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Nerzhin podía casi oír a Klimentiev rugiendo: —Lo quito de la visita.

Se tragó su reacción y calló.

Su visita anunciada a última hora era evidentemente irregular y nada costaba privarlo de ella.

Siempre había alguien que acallaba a quienes trataban de gritar los abusos y reclamar justicia.

Como viejo prisionero supo dominar su furia.

Al no encontrar ninguna rebelión, Klimentiev, precisa y desapasionadamente añadió para ratificarlo: —Si hay un beso, apretón de manos u otra violación cualquiera, la visita termina de inmediato.

—¡Pero mi mujer no lo sabe! ¡Ella quería besarme! — gritó el grabador.

—Sus familiares también serán advertidos.

—Nunca ha habido una regla semejante.

—La hay ahora.

(¡Qué gente más estúpida! Y su indignación es tonta, como si fuera él, el que introdujo esta nueva disposición).

—¿Cuánto tardará la visita?

—Si viene mi madre, ¿la dejarán entrar?

—Las visitas duran treinta minutos. Sólo admitiré a la persona notificada.

—¿Y, mi hija de cinco años?

—Los niños hasta quince años son admitidos con los adultos.

—¿Y de dieciséis?...

—No admitimos. ¿Alguna otra pregunta? Bueno, salgan, vamos.

¡Asombroso! No fueron llevados en el celular sino en un nuevo modelo de ómnibus pequeño de ciudad, de color azul. No como los últimos trasportados.

El ómnibus se detuvo delante de la puerta del edificio del cuartel general. Tres guardias, nuevos también, en trajes civiles y con sombreros de fieltro blando, llevando las manos en sus bolsillos (allí tenían las pistolas), entraron primero en el vehículo y tomaron sitio bien apartados uno de los otros. Dos de ellos parecían boxeadores retirados o gangsters. Usaban finos sobretodos.

La helada matinal casi había desaparecido, pero el frío continuaba.

Siete prisioneros entraron en el ómnibus por la puerta delantera y se sentaron.

Cuatro guardias más, uniformados, los siguieron.

El chófer cerró de un portazo y se sentó en su asiento.

El teniente coronel Klimentiev subió a un auto.

FONOSCOPIA

Hacia el mediodía Yakonov no estaba en el confort rutilante ni el silencio aterciopelado de su oficina. Estaba en el GRUPO SIETE, revisando un cotejo entre el código y el "Vo-en-cla". Esa mañana el ambicioso ingeniero Markushev había tenido la idea de combinar los dos estudios en uno, y mucha gente había sido dedicada a ese proyecto, cada una con un propósito calculado. Los únicos que se opusieron fueron Bobynin, Pryanchikov y Roitman, pero nadie les hizo caso.

Había otras cuatro personas sentadas en la oficina de Yakonov: Sevastyanov, que ya había hablado con Abakumov por teléfono, el general Bulbanyuk, el teniente de Mavrino, Smolbsidov y el prisionero Rubín.

El teniente Smolosidov era un hombre pesado. Si uno cree que debe haber algo bueno en toda criatura hubiera sido difícil encontrarlo en su cara sin sonrisa, en la morosa compresión de sus labios gruesos. Su posición en el laboratorio era menor; apenas se alzaba sobre un armador de radios y su salario era el de la más baja trabajadora femenina: menos de 2000 por mes. Es verdad, robaba otros 1000 por mes vendiendo partes de radio en el mercado negro, pero todos sabían que la situación y entradas suyas no se limitaban a esas actividades.

Los empleados libres de la sharashkale tenían miedo, aun aquellos que jugaban al voleibol con él. Su cara que nunca había mostrado el menor relumbre de sinceridad era aterradora. La especial confianza que los altos jefes tenían en él también era aterradora. ¿Dónde vivía? ¿Había tenido algún hogar? ¿Una familia? Jamás visitaba a sus colegas en sus casas ni compartía sus ocios fuera del instituto con nadie. No se sabía nada de su pasado excepto por las condecoraciones de batallas de su pecho y su imprudente vanagloriarse de que durante la guerra un famoso mariscal jamás había dicho una palabra que él, Smolosidov, no hubiera sabido. Cuando se le preguntó cómo había podido suceder eso, respondió que era el operador personal de la radio del mariscal.

La cuestión de qué empleado libre iba a recibir la confianza para tratar con las cintas de registro y de la Muy Secreta Administración, se resolvió terminantemente cuando el general Bulbanyuk que los había traído, dio la orden: Smolosidov.

Éste estaba sentado y colocando la cinta del grabador en una mesa barnizada mientras el general Balbaniuk, cuya cabeza era como una gigantesca patata hipercrecida. con protuberancias por nariz y orejas, dijo: —Usted es un prisionero, Rubín. Pero alguna vez fue un comunista y quizás alguna vez vuelva a serlo.

—Soy un comunista ahora —quiso exclamar Rubín pero sintió la humillación de probarlo a Bulbaniuk.

—De modo que nuestra organización tiene confianza en usted. Va a escuchar un secreto de Estado de esta cinta registrada. Espero nos ayude a encontrar estos canallas, estos cómplices de traidores al país. Buscan nuestros más importantes descubrimientos científicos para trasmitirlos a través de las fronteras. Queda descontado que la menor tentativa de revelarlos...

—Sobreentendido —Rubín interrumpió temiendo más que todo eso, que no se le permitiera trabajar en la cinta. Desde hacía mucho tiempo había perdido toda esperanza de éxito personal y vivía la vida de toda la humanidad como si fuese su propia vida familiar. Esa cinta que no había oído aún, lo interesaba, pues, personalmente.

Smolósidov apretó el botón que lo ponía en acción.

Rubín miró con fijeza intencionadamente la pantalla de la cinta como si buscara en su imagen el rostro de su enemigo personal. Cuando miraba tan fijamente su cara se tendía y volvía cruel. Nunca se podía rogar, misericordia de una persona con tal rostro.

En el silencio de la oficina, sobre un ligero sonido de estática, se oyó el diálogo entre un excitado desconocido y una antigua y flemática dama.

Con cada frase la cara de Rubin perdía su gesto de expresión cruel y se tornaba perpleja. Mi Dios, no era lo que había esperado sino algo incoherente

La cinta llegó a su fin.

Rubín debía decir algo según esperaban sus compañeros, pero no tenía todavía ninguna idea de qué decir.

Necesitaba un poco de tiempo y que no lo mirasen desde todos los ángulos: Encendió un cigarrillo que había sacado dijo: —Tóquenlo de nuevo.

Smolósidov apretó el botón de retornar la cinta. Rubin miró esperanzado sus oscuras manos con sus dedos azulados. Después de todo Smolósidov podía cometer un error y apretar el botón de grabación en vez del de emisión y todo hubiera sido borrado sin dejar trazas. Y Rubín no hubiese tenido que decir nada.