Sería bueno si en esa segunda vida pudiera amar al otro. Pero ¿qué pasaría si no fuese así?
Habían entrado en las callejas de las afueras de Moscú. En Mavrino niebla dispersa en el cielo oscuro de la noche, hacía parecer a Moscú como brillando y relumbrando. Pero allí, otra realidad aparecía, casas de uno o dos pisos, largas y sin reparaciones al día, con su estuco cayéndose a pedazos, sus cercas de madera tambaleantes, su precariedad y suciedad. No se había tocado nada desde el principio de la guerra y los esfuerzos se habían gastado en otras áreas diversas. Pero en el campo, por ejemplo, de Ryazan a Ruzayevka, ¿qué clase de techos y de casas se podrían encontrar si Moscú estaba tan desesperadamente descuidada?
El ómnibus se abalanzó sobre la ruta y desembocó en la ancha y populosa estación y su plaza, cruzándola. De nuevo aparecieron los ómnibus, troleys, automóviles, gente; la policía llevaba nuevos uniformes brillantes, rojos y violáceos que Nerzhin no había visto nunca antes.
¡Qué incomprensible parecía que Nadya pudiera esperar por él tantos años! Moverse entre esa multitud rumorosa, eternamente corriendo para atrapar algo, sentir los ojos de los hombres en su cuerpo y nunca sentir el corazón conmovido por una ola. Nerzhin imaginó qué hubiese hecho en el caso opuesto: si Nadya estuviera prisionera y él libre. No hubiese quizás resistido un año.
Nunca antes había supuesto que esa muchacha aparentemente débil tenía una determinación granítica. Por largo tiempo había tenido dudas sobre su resistencia, pero ahora sentía que para Nadya ya no era difícil esperar.
Aun antes, en la Prisión de Krasnaya Presnya, tras medio año de interrogaciones, cuando recibió permiso para escribirle una carta, Gleb había escrito con un lápiz roto sobre un papel también roto en pedazos de forma triangular y sin estampilla.
"Mi querida. Me esperaste cuatro años de la guerra, no te enojes por haberme esperado en vano; ahora estaré preso diez años. Toda mi vida recordaré como un sol nuestra corta felicidad, pero ahora sé libre desde este día. No hay necesidad de que arruines tu vida tú también. ¡Cásate!"
Nadya entendió de la carta sólo que él la había dejado de amar y le contestó: "¡Cómo puedes olvidarme, cómo puedes entregarme a otro hombre!"
¡Mujeres! Aun en el frente en la cabecera del puente del Dniéper había logrado llegar a él con una identificación del Ejército Rojo fraguada, con una camisa de hombre que le quedaba grande, expuesta a las interrogaciones y requisas. Había venido para quedarse con su esposo, si podía, hasta el fin de la guerra y si la mataban, quería morir con él y si él se salvaba, salvarse juntos.
En la cabecera de puente que recientemente había sido una trampa de muerte, pero ahora estaba aquietada, cubriéndose de pasto indiferente, ardieron sus días brevísimos de felicidad robada.
Pero el ejército se movió y lanzó al ataque y Nadya debió volverse a casa otra vez con su camisa más larga que ella y con los mismos papeles falsos. Un camión de una tonelada y media la llevó por un atajo de la foresta y ella lo había despedido agitando la mano por un largo rato desde el claro hasta desaparecer.
Cuando el ómnibus se detiene la gente se alinea desordenadamente. Cuando un troley frena, algunos guardan sus lugares y otros se inclinan hacia delante. En el bulevar Sadovya el pálido ómnibus azul, medio vacío e invitante, pasó la parada regular de los vehículos de pasajeros y se detuvo ante la luz del semáforo. Un atolondrado moscovita corrió hacia él, saltó sobre su plataforma y golpeó la puerta gritando: —¿Va a la costanera Kotelnychesky? ¿A Kotelnychesky?
—No se puede subir —contestó uno de los guardias alejándolo.
Rugiendo de risa, Iván el soplador de vidrio, lo llamó —¡Seguro que va! Es justo donde vamos. ¡Súbase y lo llevaremos! — Iván era un prisionero no político y podía recibir visitas cada mes. Todos los zeks se rieron. El moscovita no podía entender de qué clase de ómnibus se trataba y por qué no le permitían subir a él.
Pero estaba acostumbrado a prohibiciones frecuentes y bajó de un salto.
Una media docena de pasajeros posibles que se habían arremolinado tras él, también retrocedieron.
El pálido ómnibus dobló a la izquierda en el bulevar Sadovya, lo que significaba que no iba hacia Butyrskaya como era usual, sino probablemente a Taganka.
Nerzhin jamás se hubiera separado de su mujer y hubiera usado su vida en una serena labor de resolver integraciones numéricas de ecuaciones diferenciales, si no hubiese nacido en Rusia o hubiese nacido en otra época o si no hubiese sido la persona que era, la clase de persona que era.
Hay una escena en la novela "Noventa y tres", de Víctor Hugo, en que Lantenac, sobre una duna, puede vervarias bellas torres con campanas, al mismo tiempo, y cada campana está sonando. Todas las campanas están sonando la alarma, pero un viento fuerte se lleva el sonido y él no puede escucharninguna.
De la misma manera, por algún extraño sentido inverso, Nerzhin había oído desde la adolescencia una campana muda; gritos, gruñidos, gemidos de los moribundos, llevados por un viento insistente y firme lejos de los oídos humanos. Creció sin leer un solo libro de Mayne Reid, pero a la edad de doce años había abierto el enorme, con el que se podía cubrir, y leyó el proceso a los ingenieros saboteadores. Desde él mismo principio el niño no creyó lo que leía. No sabía por qué —no podía alcanzar sus razones— pero claramente veía que eran todas mentiras. Conocía ingenieros en su familia y amistades y no, podía imaginarlos cometiendo sabotaje.
A los trece y catorce, Gleb no salía a jugar en las calles, cuando había acabado de estudiar, sino que se estaba quieto leyendo los diarios. Conocía a líderes del partido por nombre, sus cargos, los líderes del ejército soviético, los embajadores en cada país, y los embajadores extranjeros destacados en la U.R.S.S. Había leído todos los discursos del Congreso y las memorias de los viejos bolcheviques. Y la historia cambiable del partido y las otras también, siempre confusas y diferentes. En la escuela asimismo, en el cuarto grado; habían sido aleccionados en elementos de economía política y desde el quinto grado, tenían ciencias sociales casi todos los días. Le habían dado a leer: "En memoria de Herzen" y una y otra vez recorrió el viejo volumen de Lenin.
Quizás porque sus oídos eran jóvenes o porque leía mas de lo que aparecía en los diarios, claramente percibía lo falso y lo exagerado en la exaltación de un hombre, siempre un mismo hombre. ¿Si él era todo, no significaba que los otros hombres eran nada? Por espíritu de protesta Gleb no pudo admirarlo.
Era nada más que un estudiante de noveno grado en la mañana de diciembre, cuando miró, un diario de pared donde leyó que Kiróv había sido asesinado y de repente, como deslumbrado por una luz, supo que Stalin y ningún otro fue su ejecutor. Porque era el único que podía aprovechar de sumuerte. Un sentimiento de soledad acerada lo aprisionó: los otros hombres, adultos, reunidos y hablando a su lado, no entendían esta sencilla verdad.