—Me confunde, Andreich. Después de todo yo no puedo darle nada semejante. No tengo manos como las suyas. ¿Cómo ha podido acordarse de mi cumpleaños?
—No se preocupe, — replicó Potapov—. ¿Qué otra fecha notable nos queda en la vida? Ambos pestañearon.
—¿Quiere té? — preguntó Potapov—. Tengo una marca especial.
—No Andreich, no necesito té. Voy a salir de visita.
—¡Magnífico! — dijo Potapov complacido—. ¿Con su "vieja"?
—¡Sí!
—Esa es la cosa; Ven Valentulya, no me grite en la oreja.
—¿Qué derecho tiene una persona de burlarse de otra?
—¿Qué hay en el diario, Andreich? — preguntó Nerzhin. Potapov, miró a Nerzhin con sus apagados ojos estrábicos de ucraniano todavía colgado de su tarima:
Las fábulas de la musa británica
molestan el sueño de la doncella.
Más de tres años habían pasado desde que Nerzhin y Potapov se habían encontrado en la prisión de Butyoskaya en una ruidosa, superpoblada celda, casi a oscuras hasta en el mes de julio. Allí, en el segundo verano después de la guerra, la vida de muchas personas diferentes se había cruzado. Recién llegados de Europa pasaron a través de aquella celda, fornidos prisioneros rusos que habían conseguido trocar la prisión germana por una prisión natal; golpeados y crispados presos de los campos, en tránsito desde las cuevas de GULAG al oasis de la sharashka. Cuando hubo entrado en la celda, Nerzhin se arrastró a ciegas bajo el tablón de la cama. (Los tablones de la cama eran tan bajos que no se podía pasar bajo ellos con todas las pieles sino arrastrándose apenas sobre el estómago y los codos). Allí sobre el sucio piso de asfalto, con los ojos todavía desacostumbrados a la oscuridad, preguntó jovialmente: —¿Quién es el último, amigos?
Y una voz desentonada y cascada le respondió —Cu-cu. Usted se acuesta detrás de mí.
Día tras día, mientras los prisioneros eran sacados de la celda para ser trasportados, ellos se movían bajo los tablones de la cama, "del cubo de la letrina a la ventana"; en la tercera semana retrocedieron "de la ventana al cubo de la letrina"; pero esta vez desde la cima de los tablones camas. Más tarde se movieron de nuevo a través de los catres de madera, a la ventana. De este modo se había creado esa amistad, a pesar de las diferencias de edad, historia personal y gustos.
Fue entonces, en los últimos meses de deliberación después del juicio, que Potapov admitió a Nerzhin que nunca le hubiera sucedido que la política le preocupara, si los políticos no hubieran empezado a destrozarla.
Fue entonces, bajo la plancha de la cama de la prisión de Butyrskaya, que el robot se volvió perplejo por primera vez, algo que está bien reconocido no ser recomendable para los robots. No, no estaba arrepentido de haber rehusado pan germano, ni los tres años muerto de hambre, los tres años mortales de la prisión germana. Todavía consideraba inadmisible que los extranjeros juzgasen nuestras dificultades internas.
Pero la chispa de la duda se había encendido en él y había comenzado a arder. De algún modo, no podía comprender por qué se encarcelaba a la gente cuya única culpa era haber construido Dneproges.
CÓMO REMENDAR CALCETINES
A las 8 y 55 había una inspección en los cuartos de la prisión especial. Esta operación, que llevaba horas en los campos, con los zeks de pie en el frío, mandados de un lugar en otro, contados uno a uno, de a cinco, de a cien, a veces por brigada, se hacía rápido y sin sufrimientos aquí en la sharashka. Los zeks tomaban el té en sus mesas de noche; dos oficiales de turno, uno que abandonaba la guardia y otro que la tomaba entraban en la habitación; los zeks se paraban (algunos no se ponían en pie); el nuevo oficial atentamente contaba las cabezas; y entonces se daban las instrucciones y se oían con desgano las quejas.
El oficial de turno era él teniente segundo, Shustermann. Alto, de cabellos negros y aunque no exactamente huraño, nunca expresaba ningún sentimiento humano —tal como se suponía que debían conducirse los guardias que tenían práctica avanzada. Él y Nadelashin habían sido enviados a Mavrino de Lubyanka para reforzar la disciplina de la prisión. Algunos de los zeks los recordaban desde Lubyanka: ambos servían al mismo tiempo como guardia de escolta; es decir que tomaban a su cargo un prisionero de cara a la pared, y lo conducían por los famosos peldaños gastados al entrepiso entre el cuarto y el quinto piso, donde se había abierto un pasaje desde la prisión al edificio de interrogatorios. A través de este pasaje habían sido conducidos durante una tercera parte del siglo todos los prisioneros de la prisión: demócratas, socialistas, revolucionarios, anarquistas, monárquicos, octubristas, mencheviques, bolcheviques, Savinkov, Takubovich, Kutepov, Ramzin, Shulgin, Bukharin, Rykov, Tukhachevsky, profesor Pletnev, académico Vavilov, mariscal de campo Paulus, general Krasnov, los más famosos científicos del mundo y poetas principiantes; los criminales mismos primero, después sus mujeres y sus hijas. Los prisioneros eran llevados al mismo famoso escritorio, donde en un grueso libro de "Registros de destinos" firmaban al pasar en un corte hecho en una placa de metal, sin ver el nombre arriba o debajo del suyo. Después eran conducidos a una escalera a los lados de la cual estaba tendida una red igual a la de los trapecistas de circo, para impedir que los prisioneros intentaran suicidarse arrojándose desde allí. Luego los llevaban a través de innumerables corredores ministeriales, sofocantes por la luz eléctrica y fríos por el brillo dorado de las charreteras de coronel.
No importaba cuan profundamente se hundiesen en aquella primera insondable desesperación; los detenidos pronto anotaban la diferencia entre los dos hombres: Shusterman —cuyo nombre, desde luego, ignoraban entonces— mirándolos, terriblemente ceñudo bajo sus espesas cejas, tomaba al prisionero por el codo como si tuviese garras, y con brutal fuerza lo arrastraba, casi sofocado, escaleras arriba; cara de luna Nadelashin, semejante a un eunuco, caminaba siempre un poco separado del prisionero, sin tocarlo, hablándole amablemente, indicándole por dónde ir.
Shusterman, a pesar de ser más joven, lucía ya tres estrellas sobre sus hombros.
Nadelashin anunció que aquellos que iban de visita deberían presentarse arriba ante las autoridades del cuartel a las diez de la mañana. Como le preguntaran si habría cine aquella tarde, replicó que no habría. Se produjo un débil murmullo de desagrado, pero desde un rincón Khorobrov respondió: —Y no nos aburran trayendo películas de m... como Cosacos de Kuban.
Shusterman se dio vuelta violentamente, para apuntarse mentalmente al que hablaba, y al hacerlo se confundió y volvió a contar de nuevo.