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CAPÍTULO 02

Una nube de humo flotaba sobre la ruidosa clientela del Vic Sport, una popular cervecería situada cerca de Fisherman's Wharf. Los alaridos de las enormes pantallas de televisión, emitiendo cada una de ellas un deporte diferente, se mezclaban con las voces y las risas de los clientes. Había muchas cosas con las que distraerse en el Vic. Aun así, Pete se fijó en aquella mujer en cuanto entró. Y aunque estaba decidido a concentrarse en el partido de los Gigantes, sus ojos se sentían inexplicablemente atraídos hacia aquella belleza de pelo negro. Quizá fuera su modo de moverse, el sutil movimiento de sus caderas, el arco de su cuello o su expresión de seguridad. Sí, había algo en ella que le llamaba la atención y no le permitía dejar de mirar. Aquella mujer no frecuentaba el Vic, de eso estaba seguro. El Vic era un lugar en el que se bebía cerveza y se comían galletas saladas y aquella mujer parecía acostumbrada al caviar y al champán.

Las señales eran casi imperceptibles, al menos para alguien que no se molestara en mirar bajo la superficie. Pero Pete había conocido a muchas mujeres y podía distinguir a una mujer con clase en cuanto la veía. Su vestido, de diseño sin lugar a dudas, encajaba perfectamente con cada curva de su cuerpo, y aun así no le daba una apariencia vulgar. Revelaba solamente lo justo para resultar tentador: un poco de los hombros y parte de la clavícula. Era además lo suficientemente corto como para demostrar las fabulosas piernas que se ocultaban debajo de él. Con una mujer como aquella, un hombre tenía que usar su imaginación.

Pero había algo más, como su forma de recorrer el lugar con la mirada, sin reposarla en nada. Había causado un pequeño revuelo al dirigirse hacia la barra, los hombres se volvían al verla pasar, pero no parecía percatarse de su efecto. ¿Se le habría estropeado el Mercedes en la puerta del Vic? ¿O se habría perdido quizá? No había un solo hombre en aquel local que no estuviera deseando echarle una mano. Pero tenían suficiente experiencia como para saber guardar las distancias y no correr el riesgo de ser rechazados delante de sus amigos.

Antes de que aquella joven entrara en el bar, estaba viendo un partido de fútbol en una de las televisiones del bar, alargando la cerveza que había pedido durante el primer tiempo. Y fue solo después de que la recién llegada se sentara, cuando se dio cuenta de que no había ido sola. Reconoció a su acompañante al instante: ¡Ellen Kiley! Pete sonrió y apuró la cerveza. No había ido al Vic a hacer vida social, pero quizá considerara la posibilidad de cambiar de planes.

En primer lugar, sentía curiosidad por saber por qué Ellie había salido sin Sam. Y, en segundo lugar, le parecía extraño que Sam nunca hubiera mencionado a aquella belleza o ¡amas hubiera intentado emparejarlos. Quizá fuera porque normalmente aquellas mujeres de la alta sociedad no fueran su tipo. Pero después de haberse pasado el primer tiempo del partido pensando en Nora Pierce, necesitaba algo o alguien que lo ayudara a sacarse de la cabeza a la columnista de El Herald

Sus pensamientos volaban constantemente hacia el encuentro de la tarde anterior. Pete había conocido a montones de mujeres en su vida y siempre las había clasificado en dos categorías: amantes que habían llegado a convertirse en amigas o amigas que habían terminado siendo amantes. La experiencia le había enseñado que las dos cosas eran incompatibles. Una mujer no podía ser las dos cosas al mismo tiempo. E imaginaba que el día que encontrara una así, tendría que casarse con ella.

¿Pero dónde encajaba Nora Pierce? Ella no quería ser su amiga. Y, desde luego, no tenía el menor interés en ser su amante. Diablos, Pete ni siquiera estaba seguro de gustarle. De lo único de lo que estaba convencido era de que, en el momento en que la había tocado, se había desatado algo entre ellos, una atracción irresistible e irracional. Su intuición le decía que se sacara a aquella mujer de la cabeza, pero era mucho más fácil decirlo que hacerlo.

Pete pidió otra cerveza y miró a Ellie. Alzó la mano para saludarla, pero ella volvió la cabeza como si no lo hubiera visto. Frunció el ceño, agarró lo que quedaba de su cerveza y se alejó lentamente de la barra, decidido a averiguar lo que estaba ocurriendo allí. Pero cuando se acercaba a la zona en la que ambas estaban sentadas, Ellie bajó de su taburete y se dirigió al lavabo. Pete estuvo a punto de seguirla, pero al final optó por esperarla en la barra, al lado de su atractiva amiga.

Esbozó la más encantadora de sus sonrisas, aunque en el fondo, le habría gustado que Ellie hubiera ido allí con Nora Pierce. Así habría tenido oportunidad de hablar con ella fuera de la restrictiva atmósfera de la oficina, habría podido averiguar a qué se debía su extraña fascinación por ella y quizá hasta habría sido capaz de derretir su fría fachada. Se sentó en el taburete de Ellie y dejó su cerveza en la barra.

– Hola, ¿te importa que me siente aquí?

La mujer le dirigió una breve mirada y volvió la cabeza. A Pete siempre le habían funcionado las aproximaciones directas, pero obviamente, aquella no era su noche.

– Mi amiga está sentada en ese taburete – dijo con voz grave. -Ahora está en el lavabo, pero no tardará en volver.

Se volvió nuevamente para mirarlo y fue entonces cuando Pete percibió su perfume, una exótica mezcla que reconoció inmediatamente. Su mente intentó poner un rostro a aquella fragancia, repasando las imágenes de todas las mujeres a las que había conocido. Pero había un rostro que permanecía entre todos ellos. Recordó entonces que había aspirado aquel perfume esa misma tarde en el despacho de Nora.

Pete se inclinó sobre la barra y pudo ver momentáneamente su perfil, la prueba evidente ele que bajo aquella melena negra y el profuso maquillaje se escondía la mismísima Prudence Trueheart. Estuvo a punto de desvelarlo inmediatamente, pero ella parecía haberse esforzado tanto para ocultar su identidad, que decidió seguirle el juego, al menos durante un rato.

Así que no había ningún Mercedes estropeado. ¿Pero qué habría llevado a Prudence Trueheart al Vic?

– ¿Puedo invitarte a una copa? -le preguntó.

– Quizá -murmuró ella con voz fría. -Supongo que podrías, sí. Pero no quiero, gracias, ya estoy tomando una -se llevó su refresco a los labios y forzó una sonrisa. -Mi amiga está a punto de volver.

– Solo me quedaré aquí hasta que vuelva – contestó él. Sonrió y acercó su taburete al suyo. Un caballero habría recibido la indirecta y se habría marchado. Pero Pete no pensaba moverse de allí.

Deslizó la mirada por su cuerpo. El vestido marcaba cada una de sus deliciosas curvas: sus senos perfectos, las caderas estrechas… Solo podía haber una razón para que Prudence Trueheart se pusiera un vestido como aquel. Quería seducir o ser seducida. Pete frunció el ceño. ¿Y a qué diablos vendría aquella melena negra? Él prefería su pelo tal como era, del color del oro, iluminando sus bonitas facciones.

– Debería ir a buscar a mi amiga -dijo Nora casi en un susurro, tomó su bolso y bajó del taburete, pero Pete la agarró de la muñeca, impidiéndole escapar.

Sentía su piel como si fuera seda bajo sus dedos. Le había bastado tocarla otra vez para que un relámpago de calor recorriera todo su cuerpo.

– No -susurró. -Tómate una copa conmigo. Solo una copa.

Pete pensaba que se iba a negar, pero entonces ella lo miró abiertamente y esperó durante un largo rato. Ninguno dijo una sola palabra; se limitaron a mirarse como si se estuvieran midiendo. Pete empezaba a adivinar cuál iba a ser la actitud de Prudence. No iba a admitir quién era. Iba a seguir el juego. Por lo que a ella concernía, eran un par de perfectos desconocidos.

Pete había jugado con mujeres en más de una ocasión, dentro y fuera de la cama. Juegos mentales o juegos sexuales, se adaptaba perfectamente ambos. Pero entonces, ¿por qué se sentía de pronto tan novato? Quizá porque Nora no parecía el tipo de mujer que se arriesgaba a coquetear con un desconocido. Pero él no era un desconocido, ¿o sí? Quizá solo fuera el primer pelele disponible, un tonto inesperado que estaba a punto de caer en sus redes y de cuya historia terminaría enterándose toda la oficina. Quizá aquel fuera el precio por haberle puesto un ojo morado.