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Era peculiar, no había duda, pero Helen había decidido que no era el bicho raro que había creído después de sus mensajes telefónicos. Tal vez todo aquello del «Con Dios» no fuese más que una muletilla. Y aunque no lo fuese, no parecía que estuviese intentando que abriese su alma a Jesús en un futuro próximo.

Helen tomaba té.

– A mí también me gusta el café -dijo-, pero al bebé no le convence. Se pone a dar botes como un lunático.

Deering había llamado por la mañana, después de que Helen se pasase gran parte de un desagradable viernes y sábado discutiendo con gente: con la madre de Paul, que se negaba a hablar siquiera de poner música «rock» en el funeral; con Jenny, que le había dicho que no iban a necesitar ninguna ropa vieja de Paul, pero gracias por el ofrecimiento; con su viejo, que se había ofendido por sus sugerencias mientras sudaba para montar la cuna. Deering le había preguntado si le apetecía tomarse un café, y la idea de hablar con un extraño de todo ello, de desahogarse, le había parecido bien.

Tenía mucho que descargar.

La había recogido justo después de las diez, luego habían conducido hasta el Starbucks que había junto a la estación de metro de Brixton. No había demasiada gente y Helen había cogido una mesa junto a la ventana, pensando que podía observar a la gente si la conversación decaía. El café rápido se había convertido en un desayuno-almuerzo, con paninis tostados y magdalenas de chocolate que Deering había insistido en pagar y cuando Helen creía que ya era casi mediodía, se dio cuenta de que llevaban casi dos horas hablando sin descanso.

De que había hablado.

– Creo que las reacciones de uno ante la gente se vuelven más extremas -dijo Deering- cuando se pierde a alguien -retorció un botón de la desgastada chaqueta vaquera que llevaba sobre un polo.

A Helen le había sorprendido lo joven que parecía fuera del trabajo, aunque no hacía intento alguno por ocultar su prematura calvicie. Su acento también le parecía más fuerte, y se preguntó si lo suprimía de forma inconsciente cuando trataba con otros técnicos y agentes de policía.

– Se tiene más tendencia a ponerse eufórico ante cualquier indicio de una buena noticia. O a perder los nervios con alguien si nos molestan.

Helen dijo que sabía a qué se refería, que así era exactamente como se sentía, pero que no había habido demasiada euforia. Desde luego, no en los últimos días.

Había logrado controlarse durante el enfrentamiento con la madre de Paul, diciéndose que aquella mujer, con la que nunca había congeniado del todo, estaba tan destrozada como ella. Helen todavía no sabía si la madre de Paul sabía lo de su aventura y no era probable que fuese a preguntárselo. La pelea con su padre no había sido distinta de los cientos de ellas que habían tenido a lo largo de los años. Al viejo no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer. Algo que ambas hijas habían heredado.

Pero la cosa se había puesto muy desagradable en casa de Jenny.

Habían tenido un tranquilo almuerzo de sábado; Tim con un ojo en el fútbol y los críos jugando tranquilamente. Si acaso, se estaban portando demasiado bien y Helen supuso que les habían instruido para que no dijesen ni hiciesen nada que pudiese molestar a la tita Helen. Desde luego, no se mencionó al tío Paul.

Más tarde, en la cocina, Jenny le había dicho que había hablado con Tim y que ya tenía demasiada ropa, que hacía tiempo que tenían pendiente un viaje a la parroquia. A Helen se le fue la olla y Jenny volvió tranquilamente al salón y les dijo a los niños que fuesen a jugar arriba. La cosa no había terminado bien y Helen no había vuelto a hablar con su hermana desde entonces.

Ahora suspiró, pero todavía podía recordar el impulso de tirarle algo a Jenny, de lanzar parte de aquella bonita vajilla cara contra la encimera de granito.

– Me toca las narices ser yo la que tenga que intentar suavizar las cosas.

– A eso es a lo que me refiero -dijo Deering-. Todo… se magnifica.

– Con quien más enfadada estoy es con Paul.

– Lo sé.

– Realmente furiosa.

– Tus emociones están completamente alteradas.

Helen asintió y pensó: «Pero sigo sin llorar», y luego lo dijo.

– Eso también es normal. Quiero decir que no hay un comportamiento «normal» en un momento como este. No hay ningún… modelo para el duelo, ¿sabes? -Volvió a retorcer el botón-. Yo mismo estoy bastante cabreado.

– Oh. ¿Quién?

– Mi mujer -Deering sonrió-. Un tumor cerebral, hace dieciocho meses.

Helen le estudió. De repente las atenciones del hombre hacia ella, su solicitud, parecían tener sentido. Abrió la boca, buscando las palabras adecuadas, pero Deering le ahorró el trabajo.

– Siempre tenía muchos dolores de cabeza, la machacaban dos o tres veces por semana -se llevó una mano a la cabeza, justo por encima de la oreja derecha-. Las llamábamos migrañas, y Sally no era una de esas personas que va corriendo al médico a la mínima. Cuando la convencí, sólo le quedaban unos meses.

– Lo siento.

– Debería haber insistido más.

– No seas bobo -le vio encogerse de hombros, inclinarse hacia delante, apartar las tazas vacías del centro de la mesa. Le observó meter una cuchara sucia en cada una de ellas y alinearlas para que las asas quedasen perfectamente paralelas-. ¿Cómo estabas tú entonces? Después.

Él dejó salir el aire por entre sus labios fruncidos, como si no supiese por dónde empezar.

– Sólo necesitaba hablar con gente que la conociese. Con cualquiera que la conociese. Quería oír cosas que no sabía. Anécdotas, cosas que la gente recordase. Creo que quería almacenar todas esas cosas. Recuerdos, aunque no fuesen míos, para que… no se me escapasen -sonrió-. Es una tontería, lo sé. Como si alguna vez se escapasen.

Helen le dijo que ella había estado haciendo algo parecido. Él esperó, pero ella no explicó más.

– Siempre es agradable saber que no eres el único rarito -dijo él.

Helen no le dijo que ella había estado buscando algo, intentando conocer al hombre que creía conocer tan bien y averiguando mucho más de lo que se esperaba. No le contó con quién había estado hablando, por supuesto; no le habló de las conversaciones con Frank Linnell y Kevin Shepherd. Y no le dijo con quién pensaba hablar más tarde ese mismo día. Creyó que podía pensar que era retorcido, en cierto modo.

Probablemente lo fuese.

Cuando Helen empezó a mirar su reloj de forma más que casual, Deering anunció que también tenía que irse. Le dijo que prácticamente había terminado de redactar su informe, pero que había un par de detalles menores que necesitaba resolver con el investigador de tráfico.

– ¿Qué detalles?

– No es nada. Sólo algunas formalidades.

– Nunca han sido mi punto fuerte -dijo Helen.

– Sabes que puedes llamarme -dijo Deering- si quieres hablar de algo. Te comprendo. Bueno, ahora ya sabes que te comprendo.

– Gracias.

– Aunque sólo necesites a alguien a quien gritar.

– Lo lamentarás -dijo Helen.

Fuera, en la calle, observó a la gente pasar, beber bajo el sol de camino a reuniones con amigos, barbacoas y pubs. Les vio charlar y reír, y odio a todos y cada uno de ellos.

Como Deering había dicho. Todo se magnificaba.

Lo imaginaba como algo que recorría su cuerpo y se preguntó si pasaría algo de aquella química antinatural al niño que llevaba dentro. Si se lo transmitiría a través del cordón umbilical, como una droga, hasta que saliese dando patadas, con la cara enrojecida y gritando con todas sus fuerzas.

Javine se había llevado a Benjamín a casa de una amiga para pasar el día, de modo que Theo tenía la casa para él solo. Le iba bien. No sabía si su madre y Angela estaban en casa dos plantas más abajo, pero tal como estaban las cosas, prefería su propia compañía.