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Qué tal, dijo Billy.

El indio escupió. Conque espantando todo lo que hay en la región, dijo. Vaya.

No sabíamos que hubiera nadie por aquí. ¿No tienes nada para comer?

No, señor.

¿Dónde vives?

A unos tres kilómetros río abajo.

¿Tenéis algo de comer en vuestra casa?

Sí, señor.

¿Si voy allí me sacarás algo de comer?

Puede venir a casa. Mamá le preparará comida.

No quiero ir a la casa; quiero que tú me saques algo.

Está bien.

¿Lo harás?

Sí.

Muy bien.

El muchacho seguía sujetando el caballo. El caballo no le había quitado ojo al indio. Vamos, Boyd, dijo.

¿Tenéis perros?

Solo uno.

¿Lo meterás dentro?

De acuerdo. Lo meteré dentro.

Mételo en algún sitio donde no ladre.

De acuerdo.

No pienso ir a que me peguen un tiro.

Lo meteré dentro.

Entonces bueno.

Venga, Boyd. Vámonos.

Boyd permaneció mirándolo desde el otro lado de la poza.

Vamos. Dentro de nada oscurecerá.

Venga, haz lo que te dice tu hermano, dijo el indio.

No estábamos molestándolo.

Venga, Boyd. Vámonos.

Cruzó el cascajar y subió a la narria.

Súbete aquí, dijo Billy.

Se bajó del montón de ramas que habían cogido y se volvió a mirar al indio; luego alargó el brazo para coger la mano que Billy le ofrecía y montó en el caballo detrás de él.

¿Cómo lo encontraremos?, preguntó Billy.

El indio estaba de pie con el rifle sobre los hombros y las manos colgando por encima. Salid y caminad hacia la luna, dijo.

¿Y si aún no ha salido?

El indio escupió. ¿Crees que te diría que fueses hacia la luna si la luna no hubiera salido? Vamos, en marcha.

El chico picó el caballo con las botas y cabalgaron entre los árboles. Las varas de la narria arrastraban con un susurro seco pequeñas hileras de hojas secas. El sol se ponía por el oeste. El indio los vio partir. El más pequeño de los chicos rodeaba con un brazo la cintura de su hermano, roja la cara al sol, el pelo de un rosado casi blanco al sol. Su hermano debió de decirle que no mirase atrás, porque no lo hizo. Para cuando cruzaron el lecho seco del río y enfilaron el llano, el sol se había puesto ya tras los picos de los montes Peloncillo y el cielo de poniente era de un rojo intenso bajo los arrecifes de nubes. Tomaron hacia el sur siguiendo las hendiduras del río seco, y cuando Billy se volvió vio que el indio los seguía a unos ochocientos metros aproximadamente, y llevaba la carabina colgando de una mano.

¿Cómo es que miras atrás?, dijo Boyd.

Miro, eso es todo.

¿Es que vamos a sacarle la cena?

Sí. Supongo que podemos hacerlo.

Que podamos no significa que sea buena idea, dijo Boyd.

Ya lo sé.

Contempló el cielo por la ventana de la sala de estar. Las primeras estrellas acuñadas con la oscura albardilla de la pared sur colgaban entre la reseca rejilla de los árboles, junto al río. La luz de la luna aún por salir estaba posada sobre el valle, hacia el este, como una bruma de azufre. Observó la luz correr por las lindes de la desierta llanura y elevarse del suelo el domo de la luna, blanca y gorda y membranosa. Luego bajó de la silla donde se había arrodillado y fue a buscar a su hermano.

Billy tenía filetes y bollos y un tazón con alubias, todo ello envuelto en un paño y escondido detrás de las ollas en un estante de la despensa, junto a la puerta de la cocina. Mandó a Boyd por delante y tras escuchar un momento salió detrás de él. El perro gimió y arañó la puerta del ahumadero cuando pasaron por allí y él le dijo al perro que se callara y el animal obedeció. Siguieron la cerca medio agachados y luego encaminaron sus pasos hacia los árboles. Cuando llegaron al río la luna estaba alta y el indio los esperaba de pie con la carabina balanceándose otra vez sobre el pescuezo. Vieron su aliento en el frío. Se volvió y lo siguieron a través de las guijas del aguazal y tomaron la cañada río abajo siguiendo el margen de la dehesa. En el aire había humo de leña. A unos cuatrocientos metros de la casa ganaron la fogata de su campamento entre los álamos y el indio dejó la carabina apoyada en un tronco y se volvió para mirarlos.

Traedlo aquí, dijo.

Billy se acercó a la lumbre y le entregó el bulto que llevaba en el pliegue del codo. El indio lo cogió y se puso de cuclillas delante del fuego con aquella desenvoltura de marioneta, colocó el paño en el suelo, lo abrió, sacó las alubias y luego puso el tazón a calentar junto a las brasas y cogió los bollos y la carne y les dio un mordisco.

Ese tazón se va a quedar negro, dijo Billy. Tengo que llevármelo otra vez a casa.

El indio masticó, entrecerrados los ojos casi negros a la luz de la fogata. ¿Tenéis algo de café en la casa?, dijo.

No está molido.

¿Podéis molerme un poco?

Imposible sin que alguien lo oiga.

El indio se metió la otra mitad del bollo en la boca y se inclinó ligeramente y de algún sitio sacó un cuchillo corto y alargó el brazo para remover las alubias del tazón; después miró a Billy y se pasó la hoja del cuchillo por la lengua de un lado y del otro, como si la asentara lentamente, y clavó el cuchillo en el extremo del tronco con el que había preparado el fuego.

¿Cuánto hace que vivís aquí?, preguntó.

Diez años.

Diez años. ¿Tu familia es propietaria del terreno?

No.

Cogió el segundo bollo, lo cortó con sus perfectos dientes blancos y se sentó a masticar.

¿De dónde es usted?, preguntó Billy.

De todas partes.

¿Adónde se dirige?

El indio se inclinó y cogió el cuchillo del tronco y removió otra vez las alubias y lamió nuevamente la hoja; luego dejó que el cuchillo se deslizara hasta el mango, levantó el renegrido tazón del fuego, lo dejó en el suelo delante de él y empezó a comer las alubias sirviéndose del cuchillo.

¿Qué más tenéis en la casa?

¿Cómo dice?

Qué más tenéis en la casa.

Levantó la cabeza y los miró con los ojos entrecerrados, allí de pie a la luz de la lumbre, mientras masticaba lentamente.

¿Como qué?

Lo que sea. Algo que pueda vender.

No tenemos nada.

No tenéis nada.

No, señor.

El indio masticó. ¿Es que vivís en una casa vacía?

No.

Entonces algo habrá.

Hay muebles y cosas. Cacharros de cocina.

¿Cartuchos de carabina?

Sí. Unos cuantos.

¿Qué calibre?

No sirven para su carabina.

¿Qué calibre?

Cuarenta y cuatro cuarenta.

Bueno, pues traedme unos cuantos.

El chico señaló con la cabeza la carabina apoyada en el árbol. No es del calibre cuarenta y cuatro.

Eso da igual. Ya los cambiaré.

No puedo traerle cartuchos. El viejo lo notaría.

Entonces, ¿para qué has hablado de cartuchos?

Tendríamos que irnos, dijo Boyd.

Hemos de recuperar el tazón.

¿Qué más tenéis?, dijo el indio.

No tenemos nada, dijo Boyd.

No te preguntaba a ti. ¿Qué más?

No lo sé. Veré qué puedo encontrar.

El indio se metió la otra mitad del segundo bollo en la boca. Alargó la mano para tentar el tazón y luego lo cogió y se echó a la boca las alubias que quedaban y pasó un dedo por dentro del tazón y se lo lamió hasta dejarlo limpio y volvió a dejar el tazón en el suelo.

Traedme un poco de ese café, dijo.

No puedo molerlo. Lo oirían.

Tú tráelo. Lo aplastaré con una piedra.

Está bien.

Que se quede él.

¿Para qué?

Para hacerme compañía.

Para hacerle compañía.

Eso.

Él no tiene por qué quedarse.

No voy a hacerle daño.

Ya sé que no, porque no va a quedarse.

El indio se escarbó los dientes. ¿Tenéis algún cepo?

No tenemos cepos.

Los miró. Se sorbía los dientes con un ruido sibilante. Marchaos ya, dijo. Y traedme un poco de azúcar.