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No desmontes, dijo. Mira a ver si ves sus huellas.

Recorrieron el terreno a caballo. Los caballos estaban inquietos ante la visión de la sangre y los jinetes hablaban entre sí con una especie de tono burlón, como si pretendieran que los animales se avergonzaran. Billy no detectó huellas de la loba.

Su padre se apeó del caballo. Ven, dijo.

No irás a poner uno aquí, ¿verdad?

No. Ya puedes desmontar.

El chico desmontó. Su padre se había bajado las correas del cesto y había puesto este sobre la nieve. Se arrodilló y quitó de un soplo la nieve reciente que cubría la huella cristalina que la loba había dejado cinco noches atrás.

¿Es de ella?

Así es.

Es su pata delantera.

Sí.

Es grande, ¿verdad?

Sí.

¿No va a volver?

No. No va a volver.

El chico se incorporó. Dirigió la vista hacia la pradera. Había dos cuervos posados en un árbol seco. Debían de haber volado hasta allí mientras ellos subían a caballo. Aparte de eso no había nada.

¿Adónde crees que habrá ido el resto del ganado?

No lo sé.

Con una vaca muerta en el prado, ¿tú crees que las demás se quedarán?

Según de qué haya muerto. No se quedan a pastar si hay un lobo merodeando.

¿Tú crees que habrá matado algún otro animal?

Su padre se levantó de donde se había acuclillado al lado de la huella y cogió el cesto. Es bastante probable, dijo. ¿Estás listo?

Sí, señor.

Montaron, cruzaron la vega, se adentraron en el bosque y siguieron la cañada paralelamente a la margen del arroyo. El chico miró los cuervos. Al cabo de un rato bajaron del árbol y volvieron en silencioso vuelo al ternero muerto.

Su padre colocó la primera trampa al pie del desfiladero por donde sabían que la loba había pasado. El chico siguió montado mientras su padre arrojaba dentro el pellejo de ternero con la parte del pelo hacia abajo y lo pisoteaba y dejaba el cesto en el suelo.

Sacó los guantes de gamuza del cesto, se los puso. Con un desplantador cavó un hoyo en la tierra, metió el ancla en el hoyo, luego la cadena y lo cubrió todo de nuevo. Después hizo en el suelo un agujero poco profundo, del tamaño de los muelles del cepo. Comprobó cuánto espacio ocupaba el cepo y luego cavó un poco más. Fue echando la tierra a la criba a medida que cavaba, luego dejó el desplantador aparte y cogió del cesto unas abrazaderas con las que fijó los muelles hasta que las mandíbulas quedaron abiertas. Sostuvo el cepo en alto y miró detenidamente por la muesca de la cazoleta mientras desajustaba la tuerca una vuelta y ajustaba el pestillo. Agachado en la sombra irregular, con el sol en la espalda, y sosteniendo el cepo a la altura de los ojos contra el cielo matinal, parecía estar manejando un instrumento más antiguo y sutil. Un astrolabio o un sextante. Como si fuese un hombre que intentara fijar su posición en el mundo. Si es que existía tal sitio. Si acaso era conocible. Puso la mano bajo las mandíbulas abiertas y ladeó ligeramente la cazoleta con el pulgar.

No queremos que venga una ardilla y tropiece, dijo.

Luego retiró las abrazaderas y colocó la trampa en el agujero.

Cubrió las mandíbulas y la cazoleta del cepo con un pedazo de papel empapado en cera de abeja derretida, luego esparció cuidadosamente por encima la tierra excavada tamizada con la criba, humus y restos de madera, y se puso en cuclillas para observar el resultado. No se notaba nada. Por último, extrajo del bolsillo de la chaqueta el frasco con la pócima de Echols, quitó el corcho, introdujo una ramita, luego clavó esta en el suelo a un palmo del cepo, tapó nuevamente el frasco y lo devolvió al bolsillo.

Se levantó, le pasó el cesto al chico y se agachó para doblar el pellejo de ternero con la tierra dentro; luego puso el pie en el estribo, montó, subió el pellejo al arzón de la silla e hizo retroceder al caballo.

¿Crees que sabrás hacer una?, preguntó.

Sí, señor. Creo que sí.

Su padre asintió con la cabeza. Echols solía quitarle las herraduras a su caballo. Después ataba a los cascos unas zapatillas de pellejo de vaca que él mismo había hecho. Oliver me contó que ponía trampas sin bajarse de la silla. A lomos de su caballo.

¿Y cómo lo hacía?

No lo sé.

El chico se colocó el cesto sobre las rodillas:

Ponte eso, dijo su padre. Lo necesitarás si vas a colocar la próxima trampa.

Sí, señor.

A mediodía habían puesto tres cepos más y comieron en un bosquecillo de robles negros que se alzaba en la cabecera del arroyo Cloverdale. Se recostaron sobre los codos y dieron cuenta de sus emparedados mientras contemplaban los Guadalupes más allá del valle y, al sureste, las estribaciones de las montañas donde podían verse las sombras de unas nubes moverse sobre el amplio valle de las Ánimas, y al fondo, en la azul lejanía, las montañas de México.

¿Tú crees que podremos capturarla?, preguntó el chico.

No estaría aquí si no lo creyera.

¿Y si ya la han capturado o ha caído en otra trampa o algo así?

Entonces será difícil de atrapar.

Digo yo que no hay más lobos que los que vienen de México, ¿verdad?

Supongo que no.

Comieron. Cuando hubo terminado, su padre dobló la bolsa de papel en que venían envueltos los emparedados y se la guardó en el bolsillo.

¿Listo?, preguntó.

Sí, señor.

Para cuando llegaron al terreno y entraron en el establo habían pasado fuera trece horas y estaban exhaustos. Las dos últimas horas habían cabalgado en plena oscuridad y la única luz encendida en la casa era la de la cocina.

Entra en casa y cómete la cena, dijo su padre.

Estoy bien.

Venga. Yo guardaré los caballos.

La loba había cruzado la frontera internacional más o menos en el punto en que esta cortaba el trigésimo minuto del meridiano 108 y había cruzado la vieja carretera como a un kilómetro y medio al norte del límite, para seguir el arroyo Whitewater hacia el oeste, hasta los montes San Luis y cruzado el desfiladero al norte hacia la sierra de las Ánimas y cruzado luego el valle de las Ánimas adentrándose en los Peloncillos tal como se había dicho. Tenía en la cadera una herida costrosa, allí donde su macho la había mordido dos semanas atrás en algún punto de los montes de Sonora. El lobo la había mordido porque ella no quería dejarlo. Había caído en un cepo de acero y le gruñía para ahuyentarla, mientras ella permanecía algo más allá de la extensión de la cadena. La loba había bajado las orejas y se había puesto a gemir, porque no quería marcharse. Por la mañana llegaron unos hombres a caballo. Desde una cuesta, a unos cien metros de allí, ella miró y vio al macho erguirse para hacerles frente.

Vagó toda una semana por las faldas de la sierra de la Madera. En aquellos parajes sus antepasados habían cazado camellos y primitivos caballos enanos. Encontró poco que comer. La mayor parte de la caza era masacrada fuera de la región. Casi todo el bosque había sido talado para alimentar las calderas de los bocartes, allá en las minas. Los lobos de aquella región venían matando ganado desde hacía tiempo, pero la ignorancia de estos animales era un misterio para ellos. Las vacas que bramaban, sangraban y tropezaban por los prados de montaña con sus pezuñas espatuladas y su confusión, desgañitándose y debatiéndose en los cercados y arrastrando tras ellas estacas y alambres. Los rancheros decían que los lobos trataban el ganado de manera más brutal que a los animales salvajes. Como si las vacas despertaran en ellos cierta cólera. Como si se sintieran vejados por la violación de un viejo orden. De antiguos rituales. De antiguos protocolos.

Cruzó el río Bavispe y siguió hacia el norte. Llevaba su primera camada y no tenía manera de saber en qué aprieto estaba metida. No se alejaba de la región porque la caza se hubiera terminado sino porque los lobos lo hacían, y ella los necesitaba. Cuando abatió al ternero en la nieve en la cabecera del barranco Foster allá en los montes Peloncillos de Nuevo México, llevaba dos semanas sin probar otra cosa que carroña, parecía obsesionada y no había encontrado rastro alguno de lobos. Comió, descansó y volvió a comer. Comió hasta que el vientre le rozó el suelo y no volvió. No iba a regresar para morir. No iba a cruzar un camino ni una vía de tren a la luz del día. No iba a cruzar una alambrada dos veces por el mismo sitio. Ese era el nuevo protocolo. Constricciones que antes no existían. Y ahora sí.