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Hubiera querido regalarle algún buen libro pero estaba prohibido también. En la última visita le había llevado un libro con poemas de Esenin que había obtenido por milagro. Era la misma edición que había tenido Gleb en el frente y que había desaparecido cuando lo arrestaron. Y Nadya había escrito en la primera página: "Igual que este libro, todo lo que hayas perdido volverá".

Pero el teniente coronel Klimentiev había desgarrado la página en su presencia y se lo había devuelto diciéndole que no se permitía pasar ningún mensaje escrito a los prisioneros. La inscripción debía pasar separadamente por el censor.

Cuando se enteró de esto Gleb le dijo furioso: —No me traigas nunca otro libro.

Cuatro mujeres estaban sentadas alrededor de la mesa, una de ellas era joven, con una niña de tres años. Nadya no las conocía. Las saludó y le contestaron y luego continuaron su animada conversación.

En la pared más lejana una mujer como de treinta y cinco o cuarenta años, con una chaqueta de piel muy vieja, estaba sentada en un banquito aparte de las otras. Llevaba como un pañuelo atado a la cabeza, cuya pelusa se había ido gastando. Estaba sentada con sus brazos cruzados y miraba tensamente al suelo enfrente de ella. Todo su porte expresaba la determinación de ser dejada sola y no querer hablar con nadie. No tenía nada parecido a un regalo en sus manos.

El grupo estaba listo para recibir a Nadya, pero Nadya no tenía ganas de reunirse a ellas. También estaba de un humor especial esa mañana y aproximándose a la mujer aislada le preguntó: —¿Le importa si me siento aquí?

La mujer la miró. Sus ojos eran totalmente incoloros. No había comprensión en ellos de lo que le preguntaba Nadya. Miró a través, de Nadya.

Ésta se sentó dejando su caracul artificial a su lado y también cayó en silencio.

No quería oír nada ni sentir nada que no fuese Gleb y la conversación que iban a tener; sobre lo que estaba desapareciendo para siempre en el abismo del pasado y el abismo del futuro; de lo que no concernía ni a él ni a ella sino a los dos juntos y a lo que se referían con la palabra lastimada "amor".

Pero no pudo evitar escuchar la conversación de la mesa. Las mujeres estaban discutiendo lo que sus maridos solían comer, lo que había en la mesa las noches y los mediodías y lo a menudo que eran lavadas sus sábanas. ¿Cómo sabían todo eso? ¿Era que gastaban los momentos de oro de sus visitas hablando de eso? Estaban enumerando qué alimentos y cuántos kilos y gramos de cada cosa habían traído consigo. Eran parte de las preocupaciones tenaces femeninas que hacen que una familia sea una familia y que la humanidad siga andando. Pero no era así como Nadya consideraba las cosas. En su lugar pensaba: cuan ultrajante, cuan vulgar, cuan despreciable era cambiar los grandes momentos por semejantes trivialidades. ¿Nunca se les había ocurrido pensar que lo importante era descubrir quién había hecho apresar a sus esposos? Después de todo sus maridos podrían no estar detrás de las rejas y no necesitar de esta comida carcelaria.

Tuvieron que esperar un largo rato. La visita había sido arreglada para las diez de la mañana, pero eran las once y no habían aparecido los zeks.

La séptima visitante, una mujer de cabello gris, arribó sin aliento, más tarde que el resto. Nadya la conocía de una visita previa. Había sido la primera mujer y al mismo tiempo la tercera del grabador y le había contado su historia. Siempre había admirado a su esposo y lo consideraba un genio. Pero éste le había dicho que se sentía infeliz con ella porque ella tenía un complejo psicológico y la había abandonado con su hijo por otra mujer. Vivió con esta pelirroja por tres años y luego se fue a la guerra. Fue tomado prisionero en seguida, pero vivió en Alemania una vida libre y al parecer allí halló con quién divertirse. Cuando regresó de Alemania fue arrestado en la frontera y condenado a diez años. De Butyrskaya informó a su pelirroja que estaba preso y le pidió que lo visitara. Esta le contestó: —Hubiera sido mejor que me traicionaras a mí y no a tu país. Te hubiese podido perdonar más fácilmente.

Entonces él pidió a su primera mujer que lo visitara y ella comenzó a llevarle regalos y a visitarlo y ahora él le había jurado eterno amor.

Nadya recordaba cómo la esposa del grabador le predijo amargamente que lo mejor para hacer cuando ellos estaban prisioneros, era serles infieles así, cuando salieran las apreciarían, porque si continuaban siempre fieles creerían que nadie las había deseado durante todo ese tiempo y que nadie las prefería, lo que era un desprestigio.

Para entonces la recién llegada había cambiado la conversación de la mesa. Ya estaba hablando de sus dificultades con abogados y los centros judiciales de la calle Nikolsky. Después, en el centro de "consultas modelo". Sus abogados costaban miles de rublos y se los gastaban en los restaurantes de lujo de Moscú, mientras sus clientes quedaban con sus casos exactamente donde los habían iniciado. Pero, de algún modo, al final fueron demasiado lejos y cayeron todos arrestados y tuvieron diez años ellos también y el letrero "modelo" fue removido de la calle Nikolsky. Después en el centro no modelo, los nuevos abogados que habían sido enviados como remplazantes, comenzaron a tomar millares de rublos y dejaron los casos de sus clientes como ya estaban antes. Los abogados explicaban confidencialmente que los grandes precios eran necesarios porque debían dividirlos con otros. Y era imposible saber si decían la verdad. Quizás no compartían con nadie a pesar de decir que lo hacían, pero ellos hacían entender que el asunto tenía que pasar por muchas manos. Las mujeres indefensas caminaban hacia delante y atrás, frente a las concretas paredes de la ley, como caminaban ante las paredes de seis metros de alto de la prisión Butyrskaya; no tenían alas para volar por sobre ellas y debían inclinarse ante cada puerta que se abriese. Los procedimientos legales detrás de los muros eran para ellas las vueltas clandestinas de una poderosa máquina que, a pesar de la obvia culpa de los acusados y el contraste entre ellos y quieres los habían aprisionado, a veces, como en un juego de lotería, por un milagro, podía salir el número ganador. Y de esa manera las mujeres pagaban a sus abogados no por ganar sino por la ilusión de ganar.

La mujer del grabador creía firmemente que sería recompensada por la suerte. Por lo que decía era evidente que había juntado cuarenta mil rublos por la venta de su habitación y ayuda de sus parientes y que los había entregado todos a sus abogados. Ya había tenido cuatro distintos. Tres pidieron el perdón y habían presentado cinco apelaciones con evidencias. Ella vigilaba la marcha de las apelaciones y le habían prometido tenerla en consideración en varios casos. Conocía por su nombre a todos los fiscales en ejercicio en las tres oficinas principales de fiscalías y aspiraba la atmósfera de los cuartos de recepción de la Corte Suprema y el Soviet Supremo. Como mucha gente confiada, especialmente las mujeres, exageraba el valor de cada detalle promisor y de cada mirada no demasiado hostil.

—Hay que escribir, hay que escribir a todo el mundo —repetía enérgicamente urgiendo a las otras mujeres a seguir su ejemplo—. Nuestros esposos están sufriendo. La libertad no viene sola. Hay que escribir.