– ¿Dónde es la fiesta?
– En Sea Cliff, en casa de los padres de Nora. Debo advertirte que la casa es un poco… abrumadora. Y la madre de Nora un poco…
– Avasalladora -terminó Stuart por Ellie. -Pero no te dejes amilanar por tanto glamour – añadió.
Pete tomó la invitación que Stuart sostenía en la mano y sonrió.
– Gracias. Aprecio la ayuda -contestó, antes de correr hasta el garaje y montarse en el coche.
Todo había sucedido tan rápidamente, que no había tenido tiempo de pensar. Había comenzado la tarde pensando en ponerse a ver un partido de fútbol. Y de pronto allí estaba, vestido de esmoquin y a punto de ver a la mujer que amaba.
¿Qué diablos le diría? ¿Cómo podría convencerla de sus sentimientos? Aunque no había hecho otra cosa que pensar en Nora durante la semana anterior, todavía no creía que estuviera preparado para ir a verla. Las preguntas sobre sus verdaderos sentimientos hacia ella lo asaltaban cada mañana. Estaba seguro de que la amaba, pero Nora no había hecho otra cosa que rechazarlo. Si se hubiera tratado de cualquier otra mujer, se hubiera alejado ele ella casi desde el principio, agradeciendo el poder librarse de tan frustrante manipulación. Pero mientras continuara pensando que tenía un futuro al lado de aquella mujer, no pensaba renunciar a ella. Aunque Nora no se lo había dicho nunca con palabras, él lo había visto en sus ojos, lo había sentido cuando lo acariciaba y cuando la había oído gritar su nombre en medio de su apasionado encuentro.
Para cuando Pete llegó a la Baker Beach, ya estaba convencido de que realmente quería ver a Nora. Sacó la invitación y buscó la dirección de su casa. Sea Cliff difícilmente podría ser considerado un «barrio», aquella palabra era demasiado vulgar para los habitantes de las grandes mansiones que rodeaban la bahía. Pete asumió que Sea Cliff Avenue sería una calle paralela al mar y a los pocos minutos dio con la casa de Nora.
Detuvo el coche y se quedó mirando fijamente la mansión.
– Diablos -susurró. Sabía que Nora procedía de una familia de dinero, pero aquello era mucho más de lo que había imaginado. ¡Nora era una condenada princesa! De pronto, comprendió por qué lo había rechazado: su familia jamás aprobaría que se emparejara con un ex jugador procedente de un barrio obrero de la ciudad.
Un mayordomo se acercó al coche y le dio un golpecito en el cristal.
– ¿Viene a la fiesta? -le preguntó.
Pete negó con la cabeza y puso el coche nuevamente en marcha. Pero en el último segundo, se detuvo, apagó el motor del coche y salió. No tenía nada que perder. Por Nora estaba dispuesto a infligirle algunas heridas a su ego. Además, desde que la conocía, Nora nunca se había dado aires de grandeza. De modo que, ¿qué le hacía pensar que iba a hacerlo en ese momento?
Salió del coche y le dio las llaves al mayordomo para que lo aparcara. Cuando llegó a la puerta principal, se pasó el dedo por el cuello de la camisa y se estiró la chaqueta. Se sentía como si estuviera a punto de empezar a jugar el partido más importante de su vida. Tomó aire, cruzó la puerta y se adentró en un inmenso vestíbulo de mármol y madera. Tenía ante él una enorme escalera que conducía al segundo piso. Otro mayordomo, se acercó a él.
– ¿Su nombre, señor?
– Beckett -dijo, tendiéndole la invitación, -Pete Beckett.
El mayordomo leyó la invitación.
– Esta invitación es para la señorita Nora y su acompañante.
– Yo soy su acompañante.
– He sido informado ele que su acompañante sería el señor Stuart Anderson. Usted ha dicho que su nombre es Beckett.
Pete asintió con impaciencia.
– Estoy aquí en lugar de Stuart. Él me ha pasado su invitación.
– Me temo que esto no es un concierto de rock, señor. Las invitaciones a esta fiesta son intransferibles.
Pete sentía cómo iba elevándose su furia y luchó contra la urgencia de agarrar aquel hombrecillo de las solapas.
– Lo comprendo, pero Nora me dio esta invitación y me pidió que viniera -la mentira sonó convincente. Y si el mayordomo decidía ir a buscar a Nora para comprobarlo, Pete podría salir de allí sin ser visto. -Se enfadará si se entera de que no me ha dejado pasar. ¿Por qué no va a preguntárselo?
El mayordomo pensó un momento en su propuesta y a continuación forzó una sonrisa.
– Espere un momento, señor.
Mientras esperaba, Pete se puso a pasear por el vestíbulo, examinando los cuadros que colgaban de las paredes. Por lo que estaba viendo, la familia llevaba en San Francisco desde mediados del XIX. Un enorme cuadro de la mansión le llamó la atención, leyó en una placa que la mansión había sido destruida durante el terremoto de 1906. Se volvió, para contemplar los cuadros de la otra pared y se quedó completamente helado.
Frente a él tenía el retrato una mujer tan idéntica a Nora, tan bella que se quedó sin respiración. Lo observaba desde el cuadro con unos ojos azules como el cielo. Llevaba el pelo suelto, cayendo sobre sus hombros en suaves ondas. El deseo caldeó su sangre y alargó el brazo, queriendo sentir el calor de su piel.
– Por favor, no toque eso.
Pete bajó la mano y se volvió. Descubrió detrás de él a una mujer que, a juzgar por su parecido, tenía que ser la madre de Nora.
– ¿Señor Beckett? Soy Celeste Pierce. Me temo que ha habido una confusión. Estamos esperando a Stuart Anderson.
– Lo sé, pero yo soy amigo de Nora. Si me permite…
Un suave gemido escapó de los labios perfectamente pintados de Celeste.
– ¡Es usted! Es el que aparecía en el periódico. El que… -no terminó la acusación. -Creo que debería marcharse inmediatamente. Nora está ocupada con otro caballero en este momento y no quiero que la molesten. Además, no creo que tenga tiempo para hablar con usted.
Pete respondió a su indiferente mirada con una idéntica.
– ¿Cuánto? -preguntó, al tiempo que sacaba su chequera del bolsillo.
– ¿Cuánto? -repitió Celeste con desdén.
– Este es un acto benéfico. ¿Cuánto tengo que pagar para entrar? ¿Mil, dos mil dólares?
Aunque Celeste Pierce tenía sus escrúpulos, en lo que se refería a sus actos benéficos, siempre tenía un precio. A los tres mil dólares asintió imperceptiblemente. Pete arrancó un cheque, lo firmó y se lo tendió.
– Es de cinco mil dólares -le dijo, intentando olvidar que acababa de deshacerse de la mayor parte de sus ahorros. -Los dos mil que sobran son para sentarme al lado de Nora en la mesa. Estoy seguro de que usted puede arreglarlo, ¿verdad?
Celeste asintió y llamó al mayordomo.
– Courtland, asegúrate de que el señor Beckett se sienta en la cena al lado de Nora.
El mayordomo asintió y desapareció en las profundidades de la casa.
– Siga el pasillo hasta el final -le murmuró Celeste a Pete. -Encontrará a Nora en la terraza. No puedo garantizarle que vaya a alegrarse de verlo, pero en cualquier caso, gracias por el cheque.
Mientras se alejaba por el pasillo, Pete sonrió de oreja a oreja. Se había ganado a Celeste. Aunque le hubiera costado cinco mil dólares, había merecido una pena. Le había bastado ver el retrato de Nora para darse cuenta de lo desesperado que estaba por verla.
Por las puertas de la terraza, se filtraba el aire de la noche. Nada más acceder a ella, Pete se detuvo para contemplar aquella vista maravillosa.
La mansión estaba situada en lo alto de un acantilado, justo al borde del mar. Los invitados a la fiesta ya estaban allí reunidos. Las mujeres iban vestidas con trajes de diseño y ellos con elegantes esmóquines. Los camareros caminaban entre ellos, ofreciéndoles champán y entremeses exquisitos. Al final de la terraza, había una enorme tienda bajo la que habían colocado las mesas.
Pete tomó una copa de champán cuando se la ofrecieron y encontró un lugar situado cerca de un pilar de piedra. Semi-escondido entre las sombras, saboreó su copa mientras buscaba a Nora entre los invitados.