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En toda su actividad no dejaba de preocuparse de su apariencia personal. En el cuello de su mameluco, bajo su corbata multicolor, siempre se veía algo impecable de lino blanco. Clara no sabía que esa era una pechera, otra invención de Rostislav y consistía en una trigésima segunda parte de una sábana del gobierno.

La gente joven que Clara había conocido en libertad siempre había logrado crédito en cargos oficiales, se habían vestido bien, movían y conversaban circunspectos, como para no hacerse notar demasiado. Con Ruska, Clara sintió que se rejuvenecía, y que ella también deseaba ser despreocupada. Secretamente lo veía con creciente simpatía. No creía que él y el amable Zemelya fuesen esos perros peligrosos contra quienes le habían advertido. Deseaba saber más de Ruska, de los hechos malignos por los que había sido castigado, y si tenía una larga condena que servir. Era claro que no estaba casado. No podía dedicarse a preguntarle las otras cuestiones; imaginaba que debían ser muy penosas desde que le recordarían su abominable pasado que quería olvidar para reformarse.

Pasaron dos meses más. Clara se había acostumbrado a todos ellos. A menudo hablaban en su presencia de toda suerte de tonterías que nada tenían que ver con el trabajo. Ruska esperaba esos momentos durante el período de trabajo nocturno, durante la cena de los presos, cuando Clara estaba sola en el laboratorio. Y siempre, invariablemente, empezaba a hablarle a veces con la excusa que había dejado sus cosas sin hacer, para trabajar con tranquilidad, a solas con ella.

Durante esas noches Clara olvidaba todas las advertencias del oficial de seguridad.

La última noche, de alguna manera, esa intensa conversación había, como un flujo, borrado las barreras convencionales entre ellos.

La juventud no tiene un pasado abominable que eliminar. Tiene sólo una juventud que ha sido destrozada sin ninguna razón y una sed apasionada de aprender y explorar.

El había vivido con su madre en una ciudad cerca de Moscú. Apenas había concluido sus estudios superiores cuando los americanos de la embajada alquilaron una casa en su ciudad. Ruska y sus camaradas eran lo suficientemente descuidados —y también curiosos— como para ir a pescar un par de veces con ellos. Todo había ido aparentemente bien, Ruska entró en la universidad de Moscú, pero lo arrestaron en septiembre. Lo tomaron, secretamente en el camino, de modo que su madre no tuvo idea de dónde había desaparecido. (Ruska explicó a Clara que siempre trataban de arrestar a una persona de manera que no pudiese esconder nada de lo que llevase, y no pudiera dar a nadie una señal o palabra clave). (Lo pusieron en Lubyanka. Clara ni siquiera había escuchado el nombre de esa prisión hasta que llegó a Mavrino). Comenzaron los interrogatorios. Querían que confesara las indicaciones que había recibido del Servicio de Inteligencia norteamericano. ¿De qué departamento secreto debía dar información? Ruska era, en sus propias palabras, simplemente un tornero y tardó en comprender y luego lloró. Después sucedió repentinamente un milagro. Ruska fue dejado en libertad, que nadie había nunca alcanzado.

Era en 1945.

Y allí había acabado su historia el día anterior. Toda la noche Clara estuvo obsesa por el relato que él había comenzado. Al día siguiente, olvidándose de los más elementales reglamentos de seguridad y aun los límites de la propiedad, ella se había sentado al lado de Ruska y su bomba murmurante y había reiniciado su conversación.

Para el almuerzo eran amigos, como niños que tomasen mordiscos por turno de una gran manzana. Hasta les parecía extraño, ya que por tantos meses no habían dicho nada. Apenas podían expresar los pensamientos que los llenaban. Interrumpiéndola en su impaciencia por hablar, él había tocado sus manos, y ella no vio nada de malo en eso. Cuando todos salieron a almorzar, dejándolos solos, repentinamente existió un nuevo sentido en el roce de un hombro o en el toque de una mano, y Clara vio sus claros ojos azules deleitándose, en ella.

Ruska, con una voz que escasamente pasaba sus labios, dijo: —Clara, ¿quién sabe cuándo volveremos a estar sentados así? Para mí es un milagro. No lo creo; la adoro. Estoy preparado para morir aquí, ahora—. (Apretó y acarició sus manos). — Clara, quizás estoy destinado a perder mi vida en prisiones. Hazme feliz, para que dondequiera que esté pueda recordar este momento. ¡Sólo una vez déjame besarte!

Clara se sintió como una diosa que hubiera descendido a la tierra hasta un prisionero. No fue un beso común. Ruska la atrajo hacia sí y la besó con violencia, con el beso de un presidiario torturado por las privaciones. Y ella le respondió.

Quiso besarla otra vez, pero Clara se apartó, aturdida y temblorosa.

—Vete, por favor —dijo. Él vaciló.

—¡Vete por ahora!-ordenó Clara.

Él obedeció. En la puerta se volvió hacia Clara suplicante, lastimosamente, y luego dejó el cuarto. Pronto volvieron todos de almorzar. Clara no se atrevía a mirar a Ruska ni a nadie más. Tenía por dentro un ardiente sentimiento, pero no era vergüenza. Con todo, si era felicidad, no era una felicidad tranquila.

Entonces oyó que les sería permitido a los prisioneros tener un árbol de Año Nuevo.

Permaneció sentada y quieta durante tres horas, moviendo sólo sus dedos; tejía una canastilla de alambres vinílicos coloreados, regalo para el árbol de Año Nuevo.

Iván, el soplador de vidrio, volviendo de su visita, sopló dos graciosos demonios de cristal que parecían llevar fusiles, urdió una jaula con varillas de vidrio, y dentro de ella, con un hilo plateado, colgó una luna de vidrio que hacía un triste retintín.

EL CASTILLO DEL SANTO GRAAL

Durante la mitad del día un cielo bajo y oscuro cubrió Moscú. No hacía frío, pero antes de la hora del almuerzo, cuando los siete prisioneros que volvían salieron del ómnibus azul de ejercicios de la sharashka, los primeros copos impacientes volaban.

Justamente uno de esos copos de nieve, una estrella de seis puntas, cayó en la manga del viejo capote militar de Nerzhin, que se había vuelto de color marrón herrumbroso. Se detuvo en el medio del patio y aspiró el aire.

El teniente primero Shusterman, que estaba presente, le advirtió que no era hora de ejercicios y que debía entrar.

No quería entrar. No quería contarle a nadie su visita de hecho, no podía. No quería compartirla con ninguno ni darle a nadie participación en ella. No quería hablar ni escuchar a otros. Quería estar solo y revivir despacio todo lo que había traído consigo, antes de que se desintegrase, antes de que se convirtiera simplemente en un recuerdo.