando llegó a Leningrado durante los primeros días de la guerra, no era para esperar ahí a los alemanes. ¿Había olvidado Nadelashin que era obligatorio estudiar y conocer a los prisioneros, ya fuera por observación directa o por sus fichas personales? Finalmente, ¿qué clase de apariencia ofrecía el mismo Nadelashin? Su camisa de campo no estaba tirante —Nadelashin la estiró hacia abajo—. La estrella de su gorro, estaba torcida —Nadelashin la corrigió—. Saludaba como una mujer campesina. No era de extrañar, pues, que los prisioneros hicieran sus lechos incorrectamente cuando Nadelashin estaba de servicio. Camas mal hechas eran una brecha peligrosa en la disciplina de una prisión. Camas mal hechas hoy y mañana se rehusarían a trabajar.

El teniente coronel procedió después a dar sus órdenes. Los guardias designados a acompañar a los prisioneros en sus días de visita se reunirían en el tercer cuarto para recibir instrucciones... Que se dejase a Nerzhin en el corredor entretanto. Nadelashin fue despedido.

Salió hecho pedazos. Sinceramente se arrepentía cada vez que oía a sus superiores. Reconocía la justicia de sus acusaciones y reprensiones y se prometía no repetir sus faltas. Pero su trabajo proseguía y de nuevo debía chocar contra la voluntad de docenas de prisioneros, todos presionándolo en diferentes direcciones, rogando cada uno su pedacito de libertad, que Nadelashin no podía rehusarles, esperando que esas cosas pasarían inadvertidas.

Klimentiev tomó su pluma y cruzó la nota "Árbol de Navidad" sobre el calendario de su escritorio. Había tomado su decisión ayer.

Nunca hubo "Árbol de Navidad" en las prisiones especiales. Klimentiev no pudo recordar tal milagro. Pero los prisioneros, aquellos que hacían peso, habían pedido con insistencia que hubiese un Árbol de Navidad aquel año. Y Klimentiev había comenzado a pensar: ¿Por qué razón, después de todo, no permitirlo? Era obvio que nada malo podía resultar de un árbol; no iba a haber un incendio —justamente aquí donde todos eran profesores de ingeniería eléctrica—. Y era muy importante que en vísperas de Año Nuevo, cuando todos los empleados libres salían para disfrutar de un tiempo feliz en Moscú, se les concediera algo moderado aquí también. Sabía que las vísperas de fiesta eran las más difíciles para los prisioneros; siempre había alguno capaz de hacer algo desesperado o insensato. Por eso la noche antes había telefoneado a la administración de la prisión —a la que estaba directamente subordinado— y había discutido el Árbol de Navidad. Existía una prohibición en las leyes de la prisión sobre los instrumentos musicales, pero no pudieron encontrar nada acerca de los árboles de Año Nuevo. Por lo tanto, no lo aprobaban oficialmente, ni lo prohibían formalmente. Largos e infalibles servicios dejaban constancia y otorgaban autoridad a los actos del teniente coronel Klimentiev. Klimentiev ya había decidido esa noche, en la escalera del subterráneo, camino de su casa, permitir de una vez por todas, que hubiese Árbol de Navidad.

Entrando en el subterráneo había pensado en sí mismo con satisfacción; después de todo, era inteligente, una persona de negocios y no un cerrado burocrático; más aún, una persona bondadosa; los prisioneros nunca apreciarían esto ni sabrían quién había deseado permitirles el árbol de Año Nuevo y quién no.

Por alguna razón Klimentiev se sintió tan bueno acerca de su decisión que se olvidó de abrirse camino con los otros moscovitas y tuvo que tomar justo el último coche antes de que se cerraran las puertas automáticas. No intentó abalanzarse a ningún asiento sino que se tomó de la agarradera niquelada y se puso a reflexionar sobre su imagen reflejada en los gratos vidrios de la ventanilla contra la oscuridad del túnel que hacían pedazos los interminables tubos y cables. Después su mirada se trasladó a una joven sentada cerca. Estaba vestida cuidadosamente pero sin lujo, con un saco negro imitando caracul y un gorro del mismo material. Una pequeña y repleta valija necesaire estaba sobre sus rodillas. Mirándola, Klimentiev pensó que tenía un rostro agradable, pero cansado y una mirada poco común en una mujer joven, falta de interés en todo cuanto la rodeaba.